Los misterios de Raúl / Fernando Usón


Por Fernando Usón Forníes

    La Filmoteca de Zaragoza, ya que ninguna sala comercial se ha dignado hacerlo, ha estrenado en nuestra cada vez más provinciana ciudad el, de momento, último film del chileno emigrado a Francia, y nómada como un beduino, Raúl (o Raoul) Ruiz: “Misterios de Lisboa” (2010).

 

    Pese a que nuestro hombre pertenece a la decena de cineastas en activo más importante del mundo (junto a Resnais, Godard, Rivette, Kluge, Angelopoulos, Yoshida, y en menor medida, Coppola, Lynch y Cronenberg: por cierto, que todos ellos debieran estar ya jubilados, aun con la reciente reforma laboral socialista), y pese a ser el más prolífico de los directores surgidos nada menos que en todo el cine sonoro (más de cien títulos, entre largos y cortometrajes), apenas nada de él se ha comercializado en nuestro país, y apenas lo mismo se ha colado por otros canales de difusión. Una situación lamentable, máxime cuando tantos farsantes disfrazados de genios (de von Trier a Amenábar, de Hsiao-Hsien a Weerasethakul), o tantos directores medianos elevados a los altares (de Eastwood a Almodóvar, de los Cohen a Malick), sí gozan de difusión más o menos amplia, amén de cohortes de fanáticos que no consienten que se pongan en entredicho sus modestas cualidades artísticas. En esta coyuntura de desconocimiento generalizado escribir sobre Raúl Ruiz puede ser percibido por algunos como una pose intelectual…, o no ser percibido como nada en absoluto. Para los cinéfilos despiertos, en cambio, intentar extraer generalidades sobre su obra puede aparecerse como una arrogante intrepidez, pues su escasa difusión hace que conocer una veintena de sus filmes sea un récord de privilegiados. Por ello, las líneas que aquí escribimos deben ser comprendidas desde una aproximación forzosamente parcial a su apasionante obra.

    Raúl Ruiz debutó en la década de los sesenta en su Chile natal, durante el auge de los mitificados nuevos cines, sólo que ya desde sus primeros títulos el cineasta se escurría de la fácil clasificación: cuando menos, el único film de esta etapa que conocemos, “Tres tristes tigres” (1968), supera con creces la superficialidad y autoindulgencia típicas en la mayoría de los abonados a dichos movimientos (afiliados que tendían a primar el mensaje político sobre la elaboración cinematográfica y a confundir la libertad formal con la chapucería). En concreto, el primer éxito de crítica de Ruiz no sólo ofrece una descarnada visión del espíritu violento, y finalmente torturador, de un país que se encaminaba a la dictadura, sino que también es una película con empaque, generosa en momentos de alto voltaje. Y aunque su apariencia realista casa mal, en apariencia, con lo que habría de venir, lo cierto es que la cámara del chileno nunca ha desistido de ofrecer cierto análisis de las más recónditas y sórdidas pasiones de la naturaleza humana, y desde luego, en esto “Tres tristes tigres” es muy característica de su autor.

    Ruiz, tras la caída del régimen de Allende y la llegada de la infausta dictadura, no tardó en exiliarse a Francia, donde mutó su nombre de pila por Raoul y se convirtió en heredero oficial de Buñuel. Ahora bien, su personalidad fílmica, aunque haya acusado otras influencias, sobre todo en la forma de componer el cuadro (con Hitchcock, Welles y Murnau a la cabeza), nunca ha perdido su carácter hispánico, bien arraigado en las características más propias del Cono Sur; y no porque, anecdóticamente, suela trufar sus películas con diálogos o citas en español, sino porque su narrativa, barroca, fantasiosa, exuberante y de un humor muy intelectual, lo emparenta con los practicantes del realismo mágico, con su compatriota recientemente fallecido Ernesto Sábato, o mejor aún, con el mundo entre alucinado e irónicamente científico de Jorge Luis Borges. Todo ello se hace presente, se desborda, en su obra ya francesa de los setenta y ochenta, casi siempre bajo el manto de l’Institut National de l’Audiovisuel, y que cuenta con títulos tan magníficos como “La vocación suspendida” (1978), “La hipótesis del cuadro robado” (1979), “Las tres coronas del marinero” (1983), “La ciudad de los piratas” (1984), “La presencia real” (1985), “La lechuza ciega” (1989) o ese fascinante arabesco que es el cortometraje “Sombras chinescas” (1982). Durante estas décadas, en su cine todo era posible, cada cambio de plano deparaba asombros, cada secuencia basculaba continuamente entre realidad e imaginación, color y blanco y negro, planos muy largos y muy breves, humor y dramatismo, convención y salidas de tono: se asistía a un auténtico Iguazú de inventiva visual.

    Llegados los años noventa, Ruiz daría el salto del cine de bajo presupuesto a la superproducción con estrellas europeas, y si ciertamente supo imponer su personalidad a las muy distintas películas de las que se hizo cargo (incluida su adaptación de Proust, nada menos), no siempre fue capaz, en nuestra opinión, de conservar la imaginación y trabazón interna que sí mostraban muchos de sus anteriores filmes, más modestos. Por ello, pese a su subido interés, películas posteriores que sí conocieron estreno comercial en España (faltaría más: había estrellas en el reparto para promocionarlas), como “Tres vidas y una sola muerte” (1996), “Genealogías de un crimen” (1997), “El tiempo recobrado” (1999) o “La comedia de la inocencia” (2000), acabaron resultando inferiores a las precedentes, siendo tal vez el punto más bajo de esta zona de su carrera la decepcionante “Klimt” (2006)…; si bien, ciertamente, aún peor le sentaron al chileno sus excursiones a los Estados Unidos, lo mismo da de alto que de bajo presupuesto, como bien atestiguan “The golden boat” (1990), vulgarización de su personal mundo, donde su irónico misterio degenera en trivial mosqueo, o en menor medida, “En brazos de mi asesino” (1998). Tampoco otros intentos parecieron mejorar las cosas, como la anodina “El dominio perdido” (2004), revisitación, entre otras cosas, de la dictadura chilena muy inferior al perspicaz barrunto de “Tres tristes tigres”. Pero, aun con todos los reparos que se les pueda hacer, son películas tan bien estructuradas y, sobre todo, tan bien rodadas, que con la intermitente excepción de “The golden boat”, el peor de los largometrajes que le conocemos, sigue siendo un placer verlas, pues a cada plano muestran un ejemplar de esa especie ya fósil en el mediocre panorama actual: un cineasta de raza.

   Por ello, no es de extrañar que cuando el chileno vuelve a contar con coyunturas favorables, vuelva a resurgir el magnífico director que es. Ya sucedió con dos películas, por desgracia inéditas en nuestro país, que debieron de insuflarle nueva libertad de movimientos: la acerada “Las almas fuertes” (2000) y la hilarante “Ce jour-là” (2003), en español “Ese día”, esta última, producción modesta y familiar, suiza para más señas. Y ha vuelto a ocurrir con su incursión en la televisión portuguesa para rodar “Misterios de Lisboa”, obra que en el resto del mundo se ha distribuido en salas como un largometraje ¡de más de cuatro horas de duración! No es, desde luego, con sus lujosas localizaciones y minuciosos vestuario y escenografía, una producción barata, pero tampoco ha debido de resultar demasiado cara, aunque sólo sea porque los actores, poco o nada conocidos fuera de sus países de origen (Portugal y Francia), difícilmente han podido consumir, como demasiadas veces ocurre, una parte abusiva del presupuesto. Dicho esto, aunque “Misterios de Lisboa” no sea redonda, merece de sobras la muy favorable acogida crítica que se le ha dispensado, pues es una película estupenda, infinitamente superior a las bobadas que sí encuentran hueco comercial en la cartelera zaragozana. Y además, aunque parezca mentira, de los mejores Ruiz ¡es el primero estrenado en España!

    La película es una adaptación de la novela homónima de Camilo Castelo Branco datada en 1856 y, a juzgar por su prolijidad, cabe suponer que bastante fiel al original; aun más, teniendo en cuenta que el material de partida se adivina bastante afín al universo de Ruiz. En su fidelidad precisamente, algunos espectadores acomodaticios, por no decir incultos, pueden encontrar algunas pegas al film del chileno. Es significativo que en el pase en la Filmo, fuera de momentos donde el cineasta hace gala de su proverbial sentido del humor entre distanciado y alucinado, se oyera alguna que otra intempestiva carcajada en la segunda parte del film. ¿Los motivos? Las increíbles coincidencias de parentesco o relación entre los personajes de la trama, o detalles como que el monje que resulta ser el padre natural del Padre Diniz guarde la calavera de su mujer en una urna que transfiere a su recién hallado hijo. En realidad, la risueña reacción revela una actitud prepotente y un total desconocimiento de las corrientes en las que se imbrica la obra original: la novela romántica y gótica, donde es habitual que distintos relatos se intercalen, e incluso se aniden unos dentro de otros, hasta el punto de que se difumina el concepto de trama central; donde, contra todas las leyes de la probabilidad, aparecen sorpresivas relaciones de parentesco entre una escasa docena de personajes; o donde éstos se abisman en contemplaciones mórbidas e incluso extravagantes, absolutamente reñidas con la forma de ser actual. Raúl Ruiz ha mantenido, con buen tino, todos estos rasgos, los cuales, lejos de ser incongruencias, son indisociables de la fuente literaria.

   Donde, con seguridad, el cineasta ha traicionado la novela es en ese final, por lo demás muy bello, que, con su ambigüedad, deja la duda en el espectador de si los numerosos sucesos relatados no obedecen más que al delirio del adolescente Pedro, herido al inicio del film gravemente, al final, según se deja entrever, de muerte. No es, desde luego, esta ambivalencia algo típico en la novela gótica, ni tampoco resulta demasiado plausible que peripecias tan alambicadas y ajenas a su experiencia desfilen por el cerebro, por muy febril que se encuentre, de un adolescente que ha vivido recluido en un colegio religioso. Más bien, pensamos que se trata de algo que, con muy buen criterio, no hizo Ruiz al adaptar “Las almas fuertes”: un intento, algo impostado, por llevar la película a su terreno: el de la ósmosis entre la realidad y la fantasía, el de la alucinación como última afirmación de la existencia humana (“La ciudad de los piratas”, “The golden boat”, “Tres vidas y una sola muerte”, “En brazos de mi asesino”…).

    Es más, algunos de los momentos más discutibles del film son aquéllos donde el cineasta se ha empeñado en mantener su rúbrica a toda costa, pasando por encima del estilo de la fuente, seguramente menos exhibicionista. Nos explicamos. En “Misterios de Lisboa”, Ruiz lleva a sus últimas consecuencias (de momento) algo que ya había puesto en práctica en “El tiempo recobrado”: la acusada propensión en la última década de su carrera a los planos secuencia de escala amplia, es decir, largos, enteros y generales, así como a los movimientos de cámara que rodean a los personajes, aquí casi como bailando el minueto y que, favorecidos por la arquitectura de la época, recorren las estancias palaciegas cadenciosamente sin necesidad de cortar plano. Pues bien, en esta puesta en escena de salón (no es ningún reproche, ni mucho menos), no casan bien planos tan aparatosos como aquél en que un papagayo, en evidente trucaje, ocupa un primerísimo término de un plano general (herencia de “Ciudadano Kane”), o como ese otro en el que una taza de té, en sobreimpresión, flota ingrávida junto a una mujer (reminiscencia de “Encadenados”), o como aquél en que unos pedacitos de papel caen sobre el objetivo, ¡e incluso un segundo en que unos personajes los recogen!, en denuncia intempestiva de la presencia de la cámara (firma del autor).

   Quizás, una de las pegas que se le puede poner al cine de Ruiz y que hace que, pese a su gran talento, aún no haya ofrecido una obra maestra absoluta e irreprochable, estribe en que estamos ante un cineasta hiperactivo. A veces, se tiene la sensación de que Ruiz rueda todo lo que se le ocurre, sin renunciar a nada…, aunque, habida cuenta de su desbordante imaginación y fecundidad, es posible que, en realidad, sí efectúe una criba. En “El tiempo recobrado”, por ejemplo, hay un concierto en el que, contra todas las leyes físicas y, lo que es lo malo, a santo de nada, las filas de los espectadores empiezan a moverse de un lado a otro para quizás intentar imprimir artificiosamente cierto ritmo a la secuencia (una especie de efecto flotante que Ruiz repetiría, con mayor acierto, en algunos momentos de “Las almas fuertes”). En “Misterios de Lisboa”, aparte de los planos aparatosos, ya hemos comentado que la cámara está casi en perpetuo movimiento, sólo que a veces su inquietud no tiene demasiado o ningún sentido (como en la entrevista del padre del Padre Diniz con su amigo noble en la famosa Sala de los Gigantes). Tampoco ayuda mucho la idea del teatrillo del joven Pedro como reflejo general de la trama (distanciamiento de ella, sería mucho decir), pues, aparte de que algunos planos parecen exportados del “Fanny y Alexander” de Bergman, su utilización resulta bastante hueca y, a veces, aún peor, redundante. Por ejemplo, no tiene sentido incluir el plano del carruaje atravesando la dehesa por partida doble, el real y el del teatrillo, pues bastaba con uno de los dos; y si lo que de verdad se pretendía era dar una visión más subjetiva de la trama, se debería haber eliminado el plano convencional. Ruiz, o sus productores, no han querido prescindir de nada. Son algunas cuestiones que acaban por mermar el resultado final; mucho más que la notoria irregularidad del reparto, pues aquí, al menos, los mejores actores (Adriano Luz como el Padre Diniz, Ricardo Pereira como Alberto de Magalhães y Clotilde Hesme como Elise de Montfort) acaban dominando el bloque final, dejando un buen sabor de boca. También es cierto que la primera parte resulta, en conjunto, menos destacada que la segunda; y es una lástima que no sea tan pródiga en momentos admirables como ésta, porque entonces Ruiz posiblemente no habría alcanzado, pero sí rozado lo magistral.

    Sea como sea, lo cierto es que “Misterios de Lisboa” en ningún momento acusa su maratoniana duración y que, en cambio, ofrece continuamente lecciones de cine: de cómo encuadrar, de cómo mover la cámara y a los actores en el plano. Destaquemos: la tenebrosa aparición del bandido Comecuchillos, tras una puerta, en el salón de Angela de Lima; algunos movimientos pendulares de cámara que transmiten el vértigo amoroso al que se entregan o al que se asoman las parejas (los padres del joven Pedro en los encuentros clandestinos en que acabarán engendrándolo; los del Padre Diniz en un salón aristocrático); el día tras la primera noche de amor de los progenitores del Padre Diniz, envueltos en una luz blanquecina y reencuadrados por unos cortinajes que crean sensación de poética intimidad; los encuentros de Blanche de Monfort con su futuro marido, espiados y entrevistos a través de los marcos de las puertas por el Padre Diniz, entonces joven y seglar; el extraordinario plano en el que el marido de Blanche se sienta indiferente, en primer término, mientras al fondo la servidumbre se afana en apagar el fuego que matará a Blanche; el no menos extraordinario nocturno en que Alberto de Magalhães es esquivado por su esposa, que se oculta bajo las mesas; la soberbia resolución del intento de estrangulamiento de Elise por parte de Alberto, contenido por el Padre Diniz, en la que el acalorado hombre suelta un sonoro regüeldo, en intempestiva pervivencia de su antigua identidad del bandido Comecuchillos (aunque la mona se vista de seda…). Eso, por no hablar de tantos planos en que, mientras los aristócratas se entregan a sus citas de amor (o de venganza) los criados, en primer término, vigilan o simplemente aguardan a que los llamen sus amos; unos sirvientes, forzosos testigos, más impotentes que impasibles, de las miserias del alma y del cuerpo que ellos deben sostener con su trabajo (y superamos la tentación de afirmar que también son testigos de la decadencia de una clase social: aunque algo se deje traslucir, no nos parece condicionante en este film, como sí lo es, emblemáticamente, en “El gatopardo” ).

   Pero, quizás, los más sobresalientes momentos de “Misterios de Lisboa” sean aquéllos en los que, a pesar de las buenas formas, una inusitada crueldad aflora entre estos aristócratas ociosos, entregados a las pasiones (nada sorprendente, por cierto, en quien había rodado “Tres tristes tigres”): el descubrimiento por parte del adolescente Pedro del sancta sanctorum del Padre Diniz (calavera de madre incluida) se culmina con la aparición sorpresiva del clérigo, siempre afable y ahora taciturno, que, al salir, deja encerrado al niño en el tenebroso cuarto; Alberto de Magalhães, tras un momento de frustración, golpea una y otra vez a su criado, que, en su condición de tal, no puede defenderse; Elise de Montfort, tras manipular a su antojo a un caballero, le brinda un aparente elogio, en realidad un dardo envenenado (haciéndole creer que él es un amigo íntimo y Alberto de Magalhães un pretendiente fatuo y ridículo, cuando en realidad es justo lo contrario), y luego, aprovechando el equívoco, echa a reír impertinentemente en las narices del confuso caballero. Son momentos extraordinarios, de ésos que tanto se echan a faltar en el cine actual, el cual, entregado a orgías de violencia gratuita y a la apoteosis de la casquería, olvida que las relaciones humanas, demasiadas veces, y no sólo en los ambientes refinados, se sustentan en estas pequeñas crueldades.

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