Reflejos en una trompeta dorada


Por José Joaquín Beeme

      Ruina y arte supremo, genio y desamparo. Una vida brillante, envidiada, va precipitando en los sucesivos círculos dantescos de la cocaína, la heroína y el alcohol. Imaginad a un James Dean con innata sabiduría…

…para la pose (los fotógrafos conocen su carisma, rodeado siempre de mujeres hermosas, coches caros, un perro con clase, provisión de marihuana) que degenera en un acuchillado Charles Manson de ojos cadavéricos y hablar arrastrado. Un tipo admirado por Charlie Parker, Stan Getz o Gerry Mulligan, que le dan sus primeros trabajos; hasta Miles Davis y Dizzy Gillespie le tienen por uno de los suyos. Seductor de ojos azules y mentiroso compulsivo, desertor del ejército y caso clínico de neuropsiquiatría, delgadísimo con hambre insaciable, yonki flotando en los terroríficos cócteles del speedball, trompetista de extraordinaria facilidad para la improvisación y pobre colgado al que unos matones saltan todos sus dientes en una pelea por encargo.

    Hay algo de Pasolini en ese Chet Baker final y autodestructivo que puede apenas, entre improbables relámpagos de lucidez, mascullar baladas tristes. Las oscuras callejas de Amsterdam, pobladas de putas consolatorias y camellos que se cobran sus créditos al precio que sea, no sólo conducen al famoso epicentro Van Gogh y al Rijksmuseum, al circo turístico de la casa Anna Frank o al variopinto mercado de tulipanes frescos; podrían también empujarte al Barrio Rojo y plantarte en la acera del Prins Hendrik, un hotel de tres estrellas fundado con la Revolución francesa y de cuyo tercer piso saltó, o eso pareciera, un obnubilado músico de Oklahoma.

      Suicidio o accidente, sobredosis o vendetta, My foolish heart (2018) escarba en los tres últimos días de Chesney Henry Baker Jr, mayo de 1988, cuando preparaba un concierto con el saxofonista Archie Shepp al que nunca llegó. Y Rolf van Eijk elige, en su debut en el largo, una historia circular y paralela en la que Lucas, detective de la policía holandesa, investiga ese tormentoso nudo donde confluyen los clubes íntimos de jazz, las luminosas tinieblas del estudio de grabación, los improvisados socios de francachela, la búsqueda febril de costosas papelinas, el maltrato a sus mujeres y el viaje lírico al final de la noche. Un Jazz Noir (título para su estreno en Italia) en el que no falta un doctor Feelgood, especie de Doctor Gadget con quien el músico se confía, mendigándole chutes a cambio de grabaciones clandestinas. Demonios interiores de un ángel turbio al que todos, y ellas más aún, mitifican como a un dios griego. Ole devil called love —¡se acabó la fiesta, crazy little thing!— que es al tiempo añagaza y causa de perdición.

    El documental Let’s get lost, rodado y montado por el fotógrafo Bruce Weber el mismo año de su muerte, recuerda que Chet, mientras estaba internado en una clínica de Lucca (Toscana) para desintoxicarse, fue arrestado por los carabineros por ponerse un mal pico en una gasolinera camino de Viareggio. Con el cargo de abuso de sustancias estupefacientes (los médicos que le procuraban el analgésico palfium también fueron procesados), el fiscal le pidió siete años de reclusión que luego quedaron en 16 meses. Los reclusos, cómo no, gozaron de sus solos de trompeta (cinco minutos, dos veces al día: orden del alcaide), lo mismo que, acaballado en un alféizar del hotel Universo —qué tentación de abismos—, había regalado a los luqueses dulces melismas de la Costa Oeste.

    Sus múltiples giras por Italia le granjearon dinero, popularidad y hasta un pasable italiano. Aparece, junto a Mina y Celentano, en Urlatori alla sbarra (1960), manifiesto de la generación rock firmado por Lucio Fulci. Si cambiamos su rostro por el de Robert Wagner, podemos verle ese mismo año soplar sus desventuras de amor en Los jóvenes caníbales. Había debutado con un pequeño papel en Hell’s horizon, tripulante-trompeta de un bombardero B-29 acribillado durante la guerra de Corea, pero los rodajes le aburrían y prefirió los escenarios: tocar / viajar / dormir, el terceto de su vida. En comparación con su extensa colección de discos, la música de Baker integra una más bien modesta filmografía. Además, el bullicioso público festivalero era el peor posible para apreciar una música como la suya, casi susurrada al oído: hablaba de Cannes, adonde acudió en olor de multitud, pero podría referirse a cualquier megaespectáculo en que los músicos son relegados como comparsas.

   Loca, divertida, estúpida imaginación, sigue cantándonos Chetty desde su cielo fonográfico: “Coquetear con este desastre me hizo lo que soy, un tonto que sólo aspiraba a ser… casi melancólico”. 

   Blues forever 

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