Par de diables

Por José Joaquín Beeme

     La terra trema y Stromboli, Visconti y Rossellini, abrieron pista hacia el bullente cráter de los deseos. También lo hizo, sin salir de Italia, la “guerra de los volcanes”: Stromboli contra Vulcano, de Dieterle, o sea la respuesta de Anna Magnani a la traición de su ex con Ingrid Bergman, revuelo mediático incluido, que, sin embargo, no dio a nadie los apetecidos resultados en taquilla.

    Pero es, sobre todo, Werner Herzog quien, en su larga y personal carrera documentalista, mejor se ha dejado atrapar por la fascinación volcánica.

Para el cortometraje La Soufrière (1977) se jugó el pellejo en la isla antillana de Guadalupe, evacuada por las autoridades francesas, para grabar calles y puertos fantasmales y entrevistar a un par de campesinos pobres decididos a morir fatalmente en su sitio: felizmente, esa vez el volcán no cumplió su amenaza. Dentro del infierno (2016) fue su particular tour telúrico, con ayuda de Clive Oppenheiner, profesor de Cambridge, explorando las conexiones antropológicas y culturales de varios volcanes activos que señorean el archipiélago Vanuatu, Corea del Norte, Indonesia, Islandia y Etiopía.

    Su última entrega, por ahora, es El fuego dentro. Réquiem por Katia y Maurice Krafft. Homenaje y a la vez lamento por esa pareja de chalados alsacianos que llevaban toda la vida fotografiando (Katia) y filmando (Maurice), a distancia suicida, las más hermosas erupciones, arrolladores ríos de lava, lahares de belleza lunar y surreales lluvias de piroclastos. Un matrimonio singular, sin hijos, que venía de una adolescencia vulcanófila con viajes al Etna y a Stromboli y que en esta misma isla celebraron la luna de miel. Singular también porque, a su formación científica (físico-química ella, especializada en geotermia y análisis de gases tóxicos; él, geólogo, dispuesto a probar la influencia del magma profundo en la tectónica de placas), se unía un instintivo sentido del encuadre y la composición para capturar impresionantes escenas improvisadas por un Hefesto desencadenado, gigantesco, casi operístico. Tan terrible como mortal. 

     Ambos perecieron una tarde de verano de 1991, abrasados por una nube piroclástica que descendió de golpe, a velocidades de 150 kilómetros por hora, desde el Monte Unzen (isla de Kyushu, prefectura de Nagasaki), un pequeño volcán complejo que llevaba dos siglos de inactividad desde que un violento estallido seguido de tsunami matara a 15.000 personas. Tenían nuestros impávidos aventureros 49 y 45 años, ella era la mayor, y sólo pudieron ser identificados varios días después, bajo un ligero manto de ceniza, gracias a sus piezas dentarias, sus relojes y sus cámaras: la película, que registró seguramente el espectacular avance de la muerte roja por el valle del Mizunashi, se había volatilizado. Un vulcanólogo norteamericano murió con ellos, Harry Glicken, de la Universidad de Tokio, y también 40 temerarios periodistas que esperaban llevarse unas imágenes exclusivas que iban a hacerles célebres.

    Como le ocurrió con el tremendo ursófilo Treadwelly ya comenté en estas páginas Grizzly Man, Herzog se encontró con un goloso metraje, cientos de horas de película (además de 300.000 diapositivas) de los propios Krafft a los que él fue dando sentido narrativo, al lado de su montador, hasta crear una coreografía incandescente atravesada por los réquiems de Bach y Verdi. Curioso que, con los mismos materiales, Sara Dosa editara para National Geographic Fire of love, poniendo el énfasis en la historia de amor fou de estos dos conjurados del estudio de proximidad. 

     Una pasión / misión que les llevó incansablemente a dar entrevistas y conferencias divulgativas (hasta tres al día), a coleccionar mapas de su especialidad y una rica biblioteca, sin menospreciar la correspondiente repliega kitsch (puntas de obsidiana, ceniceros de lava, álbumes lacados con postales del Fuji, carteles publicitarios de helados Stromboli), a extender su vocación cinematográfica a la comprensión de las poblaciones que viven a la sombra de un volcán y a producir vídeos educativos para la UNESCO que, cuando explotó el Pinatubo —por las mismas fechas de su sacrificio de fuego—, sirvieron al gobierno filipino para actuar planes preventivos y salvar miles de vidas. Sus archivos están pidiendo una suerte de museo, y quizá por eso el parque temático Vulcania (cercano a Clermont-Ferrand), que materializa una idea suya, les dedica ya una exposición permanente.

     Los Krafft, que dormían literalmente “sobre la espalda de un gigantesco dragón en movimiento”, experimentaron el raro privilegio de asistir, en primera línea, a una réplica de la génesis del mundo. Decían no temer a la muerte si ésta les sorprendía bajo el aliento o en el vientre mismo de la bestia, y en efecto llegaron a navegar en kayak por un lago de ácido sulfúrico, a meter la pata en chimeneas activas e incluso a recibir su bautismo de fuego a 140º, precariamente defendidos por trajes de aluminio y galácticas escafandras de su invención. “Mi sueño es que los volcanes no maten más”, aseguraba el intrépido Maurice, pero Katia, sonrisa de colegiala eterna, ponía la verdadera rúbrica a la fumarola de sus vidas: “Dicen que estamos locos quedándonos allí, y por tanto nosotros nos quedamos.”

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