Por José Joaquín Beeme
Muy humildemente, el monje Jikan se inició en el templo budista de Monte Baldy, cerca de Los Angeles. La tarea principal a que consagraba sus días: pulir con esmero las letrinas.
Lejos el ruido de los escenarios y el aplauso goloso, los tiempos magnéticos en que susurraba Suzanne o imprecaba, entre líricas derrotas, Hallelujah. Y Wim Wenders recordó a su amigo Leonard Cohen, que le había permitido filmar alguna de sus giras y puso música a su largo Tierra de abundancia, cuando desde Tokio recibió el encargo de promocionar, mediante un documental, los primores de unos nuevos aseos públicos, cada uno diseñado por un arquitecto, en el distrito de Shibuya. Recordó el radical giro contemplativo del canadiense, que cambió su nombre por Silencio, para convencer a The Tokyo Toilet, consorcio al frente de ese proyecto de recualificación urbana, de producir una película de ficción siguiendo los pasos de un limpiador de retretes igualmente imbuido del espíritu zen.
Cuarenta años atrás, Wenders había dedicado Tokyo-Ga a su admiradísimo Yasujiro Ozu y entrevistado a su actor de referencia, Chishu Ryu, y al que fuera su operador de cabecera, Yuuharu Atsuta, siempre tumbado al arrimo de un trípode pigmeo y, como Ryu, devoto del maestro. Trataba Wenders de capturar, con las cenizas de Ozu, las de ese Japón que renacía y se entregaba a la modernidad occidental, no menos que a una progresiva americanización. Ahora volvía al país de su mentor asumiendo, no reconocibles marcas de estilo como aquella cámara posada en el tatami que filmaba siempre a respetuosa distancia, o el invariable formato 4:3, o un único objetivo de 50 mm, sino su singular forma de mirar el mundo: la atención a las pequeñas cosas, la importancia de los silencios, de los gestos, el hermoseo de una humanidad invisibilizada, la puesta en escena de tensiones familiares soterradas en el flujo del tiempo.
De manera que lo que pudo ser materia documental devenía película de ficción, pero es que ambos territorios, a poco que se calen en la vida, se fecundan de continuo. Y más en el caso del director de Düsseldorf. Cada película, ha dicho, representa un aprendizaje, una aventura de desarrollo imprevisible en la que, de modo creciente, realidad y ficción intercambian sus papeles: recuerda siempre cómo los viejos músicos reunidos por Ry Cooder en Buena Vista Social Club, primero disco y luego documental habanero, protagonizaron su propia segunda vida ficcional, al cabo de la suya biográfica, en la gloriosa tournée que arrancó en Amsterdam y culminó en el Carnegie Hall. Y eso tiene una necesaria consecuencia: mientras que a la sociedad de consumo le basta el producto cine, Wenders invita a los espectadores a entrar en el proceso cinematográfico, el cual exige participación, honda implicación, algo así como un viaje en compañía.
Y así, acompañamos en su día a día a Hirayama (de nuevo Ozu), un personaje casi de cine mudo, una especie de Chaplin introspectivo y risueño que organiza su estar en el mundo en torno a un ritual de pocas y medidas rutinas. Su vestición diaria con todos los arneses del oficio, su diminuto bosque en maceta: plántulas rescatadas del parque donde come su sándwich frugal, su café de máquina y sus latas frescas de jaibol, sus libros de segunda mano comprados y leídos uno a uno (Faulkner, Highsmith, Koda) a 100 yenes la pieza, su música anglo de los 70 rigurosamente en cintas de casete, sus fotos analógicas (Olimpus) y reveladas en papel (Fujifilm) con el obsesivo motivo de esa luz que se cierne desde el aéreo follaje de un árbol: su árbol, su aseo corporal en los baños colectivos Denkiyu a la enseña del monte Fuji, sus paseos en bicicleta por las vías adyacentes al río Sumida, sus tallarines fritos en una bulliciosa galería subterránea de Asakusa o su ramen en el bistró de una cantante de Enka que acoge, maternal, a sus pocos clientes regalándoles una versión vernácula y acústica de La casa del sol naciente. Y, sobre todo, la escrupulosa limpieza de esos urinarios de diseño, auténtico catálogo de minitemplos del catabolismo humano: entablados de cedro y cerezo, paredes de cristal transparente que se opacan en el momento oportuno, mamparas de hormigón, hongos forrados de mosaico, salas de té con arreglos florales.
Más que Perfect days, y Lou Reed calza perfectamente en los gustos musicales de nuestro antihéroe, la película habría podido titularse simplemente Komorebi, porque ese cabrilleo del sol filtrando a través de las ramas altas, delicado canto a la belleza fugaz que a su vez remite a la filosofía Wabi-sabi en su aceptación de la imperfección y la mutabilidad de todas las cosas, felizmente resume el sereno contemptus mundi del señor Hirayama. Coleccionar fotográficamente tales instantes, luego de prosternarse ante el santuario sintoísta Yoyogi Hachimangu, revela una bendita obsesión semejante a la que, desde su anodina esquina de Brooklyn, desplegaba el estanquero Auggie Wren en las microhistorias de Auster (Smoke, Wayne Wang, 1995).
Escenas de un mundo fluctuante, podríamos decir, al filo de una luz que ya se rinde: de una sombra que empieza a teñirse de luz. Inmovilizar sombras, pisar sombras, soñar sombras; operaciones todas que WW pone en escena en esta vuelta de tuerca a las Shomin-geki, historias cotidianas del proletariado urbano. Justamente, a la sombra de Ozu.
Fundamental la complicidad de Koji Yakusho (también en tareas de producción) dando vida a este solitario cuanto solidario ser de luz, personaje anacrónico y contradictorio en el fragor capitalino, del que sin embargo ignoramos casi todo: Wenders le imaginó un pasado de riqueza, acaso una caída en oscuros abismos etílicos, antes del abrupto giro de guión en que le vemos; la repentina aparición de una sobrina en fuga (típica representante de las kogal gyaru) así parece indicarlo. Su moduladísimo, intenso primer plano en la escena final, mientras conduce un día más al trabajo, traduce mediante sutiles transiciones el crescendo que imprime Nina Simone a su Feeling good y nos concede el privilegio de sentir desde dentro, de empatizar con el personaje y su serena asunción del propio, elegido destino. Una prueba de cine procesal o progresivo, que se hace a medida que, hombro con hombro con este austero monje de la mopa y el gel detergente, lo vamos descubriendo.