Solo se vive una vez: Eusebio Poncela


Por D. Q.

   Acaso haya sido el recientemente fallecido Eusebio Poncela quien mejor responda a un cine español de ruptura entre el estertor de la dictadura franquista y la llegada del siglo veintiuno, el actor que más hedonistamente encarnó la marginalidad de los años 80, el espíritu mismo de la contracultura.Un cine renovador tanto desde perspectivas temáticas (homosexualidad, drogas, política, terrorismo) como en la forma de hacer cine, con un título clave en la historia de nuestro cine, aunque despreciado en los años de la movida…

…madrileña: ‘Arrebato’, dirigido en 1979 por Iván Zulueta, un turbador e hipnótico relato que combina diferentes formatos (mezcla imagen televisiva, con súper 8 y 35 milímetros).

    Un actor que lleva en esta película todo el peso de una historia arrebatadora y que ya participara con anterioridad en ‘Fuenteovejuna’ (Juan Guerrero Zamora, 1970), sobre la obra teatral de Lope de Vega, ya llevada a la pantalla por Antonio Román en 1947. O en ‘Pastel de sangre’ (1971), mediocre filme colectivo de terror en cuatro episodios, que supone el debut en la dirección del largometraje de ficción de los respectivos Jaime Chávarri, Francesc Bellmunt, José María Vallés y Emilio Martínez-Lázaro.

   Iniciado en el teatro alternativo, donde se hace actor, su rostro empieza a ser conocido en la televisión gracias a ‘Estudio 1’, en papeles para piezas como ‘Los bandidos’, ‘La profesión de la señora Warren’ o ‘Mirando hacia atrás con ira’, muchas veces a las órdenes del zaragozano Alfredo Castellón. Y bien pronto empieza a frecuentar el cine de intriga con propuestas como ‘La semana del asesino’ (Eloy de la Iglesia, 1971), con fotografía del zaragozano Raúl Artigot, un suspense excesivo y efectista ambientado en los bajos fondos madrileños; ‘La casa sin fronteras’ (Pedro Olea, 1971), extraño filme de temática esotérica en una velada crítica al Opus Dei; ‘Larga noche de julio’ (Luis José Comerón, 1974), curiosa serie b de eficaz funcionamiento narrativo; ‘La muerte del escorpión’ (Gonzalo Herralde’, 1974), discreto thriller de resonancias cinéfilas’, o ‘In memoriam’ (1977), un dramático romance triangular de advocación fantástica  realizado a la manera de Carlos Saura según un original de Adolfo Bioy Casares, también coguionista, que dirige Enrique Brasó, todo un especialista en el cine del realizador oscense.

   En 1979 entra en el elenco de ‘Operación Ogro’, una digna reconstrucción de unos hechos reales, la del comando de ETA que llega a Madrid para hacer volar, en 1973, al almirante Carrero Blanco, presidente del gobierno español. El director, Gillo Pontecorvo, no profundiza lo suficiente en la realidad sociopolítica española de los diversos tiempos en que transcurre la acción, que se centra básicamente en la preparación y ejecución del atentado, pues falta una mayor hondura en el trazo de los personajes, aunque el cineasta aporta una eficiente puesta en escena cercana al estilo documental. Ya en la década de los 80, en plena ‘movida’, Poncela sigue trabajando sin parar: ‘Entre paréntesis’ (Simón Fábregas, 1982), insuficiente drama de parejas insatisfechas; ‘Diario de invierno’ (Francisco Regueiro, 1988), hermético y denso filme atravesado por el aliento creativo de Buñuel; y ‘Continental’ (1980), debut de un Xavier Villaverde en un thriller que naufraga por un desarrollo mal construido y una dirección de actores equivocada.

   O con dos filmes de José Antonio Zorrilla: ‘El arreglo’ (1983), filme negro con el que debuta como director de largometrajes, en donde intenta ser original al precio de resultar inverosímil por momentos, lo que se hace extensivo para Poncela en el papel protagonista de inspector de policía en horas bajas, e ‘Invierno en Lisboa’ (1990), donde la climática y discutible novela de Antonio Muñoz Molina no encuentra la letra precisa para su música en esta adaptación. Una década en la que no falta la movida madrileña de Pedro Almodóvar con los engendros de ‘Matador’ (1986) y ‘La ley del deseo’ (1987), esta última con un diálogo al modo de una declaración de intenciones, en el que Poncela le dice a Antonio Banderas: “Antonio, cariño, aunque tú lo hayas decidido así, no estoy enamorado de ti. Me emociona tu ternura, pero no te recomiendo que te enamores de mí, soy demasiado egoísta y llevo una vida incompatible”.

   Pilar Miró recupera el tono cinematográfico con ‘Werther’ (1986), adaptación de una obra de Goethe, con guion de la propia directora y del gran Mario Camus, quienes proponen una transposición libre del original a la España de la década de 1980, incrementando de paso, y no poco, la edad de sus protagonistas. Un filme desigual pero realizado con pulcritud. A Werther lo protagoniza un Poncela en estado de gracia, dando vida a un joven profesor que imparte clases de griego en un selecto colegio de una ciudad costera del norte de España. Es un hombre romántico y melancólico que vive solo en la vieja casa de sus antepasados. Y acepta dar clases al hijo de un rico armador, un niño introvertido y difícil, y nuestro protagonista, maldita sea, acabará enamorado de la madre de su alumno.

   Saura da un papel importante a Poncela para su aventura en ‘El Dorado’ (1987), un ambicioso pero algo fallido proyecto sobre los delirios del conquistador Lope de Aguirre, a la manera de las tragedias shakespereanas, del que Werner Herzog hiciera una película en 1973 con la jeta enloquecida de Klaus Kinski. Aquí, el cineasta oscense se basa (en parte) en la novela del altoaragonés Ramón José Sender ‘La aventura equinoccial de Lope de Aguirre’ y le da el papel a un gran Omero Antonutti con cara como de pan seco. Gran fotografía de Teo Escamilla y muchos aciertos, aunque el conjunto, entre la funcionalidad y cierta hueca grandilocuencia épica, resulta desigual, con un exceso de metraje. Una película muy de Saura, más de lo que parece.

   En 1991 requieren a Poncela para dos películas: ‘El juego de los mensajes invisibles’ y ‘El rey pasmado’. La primera es un curioso e interesante filme de Juan Pinzás, con libreto de Álvaro Pombo, acaso lastrado por ciertos estereotipos argumentales y estéticos. La segunda, dirigida por Imanol Uribe, es un fresco histórico en clave de comedia libertaria y contra la intolerancia, que tiene lugar en la corte de Felipe IV, empantanada de política y religión, a través de una excelente ambientación de traza velazqueña, una atractiva adaptación de la novela de Gonzalo Torrente Ballester, con guion de su propio hijo y de Joan Potau, que reparte bien lo cómico, lo siniestro, lo moral y lo biográfico.

   En 1992 participa Poncela en dos proyectos fallidos: ‘El beso del sueño’, artificiosa mezcla de serie negra y melodrama existencial con una nada convincente dirección de Rafael Moreno Alba, y ‘El laberinto griego’, tópico thriller repleto de imágenes turísticas sobre la novela homónima de Manuel Vázquez Montalbán, también coguionista junto al director, Rafael Alcázar. Cinco años más tarde, Adolfo Aristaráin le llama para lucirse en ‘Martin (Hache)’, admirable y denso drama psicológico, sin maniqueísmos ni moralismos, un retrato generacional centrado en un adolescente problemático rodeado de adultos atormentados, que parecen aún más niños que él, y que aborda una variedad de asuntos, desde la droga, la pareja, la amistad, la sexualidad o la dedicación profesional, a la manera de palanca que abre nuevas brechas entre los protagonistas.

   Sigue trabajando en proyectos como ‘La sombra de Caín’ (Paco Lucio, 1999), torpe thriller de intrigas financieras, pero ya es muy popular en la pequeña pantalla, sobre todo con las series ‘Los gozos y las sombras’, basada en la novela de Gonzalo Torrente Ballester; ‘Las aventuras de Pepe Carvalho’, adaptación también de la saga literaria ideada por Montalbán, y ‘Un día volveré’, según el original de Juan Marsé, a las que se añaden un buen puñado de títulos como ‘Águila roja’, ‘Isabel’, ‘El ministerio del tiempo’, ‘Merlí: sapere aude’, ‘Matices’…

   No abandona, sin embargo, la gran pantalla y ahí están el ejemplo de ‘Intacto’ (Juan Carlos Fresnadillo, 2001), un oscuro y violento filme de suspense, obsesivo y abstracto, perturbador y firme, en torno al único superviviente de un accidente aéreo que entra en contacto con un hombre que busca esta especie de superhéroes  capaces de haber desafiado a la muerte, para un extraño y perverso juego. Estamos ante una singular fábula sobre la posesión de la suerte ajena y el valor de la propia, y por la extraña protección del azar, sometida a los rigores de un guion inquietante y que se vuelca a un thriller que enhebra una sórdida trama, con una gran pericia en la dirección y unas interpretaciones estelares, con el punto de azufre que da siempre Poncela.

   Del mismo año es ‘Sagitario’ (2001), debut en la realización del intelectual Vicente Molina Foix, autor también del guion, que parece imitar, vaya por dios, a Almodóvar. Con ‘800 balas’ (2002) desarrolla Álex de la Iglesia el habitual conflicto de sus filmes -grupo freak contra el orden establecido-, pero su homenaje se desvirtúa por un guion que se queda en el envoltorio, en un homenaje a los ‘spaghetti western’ rodados en Almería, así como a los viejos especialistas de este subgénero que se resisten a ser desalojados de su parque temático. Poncela participa igualmente en ‘Remake’ (Roger Gual, 2005), tan ambicioso como fallido filme que camina entre la comedia ácida y el drama apesadumbrado en el que es difícil congeniar con ninguno de los personajes, y en ‘Teresa, el cuerpo de Cristo’ (Ray Loriga’, 2007), esforzada recreación de la primera etapa de la mística santa Teresa de Jesús. Y en su etapa final vuelve a las tablas, cosechando un enorme éxito con la obra de teatro ‘El beso de la mujer araña’, bajo la dirección de Carlota Ferrer.

   El teatro y el cine, en efecto, como refugio de Eusebio Poncela, un tipo al que le sobraban los abrazos en su búsqueda de razones y datos. Acaso por eso se hizo actor, porque sabía que la realidad es amorfa y no tiene ningún tipo de sentido, de modo que, para entender qué significa ser humano en este mundo, hay que meterse dentro de historias que sugieran sentido y den forma al caos. La naturaleza crea cuerpos, las historias son lo que los convierte en personas.

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