Sasot y los espejos rotos de una educación sentimental


Por Carlos Calvo 

    Se chocan la frente y la nariz para respirar el mismo aire, para quedar unidos en un mismo tiempo y espacio. La frente, despejada, lleva por título ‘Espills trencats’.

    Y la nariz, alargada, ‘Espejos rotos’. Son dos libros en uno. O, mejor, un libro en dos: ‘Espejos rotos’ (Erial Ediciones, 2019) es la versión en castellano de ‘Espills trencats’, libro ganador en 2017 del Premio Guillem Nicolau de literatura en catalán del Gobierno de Aragón y primera obra de creación de su autor.

  Él es Mario Sasot Escuer, un oscense natural de Zaidín. Cosecha del 51. Licenciado en filología románica. Y en ciencias de la información. Ejerce treinta y cinco años como profesor de lengua y literatura castellanas en diversos institutos. Desde 1983 colabora como corresponsal en Aragón del diario barcelonés ‘La Vanguardia’. Y dirige durante más de once años la revista mensual ‘Temps de Franja’, en la que continúa escribiendo.

  Narrada en tercera persona, ‘Espejos rotos’ es una novela autobiográfica en la que Mario Sasot cuenta sus peripecias, recuerda a sus amigos y antepasados, su infancia, adolescencia y madurez hasta su vuelta, ya como docente, a Zaragoza, la ciudad donde transcurre la mayor parte de su vida vivida. A lo largo del relato, dedicado a Lucía e Irene –“dos pedazos de vida limpia y salvaje”- aparecen los paisajes y personajes del Bajo Cinca. Y la Zaragoza de los cincuenta y sesenta. Y las comisarías. Y las cárceles. Y los cuarteles de la época franquista. Y el colegio la Salle. Y el instituto Goya. Y las heladas tierras nórdicas de Finlandia. Y las combativas ciudades de la periferia barcelonesa. Cada pedacito del espejo de este libro nos aporta, por decirlo con Josefina Motis, “una imagen personal que puede ser también generacional y en cada uno de ellos encontramos nuestras propias vivencias”.

  En este su recorrido vital, muchas veces, el gris se le incrusta en la retina, ese gris hiriente, idioma mudo de un cielo hostil y una arquitectura violenta. Un gris que eclosiona en una paleta de verdes, marrones y naranjas. Acaso por ello es por lo que decide escribir estas memorias en catalán, la lengua que le recuerda más a la infancia. La nueva versión -su propia traducción- quizá se deba a la necesidad de llegar al público en castellano. Y no es fiel al original, vaya por dios, porque ahora se extiende en ciertos episodios de su vida para cubrir, al parecer, algunas lagunas detectadas, aunque siga manteniendo los veinte capítulos de ‘Espills trencats’.

  Modifica, sin embargo, el orden de los dos últimos capítulos para acabar con la experiencia de llevar a Labordeta -el día en que el cantautor se convirtió en el rey del pollo “a l’ast”- al instituto de Santa Coloma de Gramenet, en un cierre que se pretende más entrañable, en la línea de educación sentimental que tiene el hilo conductor del libro. De este modo, su broche en las orgías celulares de antaño queda relegado, en esta traducción, a la penúltima fonda. Lo dice muy bien Virgilio Ibarz: “Si en la novela ‘Miralls trencats’, de Mercè Rodoreda, cada fragmento del espejo es un pedazo de la vida de los distintos hombres que han dejado en el bosque todo lo que tenían, en cada capítulo de la novela de Sasot palpita la vida ardiente y vacilante, un trozo del alma de los personajes que aparecen”.

  El de Zaidín, en último término, novela su vida, hace su particular memoria. Y lo hace con una prosa limpia, fluida, sin más pretensión que la de contar. Como decía Stendhal, “la novela es el espejo que se pasea por el camino de la vida”. La memoria, entonces, vendría a ser el conjunto de fragmentos de un tamaño significativo que quedan de ese espejo cuando, por el paso del tiempo y de la vida, se va rompiendo en grades pedazos o se desmigaja en pequeños trozos, más intangibles e inasibles. Palabra de Sasot.

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