Por Raimundo M. Soriano
Al celoso de la rutina se le simplifican muchas cuestiones. No tiene que cavilar la planificación del mañana, porque siempre hace lo mismo y de igual manera. Todos los días y a la misma hora realiza unas tareas propias de su forma de pensar.
Los católicos, apostólicos y romanos tienen obsesión con la misa diaria. Una mala jugada para un tal Carrero Blanco. Máximo hombre de confianza del Generalísimo Franco.
Esto ocurría en el año 73 del siglo pasado. La mañana del 20 de diciembre, Luis Carrero Blanco asistía a misa en la iglesia de San Francisco de Borja. Tras la celebración de la ceremonia religiosa, se subió al coche oficial y emprendió el recorrido habitual. Cuando circulaba por la calle Claudio Coello, se oyó una detonación estruendosa y el auto, un Dodge blindado, desapareció al instante. Nadie sabía dónde había ido a parar, hasta que un cura de la Orden Jesuita vio la aparición en la azotea del edificio Casa Profesa. Dio la alarma y nadie se explicaba cómo el espíritu de Carrero permanecía en una terraza a una altura considerable. Más tarde se supo que un comando de ETA, autor del atentado, había puesto tal cantidad de explosivo que podía matar a una manada de 15 elefantes separados, cada uno de ellos, por medio metro de distancia.
La muerte de Carrero Blanco se interpretó como el principio del fin de una manera de gobernar: una dictadura. Franco quiso amarrar su régimen a su sucesor, pero el delfín voló a los cielos antes de tiempo y el Generalísimo, ya con achaques, se enredó con el Carnicerito de Málaga. Y la historia se desarrolló de forma contraria a la de un señor que creía que lo tenía todo atado y bien atado.
Nadie de la izquierda echó de menos a este canalla. Todos se alegraron de que subiera a los cielos antes de tiempo. Hubo jolgorio y corrió el champán. Muchos aplaudieron esta acción de ETA y pensaron que continuarían con la desaparición de distintos crápulas del régimen, pero la banda, con el tiempo, se desparramó y pagaron justos por pecadores.
Los jóvenes de la época se divertían: los que iban a la Universidad corriendo delante de los grises y haciendo gasto en los bares de las distintas facultades; los aprendices de todo, cuando llegaba el fin de semana, en la “zona” de baretos se dejaban las pesetas en cañas y cubalibres de ginebra Larios o Gordons si la calderilla pesaba más en los bolsillos. Las chicas más avanzadas, en los guateques, calentaban los bajos a los chicos espabilados. Nada en comparación cuando cascó el Caudillo: el sexo se desparramó. Las gónadas masculinas y femeninas explosionaron y la “píldora” se puso de moda. Con ella nadie temía al embarazo no deseado y todos decían que follaban mucho. Los padres progres se volvieron consentidores y la iglesia católica se resignó a no controlar el cotarro. Todo libertad. Palabra, que con el tiempo ha perdido su significado y en la actualidad se la ha apropiado la derecha para reivindicar el tomar cañas cuando y donde le dé la gana. Después de la pandemia del COVID todo ha degenerado gracias a unos políticos, preferentemente de derechas, simplones y sin escrúpulos que usan los bulos y memeces para hacer política.
La fruta era y es una parte importante de la dieta mediterránea. Cuatro piezas al día está bien. Pero hete aquí, que una señora innombrable, sentada en el Congreso de los Diputados, escuchó de boca del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, una frase sobre su hermano que no le gustó nada y soltó con su boquita de piñón “hijo de puta”. Le pareció fuerte y a la señora que hizo hablar a un perro o sus asesores cambiaron el término por “me gusta la fruta”. La derechuza rumbera, mediática, sin complejos y canalla encontró un amuleto, lleno de la puta gracia, para designar una manera de hacer oposición. Una lindeza propia de los tiempos en que vivimos.
Ya que hablamos de la época de Carrero, un poco más adelante, al principio de la democracia; si esta señora innombrable se hubiera presentado a las elecciones no la hubiera votado ni Rita. En estos cuarenta y tantos años, desde la llegada de la democracia, en vez de progresar, de ser más justos y tener una sociedad más igualitaria se ha optado por todo lo contrario: a nivel mundial con el “calabaza de USA” y el nazi de Israel, y en territorio nacional, como ejemplos palmarios, con el pánfilo gallego y la señora que le gusta la fruta.
Pero volvamos al año en que Franco empezaba a perder el oremus y la flebitis en las piernas, y, otras muchas cosas, asolaban la salud del dictador. Los días eran grises y las calles eran grises. Cuatro amigos, tres chicos y una chica, caminan por la acera de una calle de Madrid. Se rascan el bolsillo para reunir unas monedas y así festejar el ascenso a los cielos de Carrero Blanco. Piensan celebrar el acontecimiento con champán, pero hay poco parné, cambian al cava y tampoco llega. Deciden ir a la tasca de Emilio, que les fían y poder soltar la alegría con una botella de sidra.
Hay en la acera un mendigo ya mayor pidiendo limosna. Un poco más lejos, junto a la esquina, un limpiabotas y un niño fumándose un cigarrillo a medias espera al cliente para lustrarle los zapatos.
El mendigo hace la cruz con los brazos y la cabeza en la acera.
Mendigo: “Una limosna por el amor de Dios. Una caridad para poder comer y beber”.
En ese instante pasan los cuatro amigos.
Chico 1º: “Vamos a darle algo a este pobre hombre… que por lo menos no engaña para que quiere el dinero”.
Chico 2º: “Los curas desde el púlpito también piden limosna y los feligreses obedecen. Una de las faenas más importante del sacristán es pasar el cepillo”.
Chico Poeta: “Un marxista no da limosna. El Estado se encarga de la labor social”.
Chico 1º: “Oye… que la ha cascado Carrero y este hombre también tiene derecho a celebrarlo”.
Del bolsillo se saca unas monedas, calderilla, y se las deja en el cestillo del mendigo.
Mendigo: (Exclamando y abriendo los brazos al cielo). “Juventud… divino tesoro”.
Un día más luminoso se cierne sobre Madrid.