Los amigos de Buñuel… o Jean-Claude y los demás / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano

   Para Luis Buñuel, la amistad, como la solidaridad, ha de ser discreta, y privada, y presumir de ella es una grosería cuando encima no se aporta nada.

     Ningún acto de este tipo es creíble cuando media la propaganda. Frente al uso y abuso que se hace de la figura del calandino, y con motivo de la celebración este año del ciento veinticinco aniversario de su nacimiento, nuestro compañero de fatigas Antonio Tausiet ha confeccionado el hermoso y delicado libro ‘Los amigos de Buñuel’, una publicación del Instituto de Estudios Turolenses y Cosmos Fan, con el ilustrador José Luis Cano al frente de las ilustraciones, que presentaron recientemente en el zaragozano paraninfo universitario, acompañados por Ana Asión y José Ángel Delgado. Junto a ellos, Alfonso Desentre declamó unos fragmentos de ‘Mi último suspiro’, las memorias del cineasta redactadas por Jean-Claude Carrière.

   De los supuestos expertos, especialistas y estudiosos del cineasta aragonés, o así, no había nadie en el recinto universitario. Como en el cuento de Cortázar, fui el único superviviente del planeta Tierra y llamaron a mi puerta. Sea como fuere, ‘Los amigos de Buñuel’ es un tributo a algunas personas que han sacado lo mejor del calandino y que ocupan un lugar muy confortable en su verdadera patria. Y vistos a través de la óptica de la admiración y del afecto, aunque con los buenos sentimientos solo se consigue, ya se sabe, mala literatura. La buena literatura, empero, es un gitano escapando de la guardia civil. Ya decía Perich que los verdaderos amigos se pueden contar con los dedos de una oreja. El resto, maldita sea, son conocidos o simples saludados.

   Francisco Javier Millán, un auténtico conocedor del universo buñueliano, y que siempre ha sido ninguneado por los popes de la cosa -otro más-, subraya que se trata de “un libro casi de coleccionista, de pequeño formato y que es una delicia para ir adentrándose en las figuras del siglo XX con las que Buñuel tuvo amistad o algún tipo de relación; desde su juventud a su implicación en las vanguardias del París de los años veinte, su estancia en Estados Unidos, su exilio en México y su regreso al cine europeo a partir de los años sesenta”.

   Todo suena dodecafónico ya en estas cosas del querer (quien no es afín al núcleo duro provinciano aragonés que se vaya olvidando) y se escucha un temblor lejano en los ninguneos de la cultura establecida. Ando por el filo de una navaja que puede dar puñaladas en el aire y dejarme deshuesado, descarnado, inservible, listo para cumplir con una misión gloriosa: aplaudir y corear. No es que no exista espíritu crítico, es que estoy hablando de que no se sabe deslindar lo que es propaganda de lo que es información. Basta con tener un espacio de signos en negro sobre una hoja blanca para darme por satisfecho. Empiezo por la humildad y la reflexión: menos demagogia, menos publicidad, y más acción cultural. Para no volver a la previsible carga de la brigada ligera. La cercanía o lejanía al culto, que suele confundirse con la cultura, no puede servir de elemento determinante. Ni la propaganda o la ausencia de la misma pueden ser los vectores de la rebeldía, ya blanda e inane.

   En cualquier caso, a mí me da que el mejor amigo de don Luis, ya en su última etapa, fue Jean-Claude Carrière, quien en su libro ‘Buñuel despierta’ hace un acto de amor y de verdadera amistad hacia su maestro, y acaso por eso mismo el volumen de Tausiet debiera haberse titulado ‘Jean-Claude y los demás’. Carrière radiografía su sensación de vacío, de hueco interminable, tras la muerte del amigo, porque un hombre solo ante un precipicio es un hombre consciente de su miedo, de su libertad radical y del sentido profundo del tiempo. Del suyo. Del de todos. Kierkegaard lo llamaba angustia. Y depositaba en manos de esa sensación paralizante y terriblemente lúcida la clave para dar el sentido a casi todo.

   Tausiet, en su libro, habla de ciento cincuenta y siete personas especiales que fue conociendo Buñuel en los lugares donde vivió, ofreciendo una pequeña historia del siglo veinte, una suerte de diccionario de amigos con su píldora biográfica y su caricatura correspondientes: el historiador del cine francés Georges Sadoul, el pintor surrealista catalán Salvador Dalí, el empresario vasco Ricardo Urgoiti, el pintor cubista francés Fernand Léger, el poeta vanguardista salmantino Pedro Garfias, el escritor mexicano nacido en Panamá Carlos Fuentes, el poeta y dramaturgo granadino Federico García Lorca, el pintor y escultor alemán dadá Max Ernst, el artista y ajedrecista francés Marcel Duchamp, el productor y crítico de cine zaragozano Eduardo Ducay, el poeta y cineasta vanguardista francés Jean Cocteau, el escritor comunista cubano Alejo Carpentier, el escultor estadounidense Alexander Calder, el cirujano gallego José Luis Barros, el escritor socialista parisino Max Aub, el crítico de cine zaragozano José Francisco Aranda, el cofundador francés del surrealismo Louis Aragon, el productor mexicano Gustavo Alatriste, el artista y pedagogo anarquista oscense Ramón Acín, los actores y actrices Silvia Pinal, Jeanne Moreau, Francisco Rabal, Fernando Rey, Michel Piccoli…

  Como recuerda Tausiet en su publicación, Buñuel apuntaba en un cuaderno los nombres de sus amigos desaparecidos, por orden alfabético, y así le permitía recordar a tal o cual personaje que, sin ello, habría caído probablemente en el olvido, en una especie de libro de los muertos. Pero a Carrière se le murió antes Buñuel y ese su texto del ‘despertar’ es el tiempo detenido en la piel putrefacta del calandino, dedicando el autor a su amigo el último acto surrealista. El tradicional “descanse en paz” (‘requiescat in pace’, RIP) tiene aquí un paréntesis para un ejercicio literario de primer orden. El motivo para no dejar descansar al muerto está justificado para rendirle pleitesía y acaso ‘oírle’ por última vez.

   No hay constancia de que los cadáveres escuchen los discursos de los vivos. Al volver a leer ‘Buñuel despierta’, entrada ya la madrugada, me fui a dormir. Me acosté con la boca pastosa y mi embotada cabeza era un torbellino de imágenes surrealistas. Dormía, esto es, y por los vapores del subconsciente caminaba el arriba firmante completamente muerto. No soñaba que moría. Nadie se sueña en el momento de desaparecer. Despertamos antes. Decrépito, extrañamente taciturno y con unas largas barbas absurdas, me miraba al espejo. ¿Seré la reencarnación de Simeón, el elitista? Sabía que el espejo devuelve la imagen de lo que somos, no de lo que quisimos ser.

   Me miraba, sí, y lo hacía tan difunto como atónito. Catatónico incluso. ¡Jean-Claude, despiértame! Y el libretista francés, con su discreto encanto burgués y el consentimiento de Antonio Tausiet, a lo suyo. ¡Abajo las caenas!

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