Por María Dubón
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Era el 22 de octubre de 1895, y nada hacía presagiar la catástrofe que estaba a punto de suceder en la entonces Estación del Oeste.
La locomotora 120-721 arrastraba una composición de dos vagones de maletas, uno postal, ocho coches de viajeros y un vagón de carga adicional. Salió de Granville a las 8:45 de la mañana y durante su trayecto hacia París acumuló unos diez minutos de retraso.
El maquinista, Pellerin, con una experiencia avalada por 19 años de servicio, aceleró la marcha para recuperar el tiempo perdido. Faltaban cinco minutos para el mediodía. El tren rebasó la señal de entrada de la estación con un exceso de velocidad de entre 40 y 60 km/h. Pellerin activó el freno de emergencia. La frenada iba a ser morrocotuda.
A escasos metros de las toperas del final de vía, Mariette, el jefe de tren, se percató de que el freno de aire no funcionaba correctamente. La inercia acumulada por los vagones cargados impediría detenerse a tiempo y el tren se estrelló contra la topera, rebasó diez metros del vestíbulo de la estación, perforó un muro de 60 centímetros y finalmente cayó nueve metros más hasta el nivel de la calle. La locomotora se incrustó en el suelo con un ángulo de 50 grados, junto a una estación del tranvía.
Hubo cinco heridos graves: Pellerin, Mariette, un bombero y dos pasajeros. Por suerte, los coches de pasajeros no descarrilaron y esto evitó una tragedia. La mujer del quiosquero que tenía su puesto justo debajo del punto por el que salió lanzada la locomotora murió aplastada por un fragmento del muro de la estación. Esa mañana sustituía a su marido en el trabajo.
El accidente de la estación Montparnasse ha quedado como ejemplo de la ciencia de la fiabilidad. Por lo general, los accidentes se producen cuando coinciden en el tiempo una serie de circunstancias. La probabilidad de que ocurran hechos impensables siempre está presente.