Por María Dubón
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Los políticos deben parte de su triunfo en unas elecciones a su capacidad comunicativa.
Los comerciales, los directivos, los profesores, los camareros… todos deberíamos comunicarnos con efectividad, porque todo en nuestra vida está condicionado por la comunicación. Pero, hoy, que disponemos de numerosas herramientas de comunicación, estamos más incomunicados que nunca.
Vivimos aislados en pequeñas burbujas individuales. Ya no vamos al cine, no compartimos la experiencia de ver una película con otros espectadores porque preferimos ver series en casa, a través de un canal privado de televisión.
Ya no acudimos a un restaurante para comer con otras personas, compartir viandas y conversación. Nos traen la comida a casa y la consumimos solos.
Ya no nos relacionamos con los vecinos con los que compartimos edificio y ascensor. No sabemos cómo se llama la mujer que habita el piso de al lado, qué oficio tiene, ni siquiera hemos charlado nunca con ella. A lo sumo, hemos intercambiado un hola o un adiós por puro compromiso.
Las prisas, las obligaciones, nos restan tiempo, un tiempo imprescindible para comunicarnos de verdad. Es decir, para relacionarnos con los demás.
¿Sabemos comunicar? Hablamos, vamos a un bar y pedimos un café o una cerveza, y más allá de manifestar un deseo, no hemos comunicado nada.
Comunicar implica decir con amabilidad, sinceridad y pasión, con unas gotas de humor (de buen humor), buscando acercamientos y evitando conflictos.
A veces, callamos por miedo, por pereza, por el qué pensarán de mí… Y desaprovechamos la ocasión de hacer un nuevo amigo o de resolver una situación que el silencio irá enquistando.
Aunque, la buena comunicación empieza por uno mismo, por esas palabras que nos decimos a nosotros mismos y que tienen el poder de construirnos o de destruirnos.