Por José Joaquín Beeme
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Las bravas praderas, los bosques inmensos de la América virgen tuvieron, cuando elegidos como apartamiento y oposición al humano concierto, sus cantores en Thoreau, Emerson, Whitman, y larga es su trascendencia en quienes forjaron el cine clásico, más allá del género wéstern que es su ámbito por excelencia.
En manos de González Iñárritu, mejicano de lenguaje apurado y aspiraciones norteñas, aquel bronco territorio se convierte en un espacio correoso, adensado, texturado, táctil, preñado de esa «fisicidad» que harto masticaban los tertulianos de cierta cinefilia televisiva. Un espacio también mental, fronterizo entre la vida y la muerte, la salvación o su reverso, que comporta laceraciones a flor de piel, vísceras frescas, sangre escarchada, tejidos sucios, madera astillada, barro y sudor, frío aliento que está por traspasar la pantalla. Sincrético, como hijo de cultura mixta ya indígena ya europea, Iñárritu despliega entre la cabecera del Misuri y su afluente el Yellowstone, ese enorme trozo de mapa contendido por sucesivos «propietarios» (pawnies y arikaras, con legitimidad originaria; franceses y neo-americanos, en compraventa de saldo), momentos oníricos, febricitantes, que deben tanto a la iconografía cristiana como al surrealismo de papá Buñuel. Y es que, en pellejo de bestia y fungiendo de tal, transmutado en hermano oso por una supervivencia extrema, Glass / DiCaprio se nos aparece Onofre o Juan Crisóstomo in the woods y, tras un largo viacrucis, tan resucitado como dios vengador. Sabedores los guionistas de recientes puestas al día del pesimismo antropológico (léase al evolucionista premio pulitzer Jared Diamond), Renacido cuestiona la mítica pureza del salvaje, o mejor, extiende la patente de brutalidad a todos sin distinción, negra saeta que atraviesa épocas y continentes.