Dos óperas primas: ‘Cariñena, vino del mar’ y ‘Lo que queda de ti’


Por Carlos Calvo

   El cine español, de un tiempo a esta parte, ha caído en un bucle infinito del reencuentro y el campo, desde el regreso a la casa paterna hasta los lazos familiares. La familia, en efecto, aparece no solo como núcleo afectivo, sino como territorio físico (la casa campestre) que se transforma, se hereda, se abandona o se defiende.

     En un momento de cambio para el mundo rural, este cine propone una mirada agreste a esos vínculos esenciales que sostienen y dan sentido al arraigo. Y parece repetirse ese intimismo de planos lentos (y, a veces, no demasiado bien iluminados), de esas vidas que, sin ser tristes, les falta color.

   A la manera de un realismo melancólico, no sucio pero sí agrietado, viejo, de diálogos secos -acaso por el cambio climático- y miradas penetrantes que pretenden decirlo todo ahorrando saliva. Un modo de volver al olmo seco, al antiguo prestigio de los rostros graves, en títulos como ‘Alcarràs’, ‘Lo que arde’, ‘As bestas’ o ‘Suro’, por solo citar unos títulos de reciente producción. Ahora se estrenan ‘Cariñena, vino del mar’ y ‘Lo que queda de ti’ y la reconstrucción de la memoria ocupa el centro de estas dos películas de ámbito rural, íntimas y generacionales.  Un cine en el que los personajes se fusionan con el paisaje y donde, en general, “no pasa nada”, pero evitando la importancia de haberse conocido.

   Se dice que filmar lo sencillo es lo más difícil, y sus responsables sortean ese desafío con holgura, colocando la cámara a la distancia justa para entender a estas personas. Son filmes de pérdida y aprendizaje, de soledades y amores enredados, realizados con sumo tacto y exquisita sensibilidad. Cine sencillo e intuitivo que se fía de sus propias imágenes y respeta a los personajes. Películas, a fin de cuentas, contemplativas que no fuerzan las situaciones ni tampoco llevan al límite el comportamiento de los personajes que retratan y entran en ese territorio que bien podría ser de Bergman, pero con aroma meridional.

   Basado en el homónimo literario de Antón Castro –acaso su mejor libro-, donde narra su llegada a Aragón, ‘Cariñena, vino del mar’ es el primer largometraje de ficción de Javier Calvo, profesor de la universidad de Zaragoza con una larga experiencia en la televisión, la publicidad y el género documental (‘Entre dos aguas’, ‘Capacitados’, ‘Camino a la inmortalidad’, ‘Sin cobertura’, ‘Tras las huellas del pasado’, ‘Automatic imperfection’, ‘Si consideramos’, ‘A años de luz: la generación paulina’). En esta historia sobre crecer, elegir y escribir el propio destino en un país que también intenta encontrarse a sí mismo, el espectador se traslada a una aldea gallega en 1978. Allí, un joven de dieciocho años, tan inexperto como lleno de dudas, huye del servicio militar y deja su tierra natal y a un padre que ya había trazado su destino.

   El protagonista, todo “un licenciado en fracasos”, relata sus propias experiencias en la España de la transición. Y, en una sutil elipsis, aparece por las calles de Zaragoza. Y se integra en un colectivo de objetores de conciencia. Y vive de cerca los primeros latidos de la democracia al tiempo que empieza a explorar, sin saberlo del todo, su vocación de escritor. Pero necesita ganarse la vida y marcha a Cariñena para trabajar en la vendimia. Del mar al vino. Porque vino del mar. Y allí, entre barracones y viñedos, risas y romances, nuestro inocente protagonista despertará a la vida, a la incertidumbre, y conocerá a unos amables compañeros, que también persiguen sus sueños e ideales, y gentes del lugar que le ayudarán a crecer y comprender el mundo al que se enfrenta. Diego Garisa da vida a Castro, y le acompañan Alejandro Bordanove, Nacho Rubio, Javier Aranda, Paco Paricio, Ricardo Joven, Alba Martínez, Blanca Laínez y una Itziar Miranda que se sale, en el papel de Palmira, haciendo de segunda madre.

   La película, impulsada por la propia productora de Javier Calvo, Varykino Films, es una forma de echar el freno en la historia, de emborracharse en la nostalgia. Tal vez haya algo instintivo en este conservadurismo estético, algo atávico que los algoritmos han adivinado muy rápido para luego sublimarlo hasta el empacho. Un espacio rural donde el personaje central ha dejado de rezar, pero se niega a que cambien su templo. Toda necesidad termina siendo un negocio o una excusa para el roce. El protagonista de ‘Cariñena, vino del mar’, en su cuaderno de viaje, se emborracha de esas tierras nuevas para él y en ellas fija su destino, a la manera del poema de Mahmoud Darwich: “Me bastarían tan solo dos metros de esta tierra / (uno setenta y cinco para mí… / y el resto para la flor de colores confusos / que, despacio, me sorbe)”.

   Todo ello confluye en un modesto (y bienintencionado) biopic que mucho abarca y poco aprieta, donde un plano desplaza a otro. Las reflexiones en off del mismo protagonista van abriendo el melón a esta historia con demasiados lugares comunes y arquetipos (los fachas, la guardia civil…), saltos atrás chirriantes, secuencias de cierto amateurismo y una banda sonora (de Gonzalo Alonso) que lo inunda todo. Atención, eso sí, al desenlace a cámara lenta en la fuente, con el recurrente ‘Black is black’ de Los Bravos. No obstante, hay que rendirse ante una factura técnica y de producción muy digna, con las que Javier Calvo consigue suplir las carencias narrativas, debidas, sobre todo y esencialmente, a un guion (del propio director) con más agujeros que un queso emmental. El sugerente trabajo de cámara y la soberbia fotografía, cálida e intimista, del turolense José Manuel Fandos evitan el probable naufragio del proyecto.

   Javier Calvo apuesta por los personajes pero desdeña la narración y la película, una declaración de amor a la amistad, se estanca replegándose sobre sí misma, en cierto modo en sintonía con el protagonista, quien parece ir en tren mirando el paisaje, instalado en una eterna melancolía, pero que puede llegar a resultar repetitiva. Su estancia en el pueblo aragonés le ayudará a asumir su pasado, entender su presente y encarar su futuro. Ese verano en los viñedos de Cariñena parece una masa de tiempo que se abre ante el protagonista y que este debe transitar, rumbo a lo que sea que haya al otro lado. Y Calvo filma a la caza del gesto cotidiano, de la expresión espontánea, del registro naturalista, buscando imágenes como sinónimo de respirar.

   Ese aire fresco de una ópera prima, cine de paseo y conversación, de recuerdo y nostalgia, de precaución y enamoramiento, en una difícil fusión entre lo real y lo impostado, la sosería y el desparpajo. También entre la poética del cine de Agnès Varda, el vitalismo de Maurice Pialat, la melancolía de François Truffaut, la solemnidad de Jacques Rivette y la ligereza de Eric Rohmer. O del más cercano cineasta Jonás Trueba: el menor gesto o la frase más irrelevante pueden contener revelaciones. Un cine para degustar que cae, a veces, en la autocomplacencia.

   Lo decía Gene Hackman en una escena de ‘La noche se mueve’, cuando una amiga le invita a ir al cine a ver una película de Rohmer y este declina diciéndole: “Una vez vi una película suya y era como contemplar cómo se seca una pintura”. Quizá el malévolo comentario sea aplicable con más justicia a otros directores -Angelopoulos, Kiarostami, Bèla Tarr-, pero lo que el personaje de Hackman quiere decir es que en los filmes del cineasta francés apenas pasa nada de gran intensidad dramática. En apariencia. Porque, bajo la trabajada livianidad de lo cotidiano, el cine de Rohmer explora las pasiones e inseguridades humanas. Calvo lo intenta, y le sale una película bonita de ver.

   Por su parte, Gala Gracia rueda ‘Lo que queda de ti’, de mucho más calado, y se une a la nómina rural de directoras como Pilar Palomero, Carla Simón, Celia Rico, Elena López Riera, Macu Machín, Diana Toucedo, Estíbaliz Urresola, Carlota Pereda, Lucía Alemany, Itsaso Arana o Meritxell Colell. Estamos ante una coproducción entre España, Portugal e Italia, otro viaje bucólico femenino con el que se bautiza en la dirección del largometraje de ficción tras los cortos ‘Naranjas y medias’, ‘El beso de la despedida’, ‘El color de la sed’, ‘La pared’, ‘Noche incandescente’ o ‘Evanescente’. Una cineasta nacida en Valdepeñas (Ciudad Real) pero ya desde su primer año de vida con residencia en Benabarre (Huesca). Y cuenta una historia con tintes autobiográficos que aborda la realidad de vivir en un entorno rural y las circunstancias que acompañan a los propietarios de explotaciones agrícolas y ganaderas de pequeño tamaño, y sus dificultades para salir adelante.

   Pese a ciertas arritmias e irregularidades, y que la historia no deja de ser un tanto convencional, acaso por falta de desarrollo dramático en lo que se cuenta, Gracia sabe representar con valentía, delicadeza e inteligencia las dimensiones telúricas del hábitat, un acercamiento honesto y respetuoso desde el duelo, el testamento y sus diferentes herencias. La directora, también guionista, confiesa que el filme está inspirado en una experiencia personal que ocurrió con la muerte de su padre y el consecuente regreso a su ciudad natal para trabajar en la granja que su hermana y ella habían heredado. Ambas, en la película, tendrán que afrontar el legado paterno mientras van aflorando diferencias por cómo sobrellevar el dolor de la ausencia.

   Con la envolvente música de Felipe Raposo y el sutil montaje de Julia Juániz, ‘Lo que queda de ti’ es un filme silencioso, susurrado, sobre el duelo y la culpa, esto es, que cuenta el regreso a casa de una prometedora pianista de jazz de veinticinco años residente en Nueva York para sacar adelante el negocio familiar del sector primario, tanto en el ovino como en el porcino, en un lugar que lucha por su supervivencia económica, acechada por los flujos económicos y productivos actuales, que miran a otros lados. Las escenas de las ovejas, filmadas con ejemplaridad por el operador Michele Pardisi, dotan de belleza y referencia el poderoso sentido del latido de la vida.

   Un relato que toca igualmente el tema del relevo generacional y el desarraigo, porque, al fin y al cabo, uno tiene que saber de dónde viene y a qué tierra pertenece. Una tierra, en fin, que se trabaja desde la salida hasta la puesta de sol, el espacio abierto y oxigenado, duro y no idílico, de la vida campestre de la granja. Y se nota que las protagonistas, en palabras del crítico Jordi Battle Caminal, “aprendieron a asistir al parto de una oveja, sacar el rebaño a pastar, reponer su comida, levantar una cerca, cargar pesadas balas de paja, romper la capa de hielo del abrevadero después de una noche gélida, incluso vacunar a los animales”.

   Gracia rueda en el Pirineo oscense, Madrid y Barcelona, y convencen sus protagonistas, Laia Manzanares y Ángela Cervantes, acompañadas por Natalia Risueño, Ruy de Carvalho y Anna Tenta. Y utiliza con convicción el formato panorámico y las tomas estáticas para hablarnos de un reencuentro fraternal marcado por la culpa y las deudas afectivas. Un cine que brota de las mismas entrañas. De las de Gala en su sentido más literal y visible. El pueblo como arcadia, esas raíces que hay que cultivar y hacer crecer, donde lo que cuenta es la fuerza subterránea de los afectos. Desde el cine, en efecto, crea las imágenes que constituyen ese museo de formas inconstantes, que decía Borges que era la memoria. La película, así, se hace y deshace delante de los ojos del espectador como los recuerdos que forman y se contradicen cada vez que se les invoca. Porque la memoria, como el viento, sopla donde quiere.

  Al final, en un tono contenido y discreto, ‘Lo que queda de ti’ y ‘Cariñena, vino del mar’ son unas historias trabajadas desde lo rural, un mundo hecho de retales: viajes, gentes, paisajes, ciudad y campo. Otras puntas de lanza de otro cine español que va a lo suyo y del que se ha esfumado la espectacularidad de brocha gorda para sobrevivir. Proponen algo donde lo más vivo no es la imaginación, sino el relato. Dos relatos, cada uno a su modo, de ganado y aperos, tierras y viñedo. Y esto importa.

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