Por Julio José Ordovás
Me gusta pensar que algún día José María Conget tendrá una estatua en el café Levante como la que Pessoa tiene en el café A Brasileira.
Siempre que recala en su ciudad natal, Conget convoca allí a sus amigos. Una cita con él equivale a una ‘masterclass’ de cine y literatura. Yo tengo que hacer un esfuerzo de contención para no sacar la libreta y ponerme a tomar apuntes cuando me habla de una novela de Dickens, de un cuento de Malamud o de un wéstern de Howard Hawks.
Me consta que no soy el único que le insiste para que escriba sus memorias, a lo que él se niega aduciendo que ha escrito muchas páginas autobiográficas y que, además, la vejez le está estrechando la memoria. Puede que lo primero sea cierto, aunque para un congetiano convicto y confeso como uno esas páginas nunca serán suficientes, pero lo segundo no: estoy convencido de que Borges se inspiró en algún doble porteño de Conget para escribir ‘Funes el memorioso’.
‘Egocentrismos’, su nuevo libro, que ha publicado Renacimiento, tiene el mismo carácter heterogéneo y memorialístico de otros libros suyos. Me ha recordado mucho a aquella joya que publicó Benet bajo el título de ‘Otoño en Madrid hacia 1950’. Por el tono entre melancólico, ácido y zumbón, pero también por la excelsitud de la prosa congetiana, que en remembranzas zaragozanas, viradas en sepia y justicieras como ‘Las chicas del taller’, ‘El que fue a la guerra’ y ‘Fundador’, alcanza cimas insuperables.
También pensaba, mientras terminaba con pena de leerlo en la terraza del Levante, envuelto en el cosquilleante rumor de los charloteos de primavera, que el gran escritor del paseo de María Agustín vuelve a hacer una declaración de amor a la mujer de su vida: Maribel Cruzado.