Dorondón o Cencellada : Y otros fenómenos que nublan la cabeza

Por Eugenio Mateo Otto
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     La niebla es un fenómeno, digamos ceremonioso, con el que se puede experimentar desde mi refugio montañés.

     Bajo su manto acuoso se declara una permuta de las realidades, esto es, lo espectral desdibuja el escenario y los objetos pierden sus contornos envueltos en una amalgama de grises. Un mundo de entelequias, de presencias intuidas que no se quieren manifestar. Es mágica, pero sólo si conoces el terreno y puedes distinguir aquel ciprés a pesar de todo. Lo contrario significa extravío y malas consecuencias. Pierde mucho de su encanto en tales ocasiones.

    Dejando el factor puramente meteorológico y descendiendo a los páramos coyunturales se observa el signo alarmante de estar permitiendo a la niebla ocupar nuestras cabezas para acabar desorientados. La pérdida de referencias es como conducir en la niebla con la cabeza fuera de la ventanilla tratando de no pisar la cuneta; ya se sabe que las referencias sirven para situar. Nada más y nada menos. Perdidas estas, se llega a caer en la nómina de los desnortados para formar parte de la tendencia que acabará por rechazar los cuatro puntos cardinales por aquello de la planitud de la Tierra ˗˗ si Pitágoras o Aristóteles hubieran nacido mucho más tarde se habrían encontrado con la futilidad de su teoría y se habrían deprimido otra vez ˗˗ y todo lo que huela a verdad, si acaso la verdad sólo fuera una, por darle a la falsedad esa preocupante preponderancia.

     La mentira es como la niebla; oculta la verdad con su cortina de humo borrando el rastro del porqué de las cosas. Tiene suerte todavía de contar con la mejor aliada: la inmediatez. Los sucesos infiltrados con infundios vuelan a la velocidad de la luz y llegan al último rincón del Globo cargados de resentimiento contra alguien o algo. Diletantes sin currículo campan a sus anchas trasmitiendo mensajes desquiciados de odio hacia lo diferente y nuevos gurús de lo insustancial reclaman la presencia del arca de Noé.

     Sobrevenida, refuerza la censura el olvido de la propia contención y se desparrama por los cuerpos investida de poder, trasmitida a lo largo de avatares, omnipresente entre aquellos que ignoran que no saben. Un velo blanco, como de niebla, cubre el velatorio de los derechos y surgen prototipos anónimos vomitando sus carencias. Hay demanda de togas entre la platea. Bruma. Se montan juicios sumarios que acaban en sumarísimos y ni el asombro consigue poner paz entre tanta trinchera seudo terminológica. También supone asombro el término hater para aquellos odiadores odiosos en las redes que en el fondo no saben ni odiar. El odio ha de tener un motivo y de lo que estos padecen es de frustración por no aguantarse ni a ellos mismos, aunque no lo quieran reconocer, y de ahí a la revancha, y a la agresión, caiga quien caiga. La sociedad enferma, la fiebre la atenaza. Anda sobrada de prejuicios y sobrante de estupidez. Me viene a la memoria aquella escena de la lapidación por citar el nombre de Jehová en la película de los Monty Python, La vida de Brian. Genial sarcasmo, comparable al uso de las redes sociales por los antisociales. Es tanta la confusión que no se sabe lo que está abajo o arriba.  La libertad de expresión como derecho por encima de las ideologías, corresponde a un derecho en virtud del artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y todas las opiniones han de ser respetadas, más allá de no aceptadas. Las hay difíciles de asumir en ninguna circunstancia; pensadas y pronunciadas como arma de ataque ciego, y es entonces cuando acudes a la autodefensa de la duda: ¿Estás en contra de la libertad de expresión de los que no la respetan?

    Algunos ya lo han resuelto con la llamada cultura de la cancelación.

     Este movimiento precisamente dice fundamentarse en la libertad de expresión, pero, a la vez no permite la de los demás. No se discuten argumentos, no se dialoga, se emiten juicios de valor, arbitrarios y nada objetivos contra personas que alguna vez tuvieron la ocurrencia de decir lo no debido en el sitio menos indicado. Opiniones que se dijeron una vez y a las que el tiempo puede haber influido a revisar. ¿Por qué no? Las posturas éticas e ideológicas pueden transformarse y nada es inmutable; además, ¿cambiar no es de sabios?  La evolución de cada uno puede tener tantos ángulos como la razón aconseje y nadie debería renunciar a ser muchos Yo, en tanto se fuera el auténtico en cada situación. ¿Es justo, entonces, ejercer juicio sumarísimo que se retroalimenta vertiginosamente contra alguien por lo que escribió o dijo en un día de bajón? No sería descabellado descubrir que entre los neo censores hubo más de un momento en que pensaron algo parecido a lo que estaban atacando. Establecida una línea de pureza en la condición humana, el blanco absoluto no existe. Si alguien tirase la primera piedra lo haría a hurtadillas, por su condición de arcángel peligroso por su magnificencia. Sin embargo, como la pureza ha sufrido revolcones, llueve de pronto una cortina de mensajes que cubre con su niebla la ponzoña de sus intenciones. No se puede decir lo propio y lo contrario sin caer en la incoherencia, y así va, atrapados en la autocensura más franciscana, con el temor a que las palabras puedan tener malas consecuencias. No ha hecho falta un mega poder para meternos en cintura; en dejación, nos hemos convertido en víctimas de la soberbia y alienados por la envidia.

    En el fondo, eso del poder popular tiene su enjundia; no deja de ser circunstancial y proviene de que nada es verdad o mentira, de que todo depende del cristal con que se mira. De ahí, que la libre expresión sea un valor sujeto a especulación, la misma que practican los iluminados de la interconexión. Las circunstancias aconsejan parafrasear a Evelyn B. Hall: “Detesto lo que piensas, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo. Las consecuencias ojalá no avisen demasiado tarde de que fue un error.

    No será la niebla la culpable, o quizás, sí. En todo caso, para los habitantes del cierzo todavía puede haber esperanza, aunque, bien pensado, sea una vana esperanza teniendo en cuenta que hay cosas más importantes que la niebla. La defensa de Europa y el rearme, por ejemplo, y claro, los derechos humanos, no se vayan a olvidar. Otras muchas más, también, pero la niebla invisible es la mayor; hace de su efecto el placebo para el dolor de conciencia. Todo aparece como no es, todo se adultera, vivir de ilusión entre desilusionados, y el mantra “no hay dolor”.   

    Volviendo a la meteorología, no he aclarado que mi niebla favorita es la cencellada, llamada dorondón, que es cuando la niebla se hiela y le sale la vena artística. Forma entonces un caleidoscopio de cristales blancos como estrellas en miniatura. Me gustaría mucho que fueran como los glaciares que se resisten a su muerte. Tener el hielo y no la bruma volátil al alcance de la mano. Cruzar la puerta para que un mundo helado acoja los pasos y los convierta en testigos que lo ha visto todo. La noche y la niebla secundadas se han intercambiado blancos sudarios y acuchillan con filos de hielo a los pinos dormidos. Cencellada, ilusión de aliento aterido de estrellas a ras de un instante. La mañana se llena de sorpresas, el hielo es abstracto. Los ojos lo capturan, pírrica victoria ante el deshielo. La postal es otra referencia inútil. Efímero derrumbe de una emoción hibernada en el interior de una tarjeta de memoria.

Publicado en Crisis #27

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