Por José Joaquí Beeme
Recuerdo a la prima Angelica danzando airosa con el príncipe de Salina; a la impávida Jill, que se echó a la conquista del Oeste; a Ginetta, la ragazza de uno de los hermanos que con Rocco emigraron, y se perdieron, en la fosca Turín; a Carmela, respectivamente hermana y novia de dos pillos sin suerte de la banda romana de Er Pantera; a la asustada criada Assuntina en el embrollo aquel de vía Merulana; a Aida, esa chica que arrastra su triste maleta y sus amores tristes; a Claudia, siempre Claudia,
endulzando los sueños de un cineasta en crisis… Todas fueron y son Claudia Cardinale, juncal dama de ojos habladores a quien estuve a punto de conocer entrevistando en Bolonia a su amigo Raffaele Pisu, compañero de reparto en Nobles mentiras, uno de los últimos trabajos de la actriz tunecino-italiana.
Acaba de rendir su alma y, para homenajearla, elijo de entre su largo centenar de títulos La novia de Bube y La piel, a ambos extremos de su arco interpretativo: del turgente esplendor juvenil, que fácilmente traspasaba la pantalla, a la serenísima dignidad de sus papeles maduros. Ametódica, natural, aérea, espontánea, cosida siempre a sus personajes con una gracia y una intensidad memorables.
El amor clandestino de Mara y Bube sigue conmoviendo, sesenta años después, en su trágica pureza. La novela de Carlo Cassola ponía el dedo en la llaga de la lucha partisana y su posterior cancelación (y aun condena) por razones de Estado, y Luigi Comencini supo atrapar esa vibración intrahistórica, rodando en un Italia ruinosa que se reconstruía entre delaciones, juicios y vendette en el interior de cada pueblo y fundaba su República en ajustado referéndum, mediante un poético blanco y negro hecho de austeros encuadres y potentísimos primeros planos: los de la Cardinale (25 años) y George Chakiris lucen pavorosamente inocentes, fatalmente sentenciados.
Una civilización campesina estaba muriendo tras el mazazo de la guerra, pero de ella surgen aún dos novios a la antigua, a los que el destino zarandea juntándoles y apartándoles andando los años; forcejeando él con su frágil dureza de macho, con su incapacidad para expresar sus sentimientos, desgarrada ella por un inmenso, incolmable deseo de ser amada. El comunismo garibaldino, por esta atención a la psicología femenina y a la pena íntima de unos pobres amantes, reprochó a Cassola un cierto menosprecio a la causa resistente, su alejamiento del neorrealismo militante.
Esa misma Italia devastada, desgajada aún en oscuros ajustes de cuentas y sacudida de sur a norte por las tropas americanas, es la que nos muestra La piel. Donde antes humeaban los terrones de la Toscana rural, ahora la acción se centra en una Campania rota, degradada y grotesca, recién salida de la sublevación de las Quattro Giornate del 43.
La piel fue un proyecto de Liliana Cavani a partir de la última novela que Curzio Malaparte publicó en vida. Literatura de la crueldad, se la ha llamado, en un cuadro de amarga y dolorosa derrota; que no oculta ferocidades y truculencias de guerra y posguerra en una Nápoles andrajosa y hambrienta, atestada de festiva y putañera soldadesca norteamericana. Al igual que en la anterior Kaputt, que recorría las miserias de Europa en llamas hasta precipitar en la Roma de Mussolini, también aquí es el propio Malaparte quien oficia de protagonista-testigo, de largo anticipador de la hoy celebrada autoficción.
Desde su inicial adhesión fascista, el toscano Curt Erich Suckert se empeñó en un cronismo desesperado que le llevó del desastre de Caporetto a los muchos frentes de la segunda guerra mundial. Y por esta historia napolitana a tumba abierta, que se mueve entre la trapacería camorrística y la pura supervivencia y revela incluso episodios de violación, de orgía, de necrofagia y pedofilia, sufrió las iras de los partenopeos quienes, sintiéndose ultrajados por tan despiadado retrato, se plantaron a imprecarle delante de su villa en Capri: un famoso espolón de la isla que fuera ya escenario de El desprecio de Godard (véase mejor su montaje, aunque la Bardot brille más en la versión del productor Ponti).
Claudia es la princesa Caracciolo, amante de Mastroianni / Malaparte, todavía tiesa en su media edad de galas ajadas y decadente alcurnia. Participa de una nobleza acomodaticia que abre las puertas de sus palacios bombardeados al pueblo raso y rabioso y hasta le canta una nana embalsamando sus polvorientos cadáveres, mientras el Vesubio vomita, quién sabe si en un arrebato de justiciera locura, su lluvia apocalíptica.
Ciertamente más que el retal coloreado que izamos y arriamos a la buena de dios, reflexiona vitriólico Malaparte, nuestra piel nos define y anuncia como heraldo pulsante de la única patria posible: “Se sufre hoy y se hace sufrir, se mata y se muere, se perpetran cosas maravillosas y cosas horrendas, no ya para salvar el alma sino para salvar la propia piel. Creemos luchar y sufrir por la propia alma, pero en realidad se lucha y se sufre por la propia piel. Es la civilización moderna, esta civilización sin dios, la que obliga a los hombres a dar una importancia semejante a la propia piel. Ya no cuenta sino la piel.”
Fundación del Garabato
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