Por Gabriela Nacach
Traviesos cantando traviesos. Así iban por las calles andando una mañana de abril.
Armando al pasar travesuras imaginarias imaginando nuevos horizontes.
Y así, sin pudor alguno, miraban fijamente los ojos ajenos y pensaban: negros ojos azules, morenos instantes de ternura.
Y agitaban los brazos, cuatro movimientos al viento otoñal; destrabando las caderas morena linda los corazones ardientes.
Y caían las hojas de los árboles formando un colchón crujiente al paso de los pies descalzos.
Zapatos en mano.
Amores en vano. Quizás esta vez no.
Y así, caminando, se descubrieron en un amanecer desnudo los dos.
¿Hacia dónde está el paraíso? Seguro en estas mujeres que vemos al pasar, tal vez.
Serenos en la oscuridad del amanecer, rayaban en la incertidumbre.
Hicieron pie en un bar, tomaron un café. Negro café liviano cortado mitad y mitad.
Avanzaban sus miradas paso a paso hacia las mesas vecinas. Arriba abajo atrás adelante, observaban.
Personas hermosas abstraídas a su calma matinal.
Eco de sueños aún adormecidos a las seis de la mañana. Pelos enmarañados de quienes habían pasado la noche en vela, y otros empapados de rocío al son del trabajo.
Queremos conocer gentes, murmuraban los dos. Ya no es lindo dormir en soledad.
Y en torno suyo, buscaban pareja para un nuevo baile. Y sonaron truenos, y relámpagos partieron el cielo en dos. El blues del café por un momento hizo interferencia con el aire cargado de lluvia.
Salieron del café, misteriosos y desafiantes, hermosos, prácticamente irresistibles. Y, son darse cuenta, sin buscarlo siquiera, se encontraron en medio del baile. Aquél, el de la ciudad ya despierta, ya movida llovida, con sus árboles desnudos y su encanto sin límites.
27 de abril de 1999