Arrebatos / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano

   La vida es un lío: es contradictoria e incoherente, ambigua e imperfecta.

    Y tenemos que ser lo suficientemente adultos para aceptar esa complejidad. El cine cuenta muy bien la vida, pero se ha vuelto demasiado conservador, vive de una manera demasiado cautelosa. En los 70 y 80, el cine molestaba más, había más complejidad, esto es, más turbiedad, más cosas que te podían inquietar o incomodar. Lo apuntaba muy bien José María Guelbenzu en ‘Una gota de afecto’, su última novela: “Todos los hechos que marcan una vida proceden de una violenta turbación”.

   En esto pensaba al enterarme de la muerte del actor Eusebio Poncela. Pero se ha muerto solo un poco. Porque deja miguitas de arrebatado talento con las que le puedes seguir en todo momento. Mientras muchos de sus compañeros de fatigas nos hacían creer que estábamos presenciando arte, ¡qué osadía!, Poncela nos mostraba los bajos fondos, que fue su manera de estar en el mundo. Jamás hizo el mamarracho y eso es algo por lo que le debemos el debido respeto. Pero siempre han existido los que aprovechan las migajas del banquete con sus indigestos arrebatos, manchegos o no. Como máxima representación del estómago agradecido, el paladar satisfecho y la digestión sin cortes.

   Acaso no hay modo mejor de celebrarse vivo que pensarse de pronto difunto, o predifunto, porque es la extinción lo que da criterio y oficio a la pervivencia, y no al contrario. Se ha ido Poncela, sí, y mi vida se va quedando más vacía, porque estuvo en mi juventud, y ya en mi juventud no va quedando nadie. O casi nadie. Se mueren poetas, novelistas, cineastas, pintores, músicos, intelectuales, historiadores, ensayistas, filósofos, profesores, teatreros, futbolistas, cantantes, fontaneros, electricistas, panaderos, amigos, familiares y hasta algunas novias primeras de aquel vecindario de hace muchos años, con lo que, en el recreo de mis ilusiones más jóvenes, ya enseguida no voy a ver sino un cementerio. La vida se nos aleja poco a poco, como hila la vieja el copo, y cada uno es especialmente singular en el momento de morir. Tenía razón Borges: “Somos los que se van”. O Camus: “La felicidad es un recuerdo”. De la muerte de Poncela me importa el recuerdo de mi vida, que a ratos le estuvo mirando, como quien ausculta a un león de ternura que desbarata rápido el corazón de la mujer.

   Se buscaba mucho Poncela. Se preguntaba constantemente por qué era así, tan borde e incómodo, tan libérrimo y molesto. Tenía diálogos consigo mismo y se hacía preguntas que, a lo mejor, nunca iba a poder responder. Poncela era (es) ese placer del experimento, del retoque, del reencuentro, de buscarle magia a su memoria y mostrar imágenes que nadie más que él pudo ver y sentir. Un cambio de narración y también de armonía y estética, con aroma de una época, de excesos y utopías, el ambiente irreal, fantasmagórico, de lo que fue su historia, de lo que pudo haber sido y en lo que quedó atrapado y convertido. Imágenes que adquieren una relevancia casi mítica y nos avisan de la posibilidad de un tratamiento distinto, el que se apodera y muestra en crudo la tragedia de toda una generación.

   Hoy, efectivamente, el cine es muy conservador. De celofán y lacito. Todo es tontuna efervescente y la pasión se queda en una foto. Ahora tenemos las de Marvel, que son difíciles de hacer, sí, pero muy predecibles. De alguna manera, han establecido sus propias normas. Pero, al mismo tiempo, siempre ha habido un cine revolucionario. El negocio del cine sube y baja. Pasa por periodos de ser muy conservador, esto es. Y luego pasa por periodos como en los 70 de ser más radical. Es curioso porque sintoniza con las vibraciones de la cultura en cada momento.

   El radical Iván Zulueta vio en Poncela a su alter ego y ambos parieron ‘Arrebato’ en 1979, una película de planos hipnóticos marcada por una abrumadora desesperación. La rutina tiene un coste considerable en la vida interior del protagonista: es su propio sentido de identidad y el proceso se intensifica cuando los diferentes hilos de su existencia empiezan a entrelazarse. Y ‘Arrebato’, en ese proceso, logra ser a la vez una obra de increíble rigor y asfixiante severidad, al tiempo un filme dotado de inmensa empatía y absolutamente devastador. Hay películas que nacen para revolucionar las pantallas y otras que llegan, maldita sea, con la modesta misión de entretener sin mayor pretensión.

   A mi modo de ver, al cine hay que ir a que te agredan, a que te molesten y a revolverse uno en la butaca, el que no se limita a ocupar, educada y balsámicamente, un par de horas de nuestra atención, como si esas horas nos sobrasen. El cine no puede ser un batido de fresa, hay que saborearlo disuelto en vinagre. Hay que salir de la sala de un modo rabioso y cachondo, desorientado e indignado. Más underground y menos luxe. Más zuluetas y menos almodóvares. ‘Arrebato’, en efecto, tiene el talento de meternos en una enrarecida atmósfera donde se diluyen los principios éticos y se adentra de forma decidida por el tortuoso camino de la degradación moral hacia la oscuridad. Porque Zulueta y Poncela no tienen una agenda, no hacen propaganda, solo quieren explorar la condición humana. Y miran su propia vida para comprenderla. Realmente con una película entiendes más sobre la forma en que sientes. Es un proceso de autoentendimiento.

   Zulueta pone el foco en esa desgarradura que se produce en algún momento y que termina por marcar los derroteros de una vida. Y su protagonista dando vida a un director de cine independiente especializado en temas de terror que acaba de terminar su segunda e insatisfactoria película y se encuentra en medio de una crisis creativa, entre su adicción a la heroína y el retorno de su antigua novia, cuando las cosas se complican con la presencia de un cineasta fagocitado por sus filmaciones en súper 8 milímetros y que está convencido de que la cámara tiene vida propia.

   En el límite entre el género fantástico y el experimental, Zulueta filma con un arrojo suicida la historia de una pareja rota que revisa las cintas en pequeño formato de un amigo en las que este da su versión de un supuesto fenómeno que tiene lugar mientras duerme. Árida, la vampírica película se convierte en un inédito, inquietante, turbio, vertiginoso y rompedor viaje de sensaciones, un caso de autodestrucción. El cine como vampiro. La cámara como succionadora de vida. Una investigación insólita, alucinada, sobre el proceso creador, la vampirización de la cámara y la droga dura, rodada con precariedad, titubeos, pero, sobre todo y esencialmente, con gran libertad y sin ningún pudor en cuanto a referencias personales.

   Un relato sobrecogedor, tan destructivo como salvaje, que acepta el caos como única salida a la imposibilidad de recuperar el pasado y vivir el presente. Y del que unos años más tarde, por el amor de dios, el ínclito Pedro Almodóvar, el alumno que asomó apoyado en quicio de la mancebía, una suerte de discípulo mal entendido de Zulueta, quiso recuperar reclutando al propio Poncela para aproximarlo -otra vez- a ese mundo que nunca supo contar el manchego, por el amor de dios, siempre con la corrupción del adjetivo. El resultado fueron dos engendros de tomo y lomo: ‘Matador’ (1986) y ‘La ley del deseo’ (1987). Almodóvar, en el primero, pretende compaginar un retrato de personajes al límite, seducidos por sus ansias de matar y morir, un viaje doliente a la tragedia con homenaje incluido a ‘Duelo al sol’.

   Así, un torero lisiado, su discípulo, una vampiresa, una psicóloga, una abogada en celo y una madre opusdeísta forman, entre otras fieras, la fauna de esta mixtura de thriller y melodrama pasional con unos gramos de comedia. El resultado de ‘Matador’ es un filme penoso e insufrible de un Almodóvar que elige una historia de alto poder de fascinación y en sus manos deviene una triste autocaricatura, la de ese torero retirado que encuentra placer en el estoque con víctimas humanas y una abogada apasionada por la sangre que se le cruza por el camino. Porque el torero no puede hacerse a la idea de vivir sin matar, por lo que inicia una carrera de crímenes sexuales con aire de faena. El desbocado manchego se marca un melodramático cóctel entre los placeres del sexo, del asesinato y de una tarde de toro. La corrida como metáfora de la muerte cual “imperio de los sentidos” de Oshima. O así. Porque el propio Almodóvar señala, para más sonrojo, la conexión de su ‘Mata d´or’ (o sea, ‘Cabello de oro’) con el Buñuel de ‘Ensayo de un crimen’, a través de la presencia obsesiva de la muerte.

   Casi peor resulta ‘La ley del deseo’, un fracasado análisis de las pasiones incendiarias, los instintos secretos, los deseos y los amores que duermen dentro del ser humano, un folletín de sangre, sexo y semen que en momento alguno deja de constituir un trabajo dramáticamente incoherente, un cliché maniqueamente sexista de pasión, deseo y celos para un argumento propicio para la huida. Pero siempre nos quedarán los arrebatos de Zulueta y de Poncela que remiten a noches de aullidos con sus perros y a una autonomía orgullosa, de espíritu solitario, rebelde e indomable, que siempre prefirieron  el margen al escaparate. Sus criaturas, al contrario que los arrebatos manchegos, siempre con sus excesos formales y sus mamarrachadas, siguen vivas en la imaginación colectiva, convirtiendo el arte en parque de juegos y la risa en refugio contra la tristeza del mundo.

   Acaso me hago mayor y quiero cada vez menos cosas. Y las que quiero, las quiero más, porque las veo más nítidamente. Si envejeces bien, claro. A medida que declina la vista aumentan la precisión y claridad de la mirada. Recordar a Poncela, pues, es recordar un país que me pertenece. Pero es, ante todo, una arqueología emocional, una suerte de mapa sentimental de una España sin wifi pero con sintaxis y elegancia. Volver a Poncela es reconciliarte con la vida, dar sentido a las cosas. De paso, es perder los recuerdos, que es la vía para llegar a la pureza. Recordar a Poncela, en fin, es transitar desde la pureza del olvido hacia la corrupción de la memoria, que es la corrupción del adjetivo.

   “Hay algo que te empuja afuera del paraíso y te mete”, por decirlo otra vez con Guelbenzu, “en el mundo entero y desconocido”. Y es ahí, cuando reconoces que has edificado tu vida sobre arena, donde vas convirtiéndote en lo que eres.

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