Las parrandas de Luis Felipe Alegre


Por Carlos Calvo 

  Nos falta cultura del reconocimiento y nos sobra de la sospecha, pero el tiempo, esa invención del ser humano, pone –o suele poner- las cosas en su sitio. La imagen es poderosa. Lo tiene todo para imantar la mirada.

    Medio y mensaje. Ética y estética, suponiendo que sean cosas distintas. Que no lo son. La identidad de lo ético y lo estético como unidad. Porque no hay ética sin estética ni mundo sin lenguaje. Vean (o miren), si no, las fotografías que acompañan a estas líneas. Ahí está, en sus diversas apariciones, el rapsoda zaragozano Luis Felipe Alegre alumbrando el particular e intransferible universo del poeta chileno Nicanor Parra. Uno de los suyos. Uno de los nuestros. A lo largo de su periplo, la figura del chileno ha sido para el zaragozano una luz en su itinerario. Un faro. Como le ocurre con otras (pocas) personalidades –vivas o muertas- del mundo de las artes y las letras.

  Nicanor Parra acaba de morir a los ciento tres años, mirando la casa de Neruda y muy cerca de la tumba de Huidobro. No puedo dejar de expresar mi agradecimiento a quien me abrió las puertas, desde El Silbo Vulnerado, de su ideario estético. Toda gran historia –y la de Parra lo es- tiene un comienzo, en San Fabián de Alico, en la región del Bío Bío. Su marca de nacimiento quedó reflejada al definirse como “hijo mayor de profesor primario y de una modista de trastienda”. Quiso ser policía, matemático, físico, cosmólogo y, al final, experimentó con la palabra.

  Unas palabras que Luis Felipe Alegre ha ensayado y declamado una y otra vez, trasladando al escenario algunas parrandas largas de don Nicanor. Ya en 1937 publicó su ‘Cancionero sin nombre’ y luego vinieron, casi hasta apagarse su luz, los antipoemas y ecopoemas, los versos de salón y canciones rusas, los artefactos y prédicas, los chistes y temporales, las antiprosas y hojas parranderas. Siempre he sospechado que un buen verso es siempre más valiente que el no decir de los cobardes. Más todavía con un rapsoda como Luis Felipe Alegre, que aprendió a recitar y a equivocarse al mismo tiempo, porque sabe que para hacerse sitio conviene desplegar algo distinto con el entusiasmo puesto también en la posibilidad de fracasar.

  Luis Felipe Alegre siempre ha generado una poderosa electricidad estática, cuando con él aprendimos de sus innegociables parrandas. En escenarios teatrales o en cualquier taberna de mala muerte. Y en su utilización de las palabras con una precisión molecular para descifrar y profundizar en la obra y figura de don Nicanor. Y esos coloquios posteriores en los que tanto aprendimos. Podía aparecer también algún ‘pope’ de la intelectualidad maula zaragozana, pero ya se sabe que la frontera entre un impostor y una persona honorable depende, en ocasiones, del azar.

  La máquina creativa de Nicanor Parra no se detuvo. Como la de su hermana pequeña, Violeta, la notable poeta y folclorista, también pintora y escultora, que creció en cierta manera bajo su mirada. A ella se le debe la célebre composición, de intenso vitalismo, ‘Gracias a la vida’, que llegó a alcanzar la categoría de verdadero himno. Una mujer mucho más compleja, no exenta de aristas, de lo que a primera vista pudiera parecer. Acaso su hermano, don Nicanor, fue mucho hermano, con esa agudeza y ese sarcasmo de muchas de sus frases, subvirtiendo la tradición de un país y anclándose tanto en el habla cotidiana, lejos del lirismo, como en sus trabajos visuales, donde deja fundamentalmente su marca. Bien lo sabían sus otros hermanos, los también folcloristas Lautaro, Roberto, Hilda y Lalo.

  En sus espectáculos teatrales a él dedicados, Luis Felipe Alegre ha ido fraguando su devoción por Nicanor Parra, por ese poeta rebelde e inconformista que no se plegaba fácilmente a otro dogma que a su propia verdad, sus sacudidas y contradicciones, poniendo sus ideas en la defensa de los excluidos como una forma de encontrar una nueva dimensión al lenguaje, siempre al nivel del asfalto, sin pelos en la lengua. Solo en la pluma, sin doctrina ni ismos. Y Luis Felipe Alegre ha paseado ese lenguaje, con su compañía El Silbo Vulnerado, por Aragón, por España y por Latinoamérica, estableciendo el margen de su visión y entusiasmo, de su juego y locura, como estas cartas del poeta que duerme en una silla: “Cuesta bastante trabajo creer / en un dios que deja a sus creaturas / abandonadas a su propia suerte / a merced de las olas de la vejez / y de las enfermedades / para no decir nada de la muerte. / Enfermedad, / decrepitud / y muerte / danzan como doncellas inocentes / alrededor del lago de los cisnes, / semidesnudas, /ebrias, / con sus lascivos labios de coral”.

  Este sujeto era Nicanor Parra. Escribía cosas así. Entrar en él, bien lo sabe Luis Felipe Alegre, es acceder a un espacio sin resolver, es bucear no solo en su propuesta vital, sino en su irresoluble derrota. El chileno es para el arte un significado de la libertad. Solo en la ilusión de la libertad la libertad existe. Él empuja y otros le siguen el surco, aunque se retracte de todo lo que ha dicho: “Antes de despedirme / tengo derecho a un último deseo: / generoso lector, / quema este libro, / no representa lo que quise decir. / A pesar de que fue escrito con sangre, / no representa lo que quise decir: / mi situación no puede ser más triste, / fui derrotado por mi propia sombra, / las palabras se vengaron de mí. / Perdóname lector, / amistoso lector, / que no me pueda despedir de ti / con un abrazo fiel. / Me despido de ti / con una triste sonrisa forzada. / Puede que yo no sea más que eso, / pero oye mi última palabra: / me retracto de todo lo dicho. / Con la mayor amargura del mundo, / me retracto de todo lo que he dicho”.

  Como a Luis Felipe Alegre, a don Nicanor le gustaba el rumor de la calle, de las tabernas, de los comercios, a pie de obra, lejos del academicismo intelectual, de la artificiosidad impuesta, el rechazo de la poesía altiva, “de gafas oscuras y sombrero alón”. Y siempre con su característico humor negro, socarrón, de colmillo retorcido. Su obra se caracteriza por la rabia y la sencillez de su mirada infinita, de su espíritu libre, escéptico. Una poesía más parecida al parlamento de un diálogo: “Durante medio siglo la poesía fue / el paraíso del tonto solemne. / Hasta que vine yo / y me instalé con mi montaña rusa. / Suban, si les parece. / Claro que no respondo si bajan / echando sangre por boca y narices”.

  Como Luis Felipe Alegre, lo suyo era perderse por los barrios, hablar con los artesanos, reparar en los mendigos, los locos, y de ellos extraer un lenguaje con sus propias reglas y su propia dicción. Jugó con la realidad contradictoria hasta hacerla sorprendente e irreverente, y la palabra fue para él una suerte de subversión, una revuelta, un jaleo hecho de gestos cotidianos. El chileno gustaba de los lugares comunes como recurso literario, la palabra llana para su ironía social, para su dinamita radical, para sus artefactos sarcásticos, para su voluntad de incordiar y poner del revés cualquier canon. El objeto verbal subversivo.

  La osadía de Nicanor Parra –ya sin el don, por favor- es su exigencia y su cercanía. Y Luis Felipe Alegre, en sus diferentes parrandas a él dedicadas por salas y tabernas, por calles y callejuelas, por plazas y plazuelas, así nos lo mostraba. Ahí va su propio epitafio, tan del gusto del rapsoda zaragozano y tan de la cueva larga parrandera, escrito por él mismo, esto es, cinco décadas antes de su muerte: “De estatura mediana, / con una voz ni delgada ni gruesa, / hijo mayor de profesor primario / y de una modista de trastienda; / flaco de nacimiento / aunque devoto de la buena mesa; / de mejillas escuálidas / y de más bien abundantes orejas; / con un rostro cuadrado / en que los ojos se abren apenas / y una nariz de boxeador mulato / baja a la boca de ídolo azteca / -todo está bañado / por una luz entre irónica y pérfida-. / Ni muy listo ni tonto de remate / fui lo que fui: una mezcla / de vinagre y aceite de comer. / ¡Un embutido de ángel y bestia!”

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