Legalidad o necesidad / José Luis Bermejo


Por José Luis Bermejo Latre
Profesor de Derecho de la Universidad de Zaragoza.

    Antes del desencadenamiento de la pandemia, en algunos foros se venía poniendo en discusión…

…el valor, el alcance y la posición del principio de legalidad frente al principio democrático, pretendidamente superior. El discurso de los rupturistas del “régimen del 78” y el argumentario de los protagonistas de las alteraciones de Cataluña se basó, y todavía se basa, en la afirmación de la preponderancia de la voluntad popular sobre la legalidad establecida. Pulsando las teclas adecuadas de una sensibilidad colectiva azotada por la Gran Recesión y narcotizada por la esclerosis institucional, los agitadores trataban de arrumbar varios siglos de filosofía moral y política (desde Cicerón, o antes) para trasladar el núcleo irradiador de la legitimidad social de los palacios a las calles. No tardaron en llevar sus banderas revolucionarias de las calles a los palacios, y allí siguen instalados. Una potente maquinaria propagandística sigue hoy proclamando una palabra (“democracia”) que suena bien porque evoca derechos y libertades, oponiéndola a otra (“ley”) que suena bastante peor porque alude más bien a mandatos y obligaciones. El argumento principal de los altermundistas parece imbatible: la democracia es aceleradora y la ley es freno, la democracia es progreso y la ley es reacción, el escudo social es la política y el arma agresora es el mercado.

    En su día, una mayoría silenciosa y dispersa defendimos la compatibilidad y el alineamiento de ambos conceptos, legalidad y democracia, una dupla complementaria que no suma cero. Propusimos que las reglas formales y ciertas son imprescindibles para disciplinar los procesos democráticos más elementales, y que esas mismas reglas son el fruto de los procesos democráticos más complejos. Aunque se nos tachó de inmovilistas, conservadores y aun de liberales, con todas las connotaciones negativas que entraña esta dañada marca, seguimos defendiendo a página y pluma la arquitectura de nuestro sistema jurídico público, bicentenario pero todavía vigente. Una arquitectura basada en la soberanía popular y el mandato representativo, la separación de poderes y el imperio de la ley, el pluralismo político y la independencia judicial. Una arquitectura que no ha sido ni será superada, que es el punto final de la historia política de un mundo en el cual, allí donde no existe, se imita y se recrea. Habíamos demostrado que la legalidad tiene sentido porque es el resultado de una sucesión de momentos democráticos, pero también porque expresa y realiza valores superiores como la paz, la pluralidad, la racionalidad y la justicia. Habíamos afirmado que la legalidad es un fenómeno más rico y completo que la democracia.

   En estas lides andábamos, seguramente perdiendo la batalla argumental, bien por incomparecencia en muchas de las citas o bien por falta de dotes comunicativas frente a nuestros rivales, que no por carencia de sustento teórico. En estas lides andábamos cuando, inopinadamente, se activó un nuevo resorte favorecedor de la ideología populista, proclive a una democracia sin adjetivos, tan pura como despótica. Ahora, la emergencia (ayer social, hoy sanitaria, mañana climática) venía a justificar la sacralización de un principio de nuevo cuño, enervante del de legalidad: el principio de necesidad, habilitante del gobierno absoluto y en absoluto, no supeditado a parlamento latoso ni a magistratura puntillosa algunos. La contraposición de los principios democrático y de legalidad ya no era necesaria para cimentar la hegemonía de la minoría gobernante (léase el partido, la coalición, la nomenklatura) frente a la mayoría legiferante (léase el parlamento, el resto de partidos). La nueva fuente surte ya de legitimidad tanto al poder instalado como a los ingenieros sociales anhelantes de su conquista, y privaría de sentido al caduco, rígido y formalista principio de legalidad, según predican.

     De nuevo se nos exige a los creyentes en un poder político reducido y limitado un rearme semántico y un entrenamiento mediático para responder a este embate. Con serenidad y mesura deberemos explicar el simplismo, la sensiblería y la perversidad que subyacen a estas teorías precursoras de la tiranía.

     La respuesta a cualquier contingencia, por grave que sea, exige que los poderes públicos actúen conforme a los mismos criterios que rigen en tiempo ordinario: racionalidad y razonabilidad, transparencia y pluralismo. Tras estas aparentemente grandilocuentes fórmulas, que cabría entender opuestas a la eficacia y la celeridad exigibles en tiempos de necesidad imperiosa, hay operaciones sencillas: la racionalidad y razonabilidad se acreditan con la motivación de las decisiones adoptadas, la transparencia con publicidad y rendición de cuentas, el pluralismo con la concurrencia de todas las fuerzas políticas y agentes sociales.

    El principio de legalidad significa la primacía de la ley (reflexión, discusión y pacto) sobre cualquier otro modo de actuar, por muy democrático que sea y por más que se excuse en el beneficio colectivo, mejor o peor identificado. Hay operaciones que no se pueden votar binariamente en una asamblea, y hay otras que no se pueden encomendar “en blanco” a un gobierno. Fuera del imperio de la ley, el reino de la oscuridad, los feudos de la impulsividad.