Por Manuel Sogas Cotano
Aquella noche la pasó usted en lo de Sierra. No sé la razón. Quizás fuera porque le andaban trasteando a la trilladora fija, grande, de madera, gris, que estaba a uno de los costados del almacén grande, Juan, el mecánico de Las Cabezas de San Juan, que hacía poco había llegado de su pueblo, junto a otros hombres y usted.
Puede que fuera también, porque acababan de instalar una especie de teleférico, como en las películas, para que la paja que salía trillada se transportará aéreamente con una parihuela que colgaba y se deslizaba por un cable desde la trilladora a la esquina del secadero, la que daba a la carretera que venía de Isla Mayor y continuaba hasta el Poblado.
A Juan el mecánico y a su familia le dieron la casa que estaba al lado de la nuestra en Santa Rita. Al otro lado, al izquierdo de nuestra casa, estaba la casa de Vicente Bisbal, el capataz valenciano. De esto si me acuerdo, pero de por qué pasó usted la noche en lo de Sierra no.
De lo que sí estoy seguro, y para mí que usted también, es que fue aquella misma noche la primera que pasé fuera de casa (sin contar aquellas otras que en el Grupo Beca, mamá me ponía el pijama y me venía a buscar la mujer de Miguel, que entonces eran novios, para dormir con ella, porque yo era muy niño, tanto que ahora mismo no recuerdo con seguridad el nombre de la novia de Miguel, y por eso no cito su nombre, no sea que ahora al cabo de los años la vaya a liar, dando un nombre por otro).
Pero no sólo fue mi primera noche fuera de casa. Fue también la primera noche que dormí sólo, y lo que fue más importante para mí: revuelto con los trabajadores que venían de otros pueblos a la temporada del arroz. Tampoco sé si todo esto se lo contó usted a mamá, yo desde luego no. No por nada, sino porque si no lo sabía no me pondría reparos otros días para ir solo a lo de los Sierra. Eso al menos fue lo que yo pensé. Y funcionó.
Por supuesto que recuerdo que me costó Dios y ayuda para convencerle de que me dejara dormir solo en el almacén grande.
Los hombres se acostaron en el suelo del almacén, sobre fardos de sacos vacíos que había. El hijo pequeño de Sierra y yo nos subimos para dormir a lo alto de los sacos apilados llenos de arroz. Esto no se lo dije.
Desde lo alto de los sacos, casi sin ponernos de pie, podíamos tocar las crucetas del techo del almacén, y cuando llegamos arriba asustamos a dos gatos, y ellos a nosotros, o por lo menos a mí.