Por Jorge Álvarez
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“Que no pasa nada Lola, que no pasa nada” repetía mientras el avión a 35.000 pies entraba en una turbulencia moderada.
De esas que a un adulto le hace aferrar sus manos al apoya brazos y que si se prolonga, invocar protección a “su” santo.
Sólo la vocecita de Lola, una nena española de unos tres años, actúa como un sedante obligado para mí y para el resto de las 330 personas a bordo del vuelo trasatlántico. Porque ella lo dice con el candor y la inocencia que nos falta en estas circunstancias a los mayores. Imperturbable, con la muñeca sobre sus piernas, habla con su joven madre.
Porque en el aire se magnifican todos los movimientos que en tierra nos pasan inadvertidos. ¿O acaso usted va pendiente de cómo se mueve el bus urbano o su coche al pasar por un bache de la calle? Y no. Tampoco en tren, por ejemplo. Entonces sólo tenemos que tener confianza en la pericia del comandante que advirtió de esta situación, en el instrumental del avión y en los vaticinios de Lola sobre el vuelo.
Pero quisiera pensar yo lo mismo sobre el estado de postración, de rodillas esperando el golpe del KO, en el que se encuentra la Argentina gracias a los delirios del presidente Milei. Me gustaría que Lola me tranquilizara hoy diciéndome “que no pasa nada Jorge, que no pasa nada”.