París, 1967 /Julio José Ordovás


Por Julio José Ordovás

   Léo Ferré cantando ‘La Mélancolie’. La monotonía de la lluvia tras los cristales de un bistró.

     Los árboles tristes de las Tullerías. La infernal Notre-Dame enmudecida y sedienta de sepulcros sin amor. Los escaparates voluptuosos de las pastelerías. Los callejones en los que acechan el peligro y el placer. La calavera de Villon. El violín de Verlaine. La pistola de Rimbaud. Las carcajadas feroces de Baudelaire.

   Julio Antonio Gómez se levanta con esfuerzo de la cama, se despereza como los tigres del zoo, se lava la cara con agua fría, pega la nariz al cristal sucio de la ventana, sigue lloviendo, pone a calentar una cafetera en el hornillo, enciende el primer Chesterfield del día, lee en voz alta un poema bastante malo de un poeta sudamericano con el que a punto estuvo de acabar en la cama la otra noche, sonríe tiernamente y, venciendo la pereza y la resaca, se sienta a la máquina de escribir.

   A su amigo Luciano Gracia lo llama, cariñosa y aragonesamente, Lucianico, y, con el corazón entre los dientes, le escribe: “Han pasado tantas cosas, tantísimas cosas. La vida aquí es intensa, casi delirante a veces. He pagado poco a poco, dolor a dolor, el precio que París nos exige a todos y ahora parece (parece) que logro ver un poquito de azul en el cielo. He hecho muchísimas cosas: desde fregar con lejía las escaleras de los franceses hasta gastarme en una noche mil nuevos francos para el amor y el champagne. De todo. No me avergüenzo de nada, ni me arrepiento. Al contrario, le estoy agradecido a París porque me ha demostrado que aún estoy joven para estas cosas. Qué alegría. Lentamente muere el pequeño oficinista de La Adriática y nace un tipo que lo creo mejor y más sano. ¿No crees que merecía la pena?”.

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