Por JJ. Beeme
La fotografía me lleva a Viareggio tras los pasos de Shelley, ahogado frente a esa playa dulce e interminable que conoció el alegre trotecillo de la Duncan pero también, por centenares, las minas de la Wehrmacht.
Corresponsal del Pollo Urbano en Italia
Con mi nueva cámara ultrasensible me embebo de atardeceres, lentos y sagrados fuegos naranjas que, desde la remota Gorgona hasta el promontorio de Porto Venere, se va tragando la curva del horizonte. Como todo el litoral de este país, éste sufre una colonización intensiva del negocio turístico, restaurantes-clubes-baños que se disputan el paseo marítimo palmo a palmo y que interceptan, no ya la vista, sino aun el acceso mismo al perfil de las olas. Suerte que aquí el lungomare, una paseo anchuroso y decadente, tiene un andar variopinto y casi atlético, como de calesa en días de carnaval, y te viene natural rendir un personal tributo liberty: un marocchino en el Gran Café Margherita y el último Kore-eda en el cinema-teatro Edén. De vuelta al hotel (la mayoría, alto cinturón de una ciudad plana, mira al Tirreno), el conserje Carlos se envuelve en sus nostalgias argentinas, un vago pasado guerrillero que es mejor no menear, mientras el maître Moreno, que no tuvo que hacer tanta maleta porque desciende de los Alpes Apuanos, dice a sus muchachos que pinchen una vez más las baladas de Mario Tessuto y Rino Gaetano, esas que lamentan el fin de la fiesta, de la primavera, porque Lisa o Gianna se han ido para siempre jamás. También para mí es cierre de temporada, y enlazo idealmente aquella tumba romana, junto a la pirámide Cestia, donde recité rodeado de gatos y becarios, con la Villa Diodati en una Ginebra reciente y fantafísica, para hundir mis pies en esta arena donde ardió el cadáver, ya sin corazón, del poeta. Fue ese unfathomable sea, que le dio su pavoroso abrazo de kraken, el mismo que sigue aullando por más, vomitando naufragios desde sus olas-años hechas de lágrimas salobres.
