Putearte

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Por Carlos Calvo

     La verdadera cuestión es saber dónde, cuándo y quién hace arte y si tan solo es arte aquello que las políticas culturales públicas han determinado encasillar en los lugares establecidos. Esto es, el establecimiento de las reglas culturales lo dispone la política consistorial, autonómica o central, atribuyéndose así la capacidad de determinar cuál es la cultura oficial y cuál la marginal.

    Parece claro que la oficial es aquella que consumimos con cara de solemnidad y que a la democracia de mercado le interesa mercantilizar en las galerías. La marginal, para qué engañarnos, es aquella que no tiene el reconocimiento oficial, ya que en muchos casos lo desafía, y que, no obstante, emana de cada poro de la piel de muchas personas que entienden el hecho creativo como una gran fuerza que les impulsa a comunicar cosas.

     Deberíamos devolver a la cultura su capacidad desestabilizadora de ser responsable única ante sí misma. Daniel Clemente –conocido musicalmente como Franco Deterioro- es el comisario de un ciclo cultural bautizado como ‘Putearte’, que se inició en Zaragoza hace unos meses para seguir su trayectoria en las localidades de Graus y Laspuña. Finalmente, Huesca se ha convertido, hasta el mes de diciembre y en el centro cultural del Matadero, en el punto final de este recorrido, una iniciativa que reflexiona sobre las acepciones del término ‘putear’ que están incluidas en el diccionario de la lengua española, como “dedicarse a la prostitución”, “injuriar, dirigir palabras soeces a alguien” o “fastidiar y perjudicar”.

     El propio Clemente, que presentó el evento guitarra en mano con sus letras irónicas, juegos de palabras y humor, arremete específicamente a la política con un retrato del polémico ministro de educación, cultura y deporte, José Ignacio Wert, quien aparece en el fondo de una especie de orinal naranja. Alfonso Val Ortego ofrece una pequeña pieza dibujada de un desnudo oriental a la manera del arte postal nipón de entresiglos (diecinueve y veinte), que evidencia una técnica exquisita y una cultura diferente, la escuela de la mirada, la sustantivación gráfica de la estructura oculta y formal de decisivos motivos reales o ilusorios que le intrigan.

     Por supuesto, también resultan intrigantes –y desiguales, y estimulantes- el resto de participantes, con sus luces y sombras, sus silencios, esa aventura de recorrer la experiencia del límite que acompaña siempre la condición humana. Unos descalificando a críticos y eruditos, otros guiñando el ojo al maestro del suspense, los más acercándose al motivo conceptual tan recurrente en el universo del malditismo para acercarse a una suerte de contestación, protesta o transgresión.

     Y ahí está un retrato femenino rodeado de navajas y botellas rotas. O una especie de alambrada cerebral. O una mujer-collage. O un enigmático busto de prostitución intelectual. O una grotesca reflexión sobre el salario mínimo. O un pentagrama del miedo. O un teatrillo sobre la Buenos Aires suburbial. O un ácido retrato de la corrupción que nos invade. O una delicada mujer africana en versión ganchillo. O un cepo-trampa. O una foto del atardecer. O una composición fotográfica sobre la mujer dominada. O un cómic sobre cine porno. O, en fin, una gran vagina en forja.

     De Miguel Ángel Yus a Sergio Abraín, pasando por Miguel Ángel Gil, José Azul o Nemesio Mata. No hay peor naufragio que una clase a la deriva. No hay mayor tristeza que la silueta de un profesor vencido por la rutina. La presente recesión socioeconómica está propiciando una cultura alternativa a la oficial, ajena a los dictados reglados, en la que confunden sus rasgos teorías conspirativas, cultos, sectas, magia, comunas. El circuito de museos, galerías, crítica y mercado son cómplices de una historia que convierte el arte en un componente más del sistema de intercambio simbólico que caracteriza a las sociedades posindustriales. Hay confusión. Y se extiende la idea de que aquello que ven muchos es bueno a ultranza. No siempre es así. No hay elementos de juicio, ni valoración. Falta criterio y rango y verdadera apreciación. La libertad es sagrada, sí, pero no se puede dejar todo en manos de la dictadura de la opinión.

     No deja de ser chocante ver unas obras que desde Paco García Barcos a Elvira Lozano, de Helena Santolaya a Jesús Llaría, señalan el silencio detenido de un espacio abierto pero suspendido. O ese duelo que desciende por la pieza de Carlos Soriano como ritual de la memoria de la desaparición, llorada por Gofer y Chipriana. O desde la dramaturgia de Tamoa y Kal-litos, o en la romántica acuarela de Pepe Morellón, o desde la soledad de José Luis Gamboa. Todas ellas arrastradas unas veces a la clausura de la propuesta de Charo de la Varga, los gestos deformes de Sandra Santana o el espacio virtual de un acontecer permanente en la obra de Alberto Ibáñez.

     Escultura, pintura, cómic, ilustración o fotografía se dan de la mano en una muestra que también contiene instalaciones de madera, cuchillos y hasta una ratonera. La denominación de esta colectiva es, maldita sea, una descripción de la situación que atraviesan los creadores. Acaso unos artistas fascinados por la figura del maldito, a medias cultivada por ellos, y a medias alimentada por sus devotos.  

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