Por Cristina Beltrán
A través de un mensaje de whasap una amiga suya me escribe: “tengo que hablar contigo….Harold ha muerto”.
Una muerte anunciada y sin remedio que se veía venir, pero nunca las sospechas y vaticinios apuntados por él mismo acertadas de ese modo.
A Harold se lo encontraron muerto en su casa, no sabemos muy bien si llevaba un mes o más tiempo yaciendo apoyado entre el sofá y la mesa, descomponiéndose y haciendo fluir sus líquidos, desparramándose sobre un suelo silencioso y solitario, al lado de un vaso de vino y junto a una de sus libretas en las que apuntaba algunos textos sobre filosofía o sobre sus pensamientos, o sobre sus experiencias o una novela inacabada de la cual me hablaba hace años.
Harold era como un armario, grande, blanco y rosado, melenudo y barbudo en ocasiones, ya con canas en su abundante cabellera, con una potente voz y sobre todo muy baturro, cañí y del barrio de S. José, vivía de siempre muy cerca de la fábrica Ambar, “La Zaragozana” en la cual él decía tener gran participación gracias a su consumo de toda la vida, ya fuera en botellines o a grandes jarras.
Harold era anarquista, revolucionario y filósofo hecho así mismo a golpe de calle, también tierno y solitario, cansado de juergas y estridencias, se recluyó en un bucle solitario, acuartelado y domiciliario por voluntad propia.
No atendía a razones sobre la incompatibilidad de ciertas pastillas y el alcohol, lo que le costó varios internamientos.
Él recordaba con alegría amistades pasadas de las que se había ido alejando a cambio de fomentar la autodestrucción. Dejaba con frecuencia el teléfono móvil, ya trasnochado sin batería y no sabía manejar demasiado bien los mensajes en su buzón de voz. Cuando los recuerdos y sentimientos le atizaban llamaba a algunas personas con las que mantenía un hilo de contacto para hablar, quedar y sonreir. Entre ellas me encontraba, siempre haciendo un hueco para vernos, después de intentar contactar con él unas cuantas veces sin éxito, el llamaba y quedábamos, un café por el centro a media mañana, unas birras de tarde, un bocadillo en el Bonanza, un anís de golpe, como si nadie lo viera, hablar de política le gustaba y de sindicalismo, de filosofía y de juergas, de sus trabajos, amistades y paisajes favoritos en Teruel capital y en sus pueblos, en Huesca capital y en sus pueblos. Nos reíamos con frecuencia de la vida y su risa contagiosa y con estruendo era transparente y honesta como él. También era muy dulce y cariñoso, pero no le acompañaba su imagen de hombre grandote y voz recia, cuando me abrazaba por los hombros era una masa agradable y blanca, fina y cordial para rememorar y celebrar la larga amistad a través de los años.
Me niego a pronunciar palabras que no sean, me niego a decir acontecimientos que pudieron ayudar a su desenlace y dejarnos aquí tirados como una colilla sin explicación porque todas lo vimos y nadie, supongo, pudo hacer nada más por él.
Harold era mi amigo y me aportó momentos buenos, aprendí con él la acidez y la ternura de la vida, el paso del tiempo nos hizo ser como somos, me da rabia y pena enterarme tan tarde de su partida, llegué a tiempo de quedar con los trabajadores de una funeraria, para ir tras el coche fúnebre y después de mil giros por calles del cementerio viejo de Torrero enterrarlo de manera gratuita en uno de los nichos desocupados, un domingo a las once y media, bajo el sol. Casualmente al lado de Miguel y Aurora, un matrimonio vecino de mi casa en el barrio de Las Fuentes, otros que me apoyaron en momentos muy necesarios de mi juventud, lo que es la vida, nunca sabes que pequeñas sorpresas te deparará el día y ahí quedan los dos, al lado del Harold, y yo mirando en la mañana de un domingo de julio, con gafas de sol y vacía de palabras pensando en la ironía y el surrealismo cotidiano, junto a una mujer rumana que tuvo la caridad, el acierto y la compasión de llamarme para darme la noticia y para decirme que se siente afortunada de haber conocido a un hombre con un gran corazón, capaz de regalar lo que él veía necesario, aunque eso le costara comer mortadela algunos días del mes.
Harold fumaba tabaco de liar marca Pueblo, decía que no podía fumar otra marca ya que era con el que más se identificaba, si algo tenía Harold era conciencia de clase y tenía muy claro que la suya era la clase trabajadora, despotricaba de la burguesía y de los ricos ni os cuento, pero con razonamientos elaborados, esos mismos que tanta falta hacen para una conciencia crítica y sana, para mejorar socialmente.
Su afición por la música clásica no estaba peleada por el gusto hacia el rockand roll y con los grupos metaleros o aragoneses, era un hombre que de haber tenido más suerte podría haberse puesto como modelo de trabajador de la clase obrera al que no le engañan las palabras y sí recordaba la historia y los hechos.
Me produce tristeza su pérdida y sé que la tierra le ha sido leve, porque se difuminó sin llegar a ella, creo ver su cabeza cabizbaja y su risa de trueno al certificar que nos ha dejado como no podría ser de otro modo, con todas sus certezas y contradicciones.
Hasta la vista Harold.