Por Javier López Clemente
La profesora de historia antigua Ana Iriarte ha estudiado la evolución del mundo del teatro ateniense para concluir que más allá de sus cualidades lúdicas como espectáculo, se trata de un mecanismo de reflexión sobre los valores políticos y sociales.
La dramaturgia de Cristina Yáñez asume ese reto para convertir ‘Lucía el sol sobre Troya’ en una historia que aúna barniz didáctico, entretenimiento y un acercamiento valiente a la complejidad de los textos clásicos para conectarlos con sutileza artística a los acontecimientos contemporáneos que nos apelan. Una peripecia que parte de los relatos de La Ilíada y La Odisea hasta llegar al lenguaje teatral representado por la tríada básica de tragedia, comedia y cualquier mezcla que contenga ambos estilos.
El preámbulo, como en los buenos manuales de historia, nos sitúa en la geografía de los acontecimientos, y como la transformación de la poesía heroica al drama épico ocurrió entre las tierras del Peloponeso y Troya separadas por el mar Egeo.
El acto inicial es un trabajo de adaptación para trasladar al escenario el relato de los héroes homéricos. La etapa final de un viaje entre la oralidad de la narración al lenguaje escrito que fijó definitivamente la tradición para que el peso de la narración y la palabra establezca el orden preciso de los acontecimientos. Por eso su representación se caracteriza por la austeridad en los gestos, y concentra toda la energía en un ejercicio donde prevalece lo narrativo sobre lo dramático. La tragedia se percibe tan fría y severa como la figura masculina de sus protagonistas, hasta que la dramaturgia incorpora el uso del audiovisual para introducir la voz en primera persona de las mujeres que también han sufrido la tragedia. Una exposición de los hechos que apela al espectador alejándose del mundo mítico, para acercarse a la experiencia humana transmitida con el aroma que utiliza el lenguaje documental contemporáneo.
La voz femenina en primer plano será una de las características de la representación, y su uso se repetirá en las siguientes fases mediante la tragedia de Electra y la comedia de Lisístrata.
Ana Iriarte nos recuerda que si en la tradición oral los mitos vivían vidas ejemplares, la incorporación de los poetas trágicos al nuevo sistema de representación formal generó un espectáculo con aspiraciones adictivas para el espectador con un elemento novedoso: la relevancia de la acción dramática donde destaca la figura del actor. En ese sentido el segundo acto nos muestra una mirada personal que utiliza los elementos propios del teatro clásico griego. Lo más evidente es la presencia de coturnos y máscaras para elevar y subrayan el estado de ánimo de los personajes, que ahora se construyen con gestos grandes, mientras la fuerza de la voz busca ecos que muestren dolor, humillación y derrota. El relato sobre el héroe de la epopeya homérica ha desaparecido. Su lugar lo ocupa el héroe trágico con sus experiencias extremas. La dramaturgia muestra con claridad ese cambio formal en la manera de contar, pero su intención final es afectar al mundo contemporáneo, y por eso entrega el uso de la palabra al grupo de actores que están ensayando los textos clásicos. Estamos en el momento clave, en la antesala que nos llevará a la catarsis para que la representación alcance el valor de un espectáculo político con capacidad para estremecer. El recurso formal es la ilustración mediante fotografías que subrayan la indignación de quien contempla una secuencia de imágenes proyectadas sobre el fondo del escenario para formar la línea temporal que conecta la guerra de Troya, los conflictos bélicos que ya forman parte de la historia, y las crisis contemporáneas a las que asistimos desde la primera fila de nuestros teléfonos móviles: masacre en Siria, bombardeos en Ucrania y genocidio en Gaza.
La función podría terminar aquí y dejar al espectador ahogado en la realidad del drama. Pero el teatro también tiene la función de divertir y el tercer acto cambia por completo la piel del escenario. La dramaturgia voltea el pesimismo trágico de Sófocles y lo sustituye por el tono alocado que caracteriza las comedias de Aristófanes. Desaparece el aíre mítico y sagrado que envolvía a dioses y héroes para dejar paso al torbellino de la crítica festiva y mordaz de una pantomima que se instala en las pasiones básicas del ser humano. La guerra pierde toda su carga trágica y ahora solo es un chascarrillo para dar rienda suelta a la frivolidad de un comportamiento chabacano. Pero no se preocupen, es muy posible que liberadas las tensiones propias del discurso dramático, la caricatura de la realidad también sea un excelente indicativo que nos lleve hacia la catarsis, y por lo tanto tendríamos otro posible final. Sin embargo Cristina Yáñez nos guarda una última sorpresa.
El epílogo es un canto para que la imaginación asalte las tablas del escenario sin tener en cuenta el incómodo corsé de la realidad o los géneros dramáticos. La libertad del creador se permite un encuentro inverosímil para promover nuevos diálogos que sigan invocando la catarsis, que la mirada imaginativa del dramaturgo sea tan crítica y personal como para invitar al espectador a seguirle en esa aventura.
Todo este ese delicado equilibrio formal se sustenta gracias a una dirección que armoniza la capacidad camaleónica del texto, el espacio y el trabajo actoral. La sencillez escenográfica de un escenario prácticamente vacío se complementa con una iluminación que nos guía en el tránsito de la penumbra del drama hasta la luz de la comedia. La selección musical a veces subraya las intenciones de la palabra, pero también rompe su intensidad para que la coreografía alivie tensiones, genere un tiempo de remanso que reseteé la atención del espectador, un respiro antes de volver a la brecha. Las proyecciones de imágenes, textos y videos acentúan la acción dramática, unas veces tomando toda la carga de la narración, y otras como el condimento justo para acompañar el mensaje.
La solidez del trabajo actoral es la garantía final que permite poner en pie la función. El viaje del espectador se produce a lomos de sus mutaciones. Una flexibilidad que les permite saltar desde la rigidez del gesto granítico, al desparpajo jacarandoso de una chispa inesperada. El buen manejo con la energía de la palabra es contundente y afianza el drama, que se vuelve eléctrico y picante cuando entra en juego la chanza. Ana Cózar aporta la dinámica de una eficacia elegante para sobrevolar el escenario con la ligereza que trae el aire fresco. Daniel Martos vuelve a dejar constancia del peso de sus interpretaciones, y confirma el grato recuerdo que guardo de la precisión con la trabaja el teatro del absurdo, y de la que también hace gala en esta ocasión. Siempre atento al detalle pequeño, pone en valor el brillo de su mirada para transmitir las emociones que pretende el texto. Jesús Bernal nos regala un ticket para viajar en la montaña rusa de la contención al desparrame. Un hieratismo frio de busto que se transforma en un movimiento burdo y exagerado que el espectador agradece para desconectar sin rubor de la razón, y dejarse arrastrar por la carcajada que provoca lo grotesco.
‘Lucía el sol sobre Troya’ está construida con las suficientes capas narrativas para que cada espectador elija su propio recorrido. El erudito enlazará la ingente presencia de personajes, tramas y reflexiones hasta completar el puzzle que describe el origen del teatro y sus ramificaciones. El ciudadano al loro de la realidad social identificará sus preocupaciones para conectarlas con una línea histórica que lo dejará colgado en la Grecia antigua, y reflexionar sobre lo poco que ha cambiado la naturaleza humana después de veinticinco siglos. El espectador tentado por la curiosidad disfrutara de todas las puertas que se le abren para descubrir o regresar a los relatos clásicos, las diferentes maneras de contarlos, y como esas historias conforman nuestra idiosincrasia cultural. Y todos ellos se congratularán de encontrarse con una herramienta que nos ayuda a comprender la complejidad de una sociedad en la que conviven diversidad de identidades, procedencias y maneras de pensar. Un complicado entramado que quizás solo se pueda visualizar en toda su amplitud sobre las tablas de un escenario y quien sabe, tal vez ahí radique el mensaje y el éxito definitivo de esta función.
‘Lucía sobre el sol de Troya’
Producción y creación audiovisual: Tranvía Teatro. Dirección y dramaturgia: Cristina Yáñez. Reparto: Jesús Bernal, Ana Cózar y Daniel Martos. Espacio escénico: Cristina Yáñez / Fernando V. Labrador. Diseño de iluminación y dirección de producción: Fernando Vallejo. Vestuario: Jesús Sesma. Asistencia técnica: Raquel Laiglesia.
Jueves 23 de mayo de 2025. Teatro del Mercado.