Los estrenos en los cines: El arte de la elección

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Por Don Quiterio

    Dice Jordi Balló que “las mejores películas nos suelen dejar un poso de transformación, un vértigo de cambio, un sentimiento interior que te hace sentir que lo que acabas de ver te ha creado un revuelo hasta ese momento desconocido”.

   No sé si esta afirmación del profesor catalán será válida para todos. Lo que sí sé es que de las últimas películas estrenadas en Zaragoza se pueden rescatar un puñado de obras que, efectivamente, te crean “un revuelo hasta ese momento desconocido”. El cine, digámoslo ya, es un medio increíble que puede mostrar tanto como esconder. Lo que depende es cómo se utiliza. El cine es el arte de la elección.

    “Hay muchas posibilidades como creador de afrontar una historia, y yo creo en preservar ese punto de vista humano, que la experiencia nos sirva como individuos. Es frustrante ver las películas sobre el holocausto, porque lo utilizan como tema. Sin embargo, nunca se aproximan al corazón del terror. Y en ese corazón está la muerte. Lo importante es luchar por mantener el tamaño humano del cine. El cine es una de las poquísimas artes capaces de cambiar al ser humano. Con sus silencios, sus imágenes, su experiencia orgánica. Queda esa esperanza”.

    Estas palabras del húngaro László Nemes –que fuera ayudante de dirección del ya retirado Béla Tarr- sirven para presentar su película ‘El hijo de Saúl’, un paseo asfixiante, claustrofóbico, sin esperanza, por los campos de exterminio nazis que guarda ciertas semejanzas con ‘La zona gris’ (Tim Blake Nelson, 2002) y poco o nada tiene que ver con la chirriante ‘La lista de Schindler’, ese melodrama de compromiso artificioso y demagógico realizado por Steven Spielberg en 1993. Aquí, con un rigor formal devastador, se usa la imaginación para decodificar lo que no ven con claridad los ojos. No vemos con ellos, sino, esto es, con la imaginación que el espectador pone.

    Es una historia que se desarrolla en 1944, en Auschwitz, en la que un prisionero judío, encargado de quemar los cadáveres de su propia gente, encuentra consuelo moral cuando rescata el cuerpo de un niño que le recuerda a su hijo y busca a un rabino para darle sepultura. Es el relato de un hombre atrapado en una situación espantosa, limitado en el espacio y en el tiempo. Es el infierno en su máxima expresión. Es como esas películas de terror en las que la amenaza se intuye en vez de mostrarse con su cruel faz. Es una trama muy oscura en la que también se palpa un gran sentimiento de esperanza. Es un filme filmado con rigor que lo sitúa entre los mejores títulos que han analizado el holocausto. Es una de las obras maestras del cine contemporáneo.

    Sin llegar a esta altura artísitca, otros títulos recientemente estrenados en Zaragoza resultan de todo recomendables: ‘Sufragistas’ (Sarah Gavron), interesante producción que relata la lucha por el voto de las primeras mujeres en la Inglaterra de la década de 1920; ‘No es mi tipo’, del belga Lucas Belvaux, inusual comedia con ribetes malévolos realzada por ese tono agridulce tan propio de la literatura francesa, con Gustave Flaubert al frente, cuya premisa argumental se centra en una peculiar relación entre un joven intelectual ‘avant la lettre’ y una dicharachera peluquera de provincias; ‘Spotlight’ (Tom McCarthy),  gran homenaje al periodismo de investigación; ‘Carol’, tercera parte del inconmensurable ciclo de películas con las que Todd Haynes ha restituido, desde la modernidad absoluta, la esencia del melodrama clásico norteamericano, adaptando la novela ‘El precio de la sal’,  de Patricia Highsmith, o ‘¡Ave, César!’ (Ethan y Joel Coen), radiografía sardónica, de aliento satírico, acerca de los últimos años de la edad dorada hollywoodense, con relecturas de clásicos como ‘Quo Vadis’, ‘Ben Hur’ o ‘Un día en Nueva York’, en un divertimento acaso menor, sí, pero siempre de agradecida farsa alocada.

    También merecen la pena ‘La ley del mercado’ (Stéphane Brizé), dura propuesta de cine social con un protagonista humillado y desamparado en su tragedia familiar; ‘El renacido’, del mexicano Alejandro González Iñarritu, ambiciosa y algo grandilocuente historia de persecución y supervivencia basada en una novela de Michael Punke, de crueldad y sufrimiento máximo, de naturaleza extrema, ya contada por Richard Sarafian en ‘El hombre de una tierra salvaje’ (1971), antes del original literario; ‘Zootrópolis’ (Byron Howard y Rich Moore), acertada animación de la casa Disney, que no resulta nada empalagosa, en la tradición de las fábulas protagonizadas por animales (Esopo, Fontaine, Samaniego, Grassa Toro), con guiños cinéfilos memorables (‘El padrino’), referencias a las novelas de Raymond Chandler y altas dosis de humor y misterio, o ‘Anomalisa’ (Duke Johnson y Charlie Kaufman), otro bello ejemplo de animación, una ‘stop motion’ para públicos adultos, a la vez una comedia tristísima y un melodrama introspectivo, hondo, la historia de un hombre que busca escapar de su anodina existencia en una reflexión ciertamente afortunada sobre la memoria y la identidad.

    Tampoco hay que perderse ‘La juventud’, elegante relato, acaso demasiado anecdótico por las ansias retóricas y ampulosas del cineasta italiano Paolo Sorrentino, sobre dos ancianos puestos frente a la verdad de sus vidas, la fugacidad de las cosas, la fragilidad del amor y la caducidad de la belleza; ‘Mia madre’, de Nanni Moretti, emotivo recuerdo a la madre del cineasta italiano fallecida durante la fase de montaje de su ‘Habemus papam’ y el dolor que produce la muerte de alguien muy cercano e irreemplazable; ‘La gran apuesta’ (Adam McKay), tan inteligente como alambicado relato sobre la quiebra del sector inmobiliario y el colapso económico que dio paso a la crisis del 2008, según el libro de Michael Lewis; ‘Steve Jobs’ (Danny Boyle), interesante aproximación a la controvertida figura del creador de Apple, superior a otras biografías más o menos recientes, o ‘Maggie’ (Henry Hobson), historia en clave íntima de la transformación, en registro zombi, de una adolescente que ha sido mordida por un infectado.

    Y del horror mutante al wéstern cinéfilo tarantiniano. Tradicionalmente, las películas del oeste han representado el estado norteamericano en el periodo que se realizaron. No hay otro género que refleje mejor la época en que se han hecho. Los wésterns de los años treinta del siglo veinte eran muy simplistas y mostraban al bueno y al malo sin matices. En la década de 1950, que es la edad de oro del género, los años de Eisenhower, se vendía el ideal americano, pero también se empezó a entender el conflicto racial y a mostrar cierta simpatía hacia el indio. Más tarde llegaron los espaguetis –y las paellas y las salchichas- de los 60, los wésterns pacifistas y ecologistas de la era jipi, el enfoque cínico, desencantado o nihilista de los 70, en pleno Watergate, y el retorno a la épica de los 80, con películas como ‘Silverado’, tan representativas de la etapa Reagan. Luego aparecieron, en la época de entresiglos, ‘Tombstone’ y algunos tostones más, repletos de influencias de los peores wésterns italianos, tonterías esteticistas y unas puestas en escena de particulares incompetencias. Y en plena etapa Obama, ya en el siglo veintiuno, aparece el genialoide Quentin Tarantino, en su mezcla de subgéneros, y su nuevo collage posmoderno ‘Los odiosos ocho’, una historia salvaje en la que se permite autohomenajearse jugando con el recuerdo de su ópera prima ‘Reservoir dogs’ (1992), con el mismo escenario limitado y único.

    Se trata de un wéstern que transcurre en el mismo periodo de la historia de Estados Unidos que su anterior ‘Django desencadenado’ (2012), justo después de la guerra civil, pero cambiando esta vez las plantaciones de algodón del Mississippi por las montañas nevadas de Wyoming. Allí, en medio de una tormenta de nieve, un cazador de recompensas y su prisionera buscan refugio en una parada de diligencias y se ven las caras con una colección de infames personajes. Atención al personaje de rostro demoniaco que interpreta Jason Leigh, una tía dura que espera su oportunidad para descargar toda su bilis como representación de lado más salvaje de una América que arrastra las heridas de la guerra de Secesión.

    Lleno de matices insólitos, Tarantino, aunque no produzca ese poso de transformación del que hablaba Balló, juega con la perversión y la cinefilia, el sicodrama y el sadismo. La firmeza de la planificación, los jugosos diálogos (“la ley puede matar, porque cuando la ley mata no es asesinato, es castigo”), el cínico guion, la violencia seca y elíptica y una indiscutible potencia visual conviven, sin embargo, con un amor por la desmesura que funciona por acumulación y elimina el rigor dramático. Una dramatización del enfrentamiento criminal entre los numerados personajes del título que se inspira, fíjense, en Agatha Christie y sus ‘Diez negritos’. Su visión del oeste es lenguaraz y bromista, y el tono de farsa pasa factura a un filme que, además, acumula un metraje desmedido. Al igual que en el ‘Django’ de Sergio Corbucci, aquí la referencia es otra película del realizador italiano (‘El gran silencio’, 1968). Quentin, al fin y al cabo, se ha vuelto el mono con navaja del cine. Cuando el árbol cae, los monos se dispersan; pero el árbol aguanta en su inmensidad, no se troncha y se enfundan las navajas.

    La película que sí es inmensa, y no por desmesurada, es la adaptación del clásico de Shakespeare ‘Macbeth’, una producción británica concebida como un ensayo abierto a lo fantástico, con fidelidad al texto y un estilizado tratamiento de la violencia que consigue un gran impacto visual. El director –el australiano Justin Kurzil- lanza una gran obra que da cuerpo a las palabras shakespeareanas con una aplastante rotundidad, en la versión más sucia y sanguinaria conocida. Esta historia del duque de Escocia que, por la predicción de unas brujas, comienza a ambicionar la corona y, alentado por su esposa, acaba asesinando al rey para ocupar su trono, ya fue llevada a la pantalla, con resultados igualmente óptimos, por Orson Welles en 1948 y por Roman Polansky en 1971. Como aquellos, el ‘Macbeth’ de Kurzil es un personaje atormentado y espectral, casi tétrico, una tragedia de rigurosa y sofocante fuerza física y formal. Y radicalmente amarga.

    Todo lo contrario de ‘El puente de los espías’, que pudo ser una gran película y no lo es. Este thriller, al que le falta brío y le sobra condescendencia, acerca de un abogado de Brooklyn a quien la CIA le encarga negociar la liberación de un piloto de un avión estadounidense capturado, es una de las realizaciones más conservadoras y patrióticas de Steven Spielberg. Es como una adaptación de una novela de espionaje de las de John Le Carré hecha por el Capra de ‘Caballero sin espada’ (1939). Y es que el abogado interpretado por Tom Hanks no anda muy lejos del que en su época hiciese James Stewart, hasta el punto de que sus acciones parecen guiadas por ese espíritu navideño más yanqui en plena guerra fría. El retrato que hace el director estadounidense de las diferencias entre el paraíso capitalista y el infierno comunista es maniqueo. El prisionero soviético tiene derecho a un abogado, cosa que el americano no. Así, para bien o para mal, ‘El puente de los espías’ es ni más ni menos que una película de Spielberg. Con este hombre, decididamente, no hay manera. Como la canción.

    Y con el tema cantado por Coque Malla termino. Porque ni ‘Zoolander 2’, ni ‘Deadpool’, ni ‘La corona partida’, ni ‘Creed, la leyenda de Rocky’, ni ‘Cuando cae la nieve’, ni ‘Embarazados’, ni ‘Pesadillas’,  ni ‘Reverso’, ni ‘Incidencias’, ni ‘El desafío’, ni ‘Legend’, ni ‘Ocho apellidos catalanes’, ni ‘Mad Max, furia en la carretera’, ni ‘Alvin y las ardillas: fiesta sobre ruedas’, ni ‘Star wars: el despertar de la fuerza’, ni ‘Joy’, ni ‘La quinta ola’, ni ‘Jem y los hologramas’, ni ‘La verdad duele’, ni ‘Mejor… solteras’,  ni ‘La chica danesa’, ay, crean ese “revuelo hasta ese momento desconocido” al que se refería el profesor catalán. Con el permiso de Spielberg, claro.

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