Por José Joaquín Beeme
“Cine del papa” era el que los propagandistas de Acción Católica llevaban, cargando proyectores y rollos de celuloide en camiones, por los pueblos montanos de la Italia de posguerra. Una versión incensada de nuestras Misiones Pedagógicas.
Partieron con el documental Pastor angelicus (1942), primera producción del Centro Católico Cinematográfico (¡con Ennio Flaiano como ayudante de dirección!) centrada en la pompa y circunstancia de Pío XII.
Los papas han desconfiado mayormente del arte cinematográfico en cuanto altavoz del materialismo, el relativismo y la depravación moral del mundo moderno. Una poderosa herramienta comunicativa, en todo caso, que habría que tratar selectivamente —y el Vaticano elaboró, con motivo del centenario del cine, una lista de 45 títulos: desde Nazarín o Dersu Uzala hasta Qué bello es vivir o El gatopardo—, cuando no cristianizarla o, en términos pastorales, convertirla. Veamos algunos ejemplos de esta relación conflictiva.
En 1948 la RKO quiso organizar una proyección de Juana de Arco (Victor Fleming, 1948) para Pío XII, en privado, pero el presidente de Acción Católica puso las manos por delante: “es preciso que la productora ponga a mi disposición una copia aquí en Roma” a fin de “vencer la reserva del Santo Padre”. Juan XXIII, que solía anotarlo todo desde su nunciatura en París(Agendas del nuncio, 1949-53), expresaba una mayor apertura aunque recelaba de la moral sexual que se estaba abriendo paso en las pantallas: “por desgracia, es difícil encontrar un film que no contenga alguna figura indecente. Así es el mundo que hay que soportar”. Su sucesor el papa Montini, todavía arzobispo, alentó una cruzada prohibicionista contra La dolce vita de Fellini (1960), como luego haría, ya papa, con Teorema de Pasolini (1968). De Juan Pablo II quedan sobre todo sus discursos sobre el cine como “vehículo de espiritualidad” e instrumento pedagógico en tanto aborde “argumentos inspirados en la fe”.
El papa Bergoglio, en cambio, encareció explícitamente las virtudes de la cultura cinematográfica, empezando por la que fomenta la red de cines de la Iglesia italiana. Ya en 1936 Pío XI (encíclica Vigilanti cura) había subrayado la urgencia de conectar los cines parroquiales para influir en la producción de películas moralmente válidas, y así en 1949 se funda la Asociación Católica de Exhibidores Cinematográficos, que coordina las llamadas “salas de la comunidad”, espacios polivalentes que favorecen el cine de autor, los cinefórum y el aprendizaje del lenguaje audiovisual. A ellos se dirigió Francisco en su 70º aniversario con estas palabras: “La visión de una obra cinematográfica puede abrir diversas espirales en el alma humana. Todo depende de la carga emotiva que se dé a esa visión. Puede haber evasión, emoción, risa, rabia, miedo, interés… Todo estará conectado con la intencionalidad de nuestra visión, que no es un simple ejercicio ocular sino algo más: una mirada sobre la realidad. Una mirada que mueva a las conciencias a un atento examen.”
Cuando la Philadelphia Film Society proyectó en 2015, dentro de un ciclo en su honor, Roma, ciudad abierta (Rossellini, 1945), sabían que Francisco conectaba emocionalmente con esa película. El neorrealismo, dirá dos años después en el estadio de San Siro (Milán) a propósito de Los niños nos miran (De Sica, 1943), fue una “catequesis de humanidad”: “Todo el cine de la posguerra es una escuela de humanismo (…) Cuando éramos niños nuestros padres nos llevaban a ver esas películas, y ellas nos han formado el corazón.” Pero es que además el sacrificio del cura partisano que encarna Aldo Fabrizi, fusilado por los nazis, no podía dejar de provocarle una fuerte empatía. Y no se olvide que su propio padre, el piamontés Mario Bergoglio, había huido de Italia en 1929 dejando atrás los horrores del fascismo.
En el libro de entrevistas El jesuita, el entonces arzobispo de Buenos Aires recordaba a los austeros luteranos de Jutlandia dulcificados por la generosidad de una gourmet francesa en El festín de Babette (Axel, 1987): “esa comunidad no sabía lo que era la felicidad. Vivía aplastada por el dolor. Estaba adherida a lo pálido de la vida. Le tenía miedo al amor.” Ya papa, será en la exhortación apostólica Amoris laetitia (2016) cuando haga una referencia explícita (primera vez que una película se cuela en un documento pontificio) a esta transposición del relato de Karen Blixen (Anécdotas del destino, 1958): “Es dulce y reconfortante la alegría de provocar deleite en los demás, de verlos disfrutar”, escribe Francisco, y abrocha con un versículo del Eclesiástico (14:16): “Da y recibe, disfruta de la vida, pues en el reino de la muerte es imposible encontrar placer.”
Pero tal vez la película que más ha amado sea La strada (Fellini, 1954): “me identifico con ella, hay un referencia implícita a San Francisco.” En la homilía de Pascua de 2016 invocó la escena en que el Loco (Richard Basehart) trata de consolar el terrible desamparo de Gelsomina (Giulietta Masina) con un guijarro del camino: “No lo creerás, pero todo lo que está en este mundo sirve para algo. Incluso esta piedrecilla. ¿Que para qué sirve? Es dios quien lo sabe todo: cuándo naces, cuándo mueres… No, yo no sé para qué sirve, pero para algo servirá, para algo debe existir. Porque si esto es inútil, entonces todo lo es, incluso las estrellas. Y también tú sirves para algo, con esa cabeza tuya de alcachofa.” Escena que Bergoglio enlazaba con la metáfora bíblica de la piedra desechada que luego los canteros erigen en piedra angular del templo (Lucas, 20:17-18). Como bien recordó en Laudato si’, su encíclica verde: “Todo está conectado.”
Un papa cinéfilo, dentro de un orden, que hace pensar en los programas de la Seminci vallisoletana de los orígenes, enfocada al cine religioso y de valores humanos. Amor de santo padre que se podría decir recíproco: ahí están los documentales de Wenders, Rosi, Afineevsky, Brown, Garrigò y Évole-Sanchez, o su misma peripecia vital encarnada en sus dobles Darío Grandinetti, Rodrigo de la Serna o Jonathan Pryce.