Por José Joaquín Beeme
Jacques Becker abre en 1958 los retratos fílmicos de Amedeo Modigliani. Los amantes de Montparnasse (Montparnasse 19) nos pasea por una París lluviosa y gris de cuartos austeros, amantes maternales y míseros cafetines densos de humanidad.
Un Gérard Philipe afilado, extrafino, demasiado francés para dar los abismos autodestructivos del artista de Livorno, se mide expresamente con Van Gogh en su insobornable ideal de pureza y disolución: murió, por tiranías del hígado, casi a la misma edad que su personaje. La película elabora elementos verídicos: la relación de patronazgo con su amigo el poeta Zborowski, casi un Théo salvífico; la primera y fracasada exposición en la galería Weill; sus errancias nocturnas bajo interminables borracheras; pero ignora la importante etapa escultórica, pasa por alto tanto los embarazos como el suicidio de Jeanne Hébuterne (una samaritana Anouk Aimée todo el tiempo obnubilada ante el genio que le ha tocado en desgracia) e introduce, y es mérito del guión de Becker y Max Ophüls (a partir de Les Montparnos, novela de Georges-Michel), la figura carroñera del marchante Morel, interpretado por un episódico, viscoso Lino Ventura.
Una serie televisiva, en cambio, pudo permitirse ahondar en los detalles biográficos. En 1989 Franco Brogi, hermano menor de los Taviani, dirige Modì para la RAI en tres capítulos. Una visión menos melancólica que la de Becker, más vitalista, también más filológica, pues arranca del nacimiento e infancia livorneses, en el seno de una acomodada familia sefardí, y sigue al artista de la mano de Maurice Utrillo, su guía virgiliana en el París del vanguardismo (simples garabateadores, para sus amigos cisalpinos, aquellos culistas), donde cundía la nutrición del alma y el néctar de los dioses no menos que las chinches, que hacían estallar en hogueras de clochard o tenían a raya en fosos de agua bajo el lecho del guardillón. Hay, sin duda, más realismo en esta aproximación: se detiene en las toses perrunas del tísico, en sus violentos estertores; vemos las crudas peleas de pareja pobre; aspiramos casi la cocaína esnifada que daba su “alquimia interior” al impávido italiano. Que también peina aquí los cafés, ofreciendo no ya dibujos sueltos a 5 francos, sino retratos en vivo con el precario apoyo de su carné blanco abierto de par en par. Está, sí, la escultura: pedrones robados a la compañía del ferrocarril que devastaba en un viejo almacén junto al Arno, o ese mármol de vena fantástica en las canteras toscanas; también es importante aquí, como lo fue, el marchante Guillaume, que le conseguía frustrados encuentros con millonetis del coleccionismo, y la bella polaca Lunja Czechowska, que cerraba el triángulo último de sus amores. Y, de nuevo, la policía moral (en un contexto de acusaciones de derrotismo) imponiendo crespones negros a sus desnudos exhibidos en el escaparate de las galerías. Y ese sobrio final que enmarca a la huérfana Giovanna, luego principal biógrafa de sus padres, saludando a los retratos de esos jóvenes de mirada remota, tan hermosos como desconocidos.
El Modigliani del escocés Mick Davis, en 2004, se centra en los últimos tiempos del pintor, con algún que otro flashback. Andy García, torero y retador, espectaculariza aquellos días turbios en una suerte de bohemia dorada, con un aire a veces aflamencado, continuos golpes de escena y romanticismos de videoclip, como marcarse un baile sobre el empedrado nocturno a las notas de la Vie en rose, que la Piaf grabaría sólo décadas más tarde. Dos ejes dramáticos vertebran esta historia: los continuos duelos con Picasso, aquí un cretino narcisista acompañado siempre, cual diestro empistolado, de su cuadrilla de brega (Utrillo, Soutine, Rivera, Jacob, Cocteau, madame Stein…), y los violentos rifirrafes con Hébuterne padre, puritano y antisemita, que no tolera la deshonra en familia. Esta santa indignación, lo mismo que los piques picassianos, son imaginativas licencias que buscan a un público contemporáneo, sediento de zurra, y por esa misma razón la puesta en escena no desdeña ninguna oportunidad medianamente escabrosa: los demenciales encierros del compinche Utrillo, los aturdidos fumaderos de opio, los barruntos de muerte en pleno delirium tremens, la voz de la conciencia encarnada en un Modi niño que le confidencia desde cualquier rincón. Se recrea, como hiciera la miniserie, el encuentro con el Gran Viejo de la Pintura, Auguste Renoir, quien desde su lúcida invalidez tacha de loco, no sin cierta complicidad, al joven e irruente italiano, y le recordará bailando pletórico y alegre, botella en ristre, en torno al Balzac de Rodin. Mientras que, lisa y llanamente, se inventa un salón-concurso de pintura que por 5.000 francos enfrenta a los primeros pinceles del todo París y que gana Modi en el mismo momento en que, tras encurdarse en un barucho, unos gachós le apalizan dejándole medio muerto bajo la nieve. Con todo, que Picasso y su eterno rival (sobrevivido en su niño-ángel de la guarda) se cojan de la mano saliendo del Père Lachaise, no deja de ser conmovedor.
Con todos esos antecedentes, ¿qué podía aportar Johnny Depp al modiglianismo cinematográfico? Su Modì, tres días en Montparnasse (2024), al desarrollar una pieza teatral de Dennis McIntyre, corta por lo sano: no sólo reduce las unidades de tiempo y espacio, unas sórdidas calles parisinas malamente iluminadas, también los personajes del drama: el trío calavera Modigliani-Soutine-Utrillo, puro esperpento andante, y el solo, intenso cuelgue del artista con su musa y protectora Beatrice Hastings, escritora feminista y teósofa que envió las primeras reseñas al semanario londinense de arte y literatura The New Age: de rechazar inicialmente al desaliñado y salvaje italiano a una rara fascinación por su espiral creativo-destructiva. Son tres días en alas de la locura, como quiere el título original guiñando a Baudelaire, días empapados en hachís y ríos de alcohol, salpicados de sangre negra, cruzados de premoniciones de muerte repentizadas en soldados zombis de la Gran Guerra y en médicos de la peste para una Comedia del Arte fúnebre y corvina. Riccardo Scamarcio, en su transcripción del bohemiazo Dedo, queda lejísimos de los actores que le precedieron pero añade negrura, autoironía, realismo sucio, verdad. Su entrevista con el rico coleccionista Cheron (impagable Al Pacino) es un momento cenital, porque negándose a malvender sus cuadros levanta un rabioso manifiesto a la independencia del arte cuando aún no se había degradado a mal chiste y tóxico humo de mercado. No hay sombra, pues, del postizo y derrochón “Príncipe de Jerusalén” en esta última tentativa de visualizar al tremendo Maudit; de su fatal meningitis, que le hermanaba a Brancusi, o de su trágica salida de escena. Tampoco de Jeanne, que en un reciente docudrama de Valeria Parisi se erige en voz de ultratumba a vueltas con los Cantos de Maldoror (siempre en el bolsillo de Modi). A cambio, Depp experimenta con divertidos paréntesis en blanco y negro al más puro estilo del cine cómico coetáneo y no hace concesiones (o casi) al glamour que, también es maldición, hermosea a posteriori a paupérrimos utópicos inmolados en el altar del arte. Acaso habremos de perdonarle un desliz españolizante, cuando Modi amaga unos pases de muleta a su dantesca Beatrice entre las lápidas de un cementerio, atribuible tanto al delirio narcótico como a la latinidad sincrética que gusta mucho en Yanquilandia.