Colchón de púas: ‘Cuento de Navidad’


Por Javier Barreiro

     Este cuento, más bien malévolo, fue publicado en el nº 66 de la revista Horeca,  correspondiente a diciembre de 1998. conforme pide su título.

   Lo reproduzco aquí con la esperanza de que, ya conocido por los camareros y otros usuarios del cuerpo de hostelería, incremente su número de lectores.

  Algunas noches con la tele, otras en la misma cama y, muchas, jugando al ajedrez nivel 2 con el ordenador, la esperaba. A él le gustaba salir, pero ya no lo hacía porque muchas veces se había encontrado, bebido y solo, yéndola a buscar a la salida del bingo. Las primeras, ¡qué detalle! y ¿qué te parece?, después ya parecía un pobre recurso de noctámbulo fracasado, así que a casa y a esperarla. Unas noches venía a las 4, tal vez las 4.30 o las 5, algún viernes o sábado. Ella llegaba sofocada, con algo de sobreexcitación, sin ganas de dormir y, aunque quería estar cariñosa, no le salía. Tomó la costumbre del baño para relajarse y, él, ya tranquilo, se dormía.

   Había sido una jugarreta del destino que el tío Alfonso le consiguiera ese empleo de binguera. Llevaban dos años de matrimonio y él, con su trabajo de informático, traía lo suficiente para vivir regular. Pero era cierto que en casa a ella le sobraba el tiempo y el trabajo iba a servir para distraerla y andar más desahogados. Sin embargo, las prevenciones que cualquier cambio suscita en la conciencia del pusilánime tenían ahora carril despejado. Ella notaba su inquietud pero tampoco ponía demasiado esfuerzo en calmarla convincentemente. Era de esos impasses que duran tantos años, hasta que un día todo se derrumba o hasta que toda la vida se constituye en ese impasse. Él se levantaba cansado de poco y mal dormir. Hasta las cinco de la tarde trabajando en la empresa y, luego, a seguir en casa. Los fines de semana, televisión. Cuando no, iban con algunos amigos a pasar el sábado y el domingo a cualquier localidad no demasiado lejana. Pero ese fin de semana de principios de octubre ella le había dicho que se iba a Valencia con unas cuantas compañeras de trabajo.  Entre ellas sólo se trataban de noche y les apetecía convivir en ámbitos y circunstancias distintas a las habituales. Volvió contenta y le trajo un disco, un compacto de Oasis, que él ni sabía quiénes eran. 

 Los viajes se iban repitiendo cada vez con más frecuencia y alguna alusión respecto a acompañarlas ocasionalmente había sido rechazada con carcajadas nerviosas, como si se tratase de lo más absurdo e impensable que pudiera concebirse. Esos fines de semana los pasaba entre chafado y nervioso, obsesionado por su impotencia e incapacidad de adivinar qué hacía su mujer. “¿Cómo lo habéis pasado?” “Muy bien” “¿Qué habéis hecho?”. Y ella, lo mismo salía del paso con cualquier vaguedad, que le proporcionaba explicaciones de lugares y personas que habían frecuentado. Estaba distanciándose de los amigos pues, ante las parejas con las que anteriormente se veían a menudo, no era propio que apareciera solo. Ello hubiera dado lugar a situaciones y explicaciones incómodas. Trató de hacer nuevas amistades en el trabajo, pero la mayor parte de la gente no está para esas frivolidades. Además, había perdido la costumbre.

 Sobrevino la depresión. Intentó chantajear a su mujer con la demanda de compasión y alivio. Ella le instaba a divertirse y hasta un fin de semana le obsequió con la oferta de un viaje a Port Aventura en compañía de unos viejos amigos. No lo pasaron demasiado bien. Faltó frescura, y las expectativas de la sorpresa.

  Empezó a tomar pastillas para dormir, a enfrascarse duro en el trabajo. Tenía más caspa, perdía vista, a veces le sudaban las manos o le temblaban los dedos y debía dejar el ordenador y, si estaba en casa, ponerse unas gafas relajantes –Spiritual Sky, fabricadas en Hospitalet- que había que guardar en el frigorífico. Su madre le encontró así, tumbado y puestas las extrañas gafas frías, una tarde en la que pasó a verlo.  

 Le confesó sus dudas, sus sospechas, su desazón, su falta de coraje para plantear una situación conflictiva… En actitud propia de su edad y condición, la madre decidió coger el toro por los cuernos: como otros años cenarían en Nochebuena en su casa pero, esta vez, no invitaría al otro hermano. Para quedar bien con él, y como  ejercía el fatigoso trabajo de representante, obsequiaría al matrimonio y a la niña a pasar unos días en Fuerteventura. Era su regalo de Reyes y mataba dos pájaros de un tiro.

 Yoli esa noche se puso muy guapa y llevó a su suegra un pañuelo de seda para el cuello. Ya en la mesa, ésta esperó a los postres para acometer el tema tabú. Con el tacto y sabiduría que dan a algunas mujeres los años, le habló de Juancho, de su tristeza y desmejoramiento. Él la quería mucho y, quizá, sólo con un poco más de atención iría saliendo de su marasmo. ¿Le pasaba algo? ¿Tenía problemas? ¿Tal vez un hijo centraría sus vidas? Incluso, si dejaba el bingo, ella podría ayudarles económicamente…

 Yoli sonreía sobradora y maliciosa. No dejaría el bingo donde se beneficiaba al encargado y, si tenía un hijo, sería con él. Dinero no le hacía falta porque el susodicho la trataba a cuerpo de rey en los viajes y, en cuanto a Juancho, podía ir rehaciendo su vida con la ayuda de su madre, tan solícita.

 La madre miró el pañuelo pensando qué habría hecho con él otro hombre y en otros tiempos. Pronto alejó pensamientos tan rotundos. Verdaderamente, ella pertenecía a otros tiempos. Tiempos en que una cena familiar de Navidad era una buena ocasión para restaurar la armonía familiar y enderezar los entuertos.

 

El blog del autor: https://javierbarreiro.wordpress.com

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