
Por María Dubón
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A todos nos obligan a vivir. La vida no es un acto voluntario, nos viene impuesto, y los resultados de vivir no siempre son buenos.
No elegimos la vida que tenemos, ni sus circunstancias, aunque hemos de apechugar con ellas y hacer de esta obligación algo positivo que se convierta en el aliciente diario que nos mueve.
Pero a veces, por más que lo intentas, la vida es un suplicio, un lugar del que apetece escapar. Cada día es una espantosa experiencia y la fuga parece la única salida, porque pocos son los momentos que se desean vivir. Se arrastra esa carga que hunde la esperanza de mantenerse a flote, sin ganas de luchar, cansado, terriblemente agotado. La confianza, la ilusión y cualquier otro impulso positivo se han volatilizado.
Sí, el diagnóstico es claro: depresión.
Cuando las personas del entorno la detectan, inmediatamente pretenden aliviarla, quieren reducir los malos ratos, presentar un camino que apetezca recorrer. Intentan a toda costa encauzar una vida ajena que descarriló hace tiempo. Las buenas intenciones no bastan, me atrevo a decir que, en ocasiones, resultan nefastas. Porque el deprimido desea dotar de sentido a sus días, no se conforma con sobrevivir medicado y aturdido. No quiere ser desgraciado ni depender de una pastilla para capear su sufrimiento. La seguridad no debe estar metida en un frasco.
Nadie quiere sentirse desgraciado día tras día. Ni inspirar lástima. Todos ansiamos vivir. Y las personas deprimidas pueden vivir si encuentran la puerta de salida, la esperanza y la confianza.








