Por Don Quiterio
Parece que la cultura se ha convertido en escaparate, en adorno, en un bien superfluo. Pura entelequia. “Toda la vida de las sociedades en que reinan las condiciones modernas de producción se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos y todo lo que antes era vivido directamente se ha alejado en una representación”.
Lo escribió Guy Debord, hacia 1967, en ‘La sociedad del espectáculo’. La película con más celofán, con más disfraz, fue la gran perdedora de los premios Goya en su trigésima edición. Pura paradoja para una gala despolitizada, no fuera que alguien se acordara de los fraudes en taquilla. Acaso el verdadero disfraz sea vestirse en mangas de camisa (fuera el esmoquin), aunque al actor de la película de la zaragozana Paula Ortiz no le sirviera de mucho. La cultura, en efecto, debe ser prioritaria, no decoración.
En los Goya, como en la vida misma, no hay alegría sin decepción, por mucho que los artistas y los técnicos insistan (y hacen bien) en que el cine no da ganadores ni perdedores, sino que todos suman a una causa común. Mienten, aunque se dieran muchos besos y abrazos, porque esta es una profesión llena de egos y vanidad. Una profesión en la que todos se dan codazos por figurar, pese a que en público se abrecen y besen mucho. Una profesión en la que casi nadie valora el trabajo ajeno.
‘La novia’, que así llama su autora a la tragedia lorquiana de la boda sangrienta, se presentó al hotel Auditorium de la madrileña avenida Aragón –ahí está el detalle, Cantinflas mediante- con doce candidaturas y salió de él con apenas dos, menores: a la fotografía de Miguel Ángel Amoedo y a la actriz de reparto Luisa Gavasa. Muchos pretendientes para una novia que, a la hora de la verdad, la dejaron en la estacada. La aragonesa, en el papel de esa madre que todo lo pierde, recogió el cabezón más contenta que unas castañuelas, con su chirigotesco peinado realizado por Javier Reyes como para tomar las de Villadiego. ‘La novia’, en fin, fue la gran perdedora de los Goya. No pasa nada. Ahora vienen los Simón y se llevará el premio gordo. No tendrá que competir con ‘Truman’, un hueso demasiado duro de roer, sino con la adaptación que hizo el vasco Urresti de la novela homónima del madrileño Mena. Bendita calamidad.
Ricardo Darín y Javier Cámara triunfaron goyescamente por sus interpretaciones en ‘Truman’, el título de más calado en las nominaciones, que también se llevó cabezones a la mejor película, mejor dirección y mejor guion original, con la firma de Cesc Gay y la de Tomás Aragay. El perro no se llevó ningún cabezón, y eso que está fabuloso en su acompañamiento de un amo que debe enfrentarse a la muerte de forma inminente, situación que le obliga a ordenar y organizar el tiempo que le queda. Es el perro que da nombre al todo. Y, así, ‘Truman’ solo perdió en una de las categorías, la del montaje. A Natalia de Molina también le gustaría ser “chica Cesc Gay”. O eso dijo. Y no pudo evitar el llanto, por aquello de la emoción. Vale. Fue la ganadora del premio goyesco a la mejor actriz por ‘Techo y comida’, dando vida a una madre de un niño de ocho años que está a punto de ser desahuciada por no pagar el alquiler, y eso la empuja a aceptar trabajos temporales y mal remunerados, e incluso a vender objetos que encuentra en la calle. Un cuento moral sobre la degradación del individuo.
Irene Escolar consiguió el cabezón a la mejor actriz revelación por ‘Un otoño en Berlín’, de Lara Izagirre, en el papel de una joven que no se siente de ningún sitio, y agradeció al gerente en funciones del teatro Principal de Zaragoza, Rafael Campos (y al taxista que la condujo a toda leche a la estación Delicias), que adelantara la sesión de ‘El público’, versión de Álex Rigola, para llegar a tiempo a la gala. Llegar y besar el santo, vamos. La vida es así, tan caprichosa: te cesan en tu tierra por hacer barra y luego te reconocen nacionalmente. O por decirlo mejor: apostamos por una compuesta y sin novio Inma Cuesta, que se puso en manos de algún estilista fetén -iba mejor vestida y peinada que en otras ocasiones-, y el cabezón lo teníamos en nuestras narices, en nuestras tablas unas horas antes con otra actriz lorquiana de gira por la capital del Ebro. Ni los caprichos de Goya.
El compositor Lucas Vidal se llevó a casa dos cabezones, uno a la banda sonora por ‘Nadie quiere la noche’, película de Isabel Coixet que también tuvo premios al diseño de vestuario, a la dirección de producción y al maquillaje y peluquería, y otro -junto a Pablo Alborán- a la mejor canción original por ‘Palmeras en la nieve’, la adaptación del bestseller de la montisonense Luz Gabás, que también obtuvo otro galardón para Antón Laguna en la dirección artística. ‘El clan’, del argentino Pablo Trapero, ganó el cabezón a la mejor película iberoamericana. Y la mejor película europea fue a parar a ‘Mustang’, de la francesa de origen turco Deniz Gamze Ergüren.
Casi todo el envite, más allá del tumulto político, acudió de rigurosa etiqueta, con su pajarita y su canesú. Recuerden que, durante años, a Pierce Brosnan le prohibieron aparecer de esmoquin en cualquier película que no fuera de James Bond. La política, en fin, se ha degradado tanto que devino en puro espectáculo de esmoquin. Queda claro, los disfraces son para el cine. Y los nominados sonreían, enseñaban los dientes (la Ortiz recordaba el relinchar de su caballo lorquiano) y confiaban en la suerte. Eran los gestos de los Goya.
Como el de Daniel Guzmán, el lágrima, que consiguió el cabezón a la mejor dirección novel por ‘A cambio de nada’, interpretada por su abuela nonagenaria -la que competía con la Gavasa-, a la que no paró de recomendar a sus compañeros de fatigas (“tiene fechas libres”, les informó), y por el chaval Miguel Herrán, quien obtuvo el de actor revelación e hizo el mejor discurso de agradecimiento de la gala, sobre el cine como ventana, como trabajo, como conocimiento, como esperanza. Y sin esmoquin, mira por dónde, esa prenda, ya saben, de doble uso: lo usan los de arriba, los de la casta, los patricios, los títeres, pero también los de abajo, la turba, los camareros, los titiriteros. Todos a la cárcel.
¡Ah, los titiriteros! La caverna se lleva mal con la disidencia cultural. Es una de las cosas que peor tolera. A lo más puede consentir alguna pegatina en la entrega de los cabezones y hacerle una broma al ministro, pero que después de lo sucedido Juan Diego Boto se dirija a todo el glamurerío presente en la sala y a la millonaria audiencia televisiva con un “¡Buenas noches, titiriteros!”… eso es algo que no se puede consentir. Otro para la lista negra. O les ríes las gracias a estos impresentables de la caverna y entras en su juego o se rompe la baraja.
El zaragozano Javier Macipe no pudo conseguir su preciado cabezón (su corto ‘Os meninos do rio’ es estupendo, por otra parte), que se lo llevó José Luis Montesinos por ‘El corredor’ (también estupendo). Tampoco tuvieron suerte los aragoneses Jesús Bosque en su nominación de director artístico ni Carla Pérez de Albéniz en la de directora de producción. En total, se entregaron veintinueve estatuillas, repartidas entre Alfredo Navarro (documental ‘Sueños de sal’), Enrique Gato (película de animación ‘Atrapa la bandera’), ‘Alex O’Mill y Patxi Uriz (corto documental ‘Hijos de la Tierra’), Daniel Martínez de Lara y Rafael Cano (corto de animación ‘Alike’), o Lluís Castells y Lluís Rivera (efectos de ‘Anacleto, agente secreto’). Y también ‘El desconocido’, película con la que sus autores esperaban buena acogida del público y los mazazos de los críticos, obtuvo dos premios en las categorías técnicas (sonido y montaje). Los premios, ya lo dijo Thomas Berhnard, son el modo de hacer inofensivo al artista, contentándolo.
Casi nadie, pues, se fue de vacío, ni siquiera Fernando León de Aranoa (mejor guion adaptado por ‘Un día perfecto’), para quien pasaron los tiempos de protestas como la que hace unos años encendió descamisado. Y el cabezón se lo entregó el escribidor peruano, a quien la tía Isabel, sin la bandeja de Ferrero Rocher, le controlaba desde el patio de butacas. Un patio, por cierto, en el que se avistó un pelucón de un gordo y renqueante Andrés Pajares, nuevamente emparejado a Fernando Esteso, que sigue actuando. “Nosotros”, dijeron chuscos, “hemos venido por Mariano. Por Mariano Ozores, no por Rajoy”, en referencia al único presidenciable que faltó en el escaparate de la gala. La versión cañí, maldita sea, de Jack Lemmon y Walter Mathau. Casta pura.
Los académicos de la cosa no creyeron oportuno nominar a películas de la enjundia y categoría de ‘Un día perfecto para volar’, de Marc Recha, ni ‘La academia de las musas’, de José Luis Guerín, ni ‘Las altas presiones’, de Ángel Santos, ni ‘El apóstata’, de Federico Veiroj, ni ‘Los exiliados románticos’, de Jonás Trueba, ni ‘Los héroes del mal’, de Zoe Berriatúa, ni ‘El camino más largo para llegar a casa’, de Sergi Pérez, ni ‘Todo es vigilia’, de Hermes Paralluelo, ni ‘O futebol’, de Sergio Iksman y Carlos Muguiro. El año que triunfó ‘La soledad’, de Jaime Rosales, parece la excepción que confirma la regla. Y la regla es seguir tirando balones fuera y arriesgarse lo justo. Bendita calamidad.
En su primera cita como presidente, Antonio Resines apareció con muleta y fue rápido en su discurso, para dar ejemplo y no dar el tostón. Sin molestar. Sin llamar la atención. Sin audacia. Eso sí, mandó un abrazo solidario “a los que mantienen abierto un videoclub”, creyéndose estar interpretando cualquier disparate (o pelotazo) nacional a las órdenes de Mariano Ozores, el honorífico. La velada estuvo amenizada por el mago Jorge Blass, que tuvo la oportunidad de lucirse y la desaprovechó (que lo contrate su padre), y un otoñal Joan Manuel Serrat cantando al socorrido cine Roxy y sus fantasmas, bien acompañado de una dinámica banda. Casi, casi, como el bigote de Adolphe Menjou. Por su parte, el presentador de la ceremonia, Dani Rovira, derrochó zalamerías, estuvo gracioso y llamó a la película de la Ortiz ‘Lorca, la ballena asesina’, aquella versión shakespereana de la tragedia en el mar, de aire fatalista, donde el espectador podía ponerse un poco al lado de la orca y de su venganza contra los cazadores humanos. También estuvo el presentador especialmente punzante en sus puyas a Montoro y al plasma de Rajoy, pero sin ese pellizco de genio que lo haga inolvidable. Y se marcó un número musical con Berto Romero. Viéndoles, ay, añoraba uno a Valerio Lazarov.
El ritmo de la gala, que empezó con la americanada musical de rigor, fue tal que uno pensaba que habría presidente antes de que terminara. La academia, ese lugar tan amble con el poder, rindió, casi al final, sendos homenajes a Mariano Ozores (cabezón de honor entregado por sus sobrinas Emma, la dulce, y Adriana, grande donde las haya) y a Luis Buñuel. El yin y el yang. El agua y el aceite. De ‘Dormir y ligar, todo es empezar’ a ‘Viridiana’. De ‘Jenaro, el de los catorce’ a ‘El ángel exterminador’. De ‘El erótico enmascarado’ a ‘Nazarín’. De ‘Los bingueros’ a ‘La vida criminal de Archibaldo de la Cruz’. De ‘El calzonazos’ a ‘El discreto encanto de la burguesía’. De ‘¡No, hija, no!’ a ‘Simón del desierto’… Unos pobres montajes aleatorios con algunas de las imágenes de estas películas sirvieron para poner la guinda, con o sin licor, al desaguisado. Menos mal que una representación de tamborileros de Calanda puso las cosas en su sitio. A golpetazo limpio. Sin tonterías.
El núcleo duro de la cultura zaragozana apostaba en estos premios goyescos por el cine aragonés (signifique lo que signifique lo de “cine aragonés”), pero catalanes, sobre todo, y andaluces y gallegos se dejaron notar al ritmo del estruendo de los bombos y tambores del Bajo Aragón. Unos tambores de Calanda que no acompañaron las imágenes de Buñuel, sino a la inversa –como homenajear a Hemingway con un encierro-, pero sirvieron para despertarnos del susto Ozores y familia. Pero la gente, de pie, aplaudió a rabiar la ozorada, sin darse cuenta de que aplaudía su ruido. La imagen, ya saben, siempre detrás del ruido. La sociedad del espectáculo. ¡Vivan las caenas!