Un “zaragozano” llamado Juan José Bigas Luna


Por Don Quiterio

El catalán Juan José Bigas Luna ha dejado ese rastro de alabanzas pronosticadas por Jardiel Poncela: “Si queréis el mayor de los elogios, moríos”. Jardiel fue nuestro hombre en Hollywood, mucho antes de que Bigas Luna hiciera lo propio en sus incursiones estadounidenses.


Por Don Quiterio

Yo no sé si Bigas perdió el tiempo en la meca del cine, lo que sé es que Poncela no lo hizo y su teatro está tan repleto de cine como el libro en el que anotaba sus conquistas: “En Hollywood pasé la mitad del tiempo tumbado sobre la arena mirando las estrellas, y la otra mitad tumbado sobre las estrellas mirando la arena”. Solo un talento evidente hace que le perdonen sus ideas al reaccionario, mientras que las ideas del progresista hacen que le perdonen su falta de talento. Reaccionarios o no, progresistas o no, a Jardiel Poncela se le ha ninguneado toda la vida y, ahora, Bigas Luna recibe el aplauso general. Su cine, sin embargo, es una amalgama de obviedades y resulta, en muchas ocasiones, tan complaciente como inconexo, tan petulante como desconcertante, tan ampuloso como amorfo, y parece, a veces, que el “gastronómico” Bigas Luna anda más desnortado en materia de sexo, obsesión y destrucción que una anaconda en un iceberg, a la manera de un Marco Ferreri mal entendido.


Aquí, en Aragón –y, por una vez, voy a ejercer de provinciano-, a Bigas Luna se le quería mucho. De hecho, sus antepasados maternos eran de Zaragoza y él amaba esta tierra y la sentía como propia, con sus contínuas visitas acompañado de su esposa, la zaragozana Celia Orós, con quien había creado una empresa de productos ecológicos en Torredembarra, una pasión, la comida, que nunca la abandonó: pan (“lo básico, lo necesario”), vino (“lo lúdico, la sensualidad”) y chocolate (“el pecado”). Nos dejó su huella en 1998 en la nueva ubicación de la virgen para la ofrenda pilarista y en la vuelta a la vida del histórico café cantante Plata –es suyo el diseño de los urinarios de caballeros con la boca de los Rolling, una idea que le vino inspirada por una película de Kubrick-, un local muy emblemático de la capital aragonesa, como el Molino barcelonés, que tuvieron que reiventarlo y lo hicieron mal. Fue pregonero de las fiestas del Pilar en 2001, igualmente en la semana santa de Albalate del Arzobispo y también de Monegrillo, donde rodó ‘Jamón, jamón’, en la que Javier Bardem ya estaba loco por Penélope Cruz y ella ni lo miraba.


Si en aquel pueblo de la comarca de los Monegros es hijo adoptivo y tiene una calle, Zaragoza no iba a ser menos y un grupo municipal ha solicitado nombrarle otra en el barrio de Valdespartera, acompañando a los títulos de ‘Con faldas y a lo loco’, ‘El mago de oz’ o ‘¿Qué he hecho para merecer esto?’. En 1999, recibió un premio en el festival de cine de Huesca y tres años después rodó un anuncio con el cantante David Civera en torno al jamón de Calamocha, rico, rico. También aparecía por el entrañable bazar zaragozano ‘Quiteria Martín’ y compraba los míticos pipos fumadores –él los llamaba “pepitos”-, que regalaba a diestro y siniestro, y uno de ellos aparecía en una de sus películas. Hacía, y muy bien, “caras del alma”, unos retratos en collage con los que obsequiaba a sus amigos y que expuso en Zaragoza, en la galería Miguel Marcos, en 2002. Y tocó el tambor en Híjar, pero no en Calanda, aunque sí probó un melocotón, según me cuenta Chema Mazo, con quien trabajó en ‘Volavérunt y ‘Jamón, jamón’. Asimismo, en 2004, creó un taller de cine en Zaragoza, con el objetivo de descubrir nuevos “talentos”, entre los que se encontraban Isabel Soria, Pilar Palomero, Pablo Lozano, Javier Calvo, Fernando Vera, Álvaro Mazarrasa, Loreto Ormad o Paula Ortiz, la de las ventanas.

En una carta que Bigas Luna envió en 1983 al productor Pepón Corominas, el cineasta confesaba haber visto ‘El discreto encanto de la burguesía’. Le contaba un sueño incluido en la película: el protagonista iba por la calle y, en un momento determinado, se encontraba un jamón y se ponía a comérselo con los dedos. A continuación, despertaba y se iba a la cocina, abría la nevera y se encontraba… un trozo de jamón, que volvía a comer sin entender nada. Concluía el cineasta: “Me pareció una secuencia maravillosa, aunque no tengo la misma teoría que Buñuel, que cree que lo basamos todo en nuestros sueños. Para mí, todo pasó en los nueve meses que estuvimos dentro de la burbuja flotante”.

A Bigas Luna, no sin razón, se le ha acusado frecuentemente de tener mucho de Ferreri, de copiar elementos de Fellini o de plagiar incluso a Buñuel. El cineasta confirma las sospechas: “La influencia de estos tres directores es vital en mi cine”. En realidad, el cine de Bigas Luna es tan comprensivo, tan heterodoxo y tan poco elitista que ofrece un sabroso material por el mismo precio a los onanistas físicos y a los onanistas mentales.

Estaba a punto de empezar el rodaje de ‘Segundo origen’, una adaptación a la gran pantalla de un relato de ficción científica del escritor catalán Manuel de Pedrolo, que narra la historia de amor y superación de dos niños que se convierten en los únicos supervivientes de la Tierra después de un ataque alienígenea, en una especie de trasfondo que reflexiona sobre la ecología y la sexualidad, cuando le visitó la muerte a los sesenta y siete años, sin celebrarse ningún tipo de funeral ni de acto público de homenaje, por propio deseo del cineasta, que ya adelantó a todos con sus últimas voluntades, al dejar bien claro que no quería ni velatorios ni ningún tipo de acto religioso o similar. Odiaba la hipocresía tan española de hablar bien de alguien en el momento que pasa a mejor vida, por eso mismo no voy a cometer el error de ensalzarle, ni nada por el estilo. Hay que ser frío, como el muerto, y diseccionarlo como a un insecto, por decirlo con su idolatrado Buñuel.

Tras cursar estudios de arquitectura se pasa al diseño, primero como alumno y luego como profesor. Fotógrafo profesional, su acercamiento al cine se produce a través del pequeño formato de súper-8 milímetros. Después de rodar numerosos cortometrajes y documentales, su estreno como director de largometrajes llega en 1976 con el filme ‘Tatuaje’, donde utiliza el excelente soporte literario de Manuel Vázquez Montalbán (que colabora personalmente en la confección del guion), pero falla al transportar la serie negra a la realidad española, si bien con mayor personalidad que, pongamos por caso, la senilidad cinéfila de un José Luis Garci.

Su primer gran éxito se produce dos años más tarde, con la impactante ‘Bilbao’, de cuyo argumento y guion también es responsable, una fábula, lóbrega y tenebrosa, acerca de las fantasías sexuales y las realidades que se entremezclan en el cerebro de un hombre obsesionado con una prostituta, y que debe mucho al Wyler de ‘El coleccionista’. Al año siguiente, con ‘Caniche’, Bigas Luna expone una situación cerrada y claustrofóbica en la que sus protagonistas se ven envueltos en un juego impregnado de sordidez y delirio hasta el final, y se inspira vagamente en una leyenda urbana sobre Dalí y Gala –escapando a Francia en época de guerra, Gala prefirió cocinar y comerse a su gato que dejarlo a su suerte- y, aunque Bigas solo quiso contar una fábula sobre las relaciones de poder y dependencia dentro de la institución familiar, lo importante es la fuerza irónica de sus imágenes. El cineasta adopta otro inquietante tono obsesivo sobre la zoofilia, aunque, nunca, sin alcanzar unas cotas más importantes debido a la desmesurada dilatación de la trama. En cualquier caso, ‘Bilbao’ y ‘Caniche se convierten en sus películas más enclaustradas y conceptuales, sórdidas y amorales, de una pegajosa suciedad. El resto de su obra, ay, no llega a estas cotas de estilización.

En 1981, Bigas Luna dirige ‘Renacer’, una discutible visión sobre las sectas religiosas en los Estados Unidos. En ‘Lola’ (1985), con la impactante escena del hueso de melocotón devorado por un millón de hormigas, realiza, sin embargo, un filme bastante pobre, aunque contenga diversos simbolismos y algunas anotaciones pretendidamente trascendentes, pero el resultado es a todas luces insuficiente, debido, tal vez, a un guion sin ningún interés. Más original y arriesgado es ‘Angustia’ (1986), una reflexión disfrazada de cine de terror sobre el poder de las películas (y, en particular, de la adaptación de Conan Doyle en ‘El mundo perdido’) para difuminar la frontera que separa realidad y fantasía, pero le perjudica cierto manierismo y artificiosidad, además de quedar un tanto esquemático y superficial el pretendido estudio del cine dentro del cine, algo redundante. Con ‘Las edades de Lulú’ (1990), discutible adaptación de la no menos discutible novela homónima de Almudena Grandes, igualmente coguionista, Bigas Luna -en un principio, el productor Andrés Vicente Gómez ofrece el proyecto a Berlanga, pero este no se atreve y recomienda al catalán- realiza una crónica erótica sobre las apetencias de placer de una mujer nada insólita, pero queda limitada por una debilidad textual y una indefinición de los personajes, de sus satisfacciones y frustraciones, más allá de su elocuencia sexual, en un conjunto tan desconcertante y moralizante como poco eficaz.

Esta primera etapa de su cine es sinónimo de cierta ruptura, de cierta fascinación, un mundo erótico desde un punto de vista ciertamente personal y, por encima de todo, de provocación, y un largo reflejo, con frecuencia muy íntimo, de obsesiones, necesidades, pensamientos y formas de vivir el amor, o simplemente el sexo, por parte de la mujer. En efecto, en la obra del realizador, los personajes femeninos son siempre más importantes que los masculinos. Le gusta, y mucho, el mundo femenino. Es el que tiene delante, tal vez porque siempre ha vivido rodeado de mujeres: su madre, su hermana, su mujer, sus hijas.

En un breve pero estimulante documental sobre su obra, ‘La mirada entomológica’ (Sergi Rubió, 2008), Bigas admitía que “el sabio calla, el inteligente habla, el memo discute. Mi cine es el retrato manipulado de lo que veo. Yo soy como mis películas y como mis personajes: voy evolucionando con ellas y con ellos. Lo que yo hago es fomentar mis obsesiones y contradicciones. El mundo de las miserias y las debilidades humanas me fascina. Allí es donde se encuentran la verdad y la humanidad. En las miserias está la personalidad, por ello yo profundizo en ellas. El que engaña a su mujer, por ejemplo, se siente culpable, cuando, en realidad, ha engañado porque se ha visto acorralado. Esa es la lectura que me interesa”.

En 1992, año en el que rueda el spot de un burbujeante cava, inicia su denominada “trilogía ibérica’, compuesta por ‘Jamón, jamón’ (1992), ‘Huevos de oro’ (1993) y ‘La teta y la luna’ (1994), tres maneras de contemplar el sentimiento sexual -la pornografía, el erotismo y el romanticismo- que nos acerca a los símbolos, a los sentimientos primarios, a lo oculto y a lo etnológico, con sus referencias estéticas a Goya y al cine de Buñuel, de Ferreri, de Fellini. Bigas Luna intenta sugerir, divertir, dejar un espacio para la poesía, pero todo viene acompañado por sus escatologías y sus descaros. ‘Jamón, jamón’ es una petulante combinación de ocurrencias y groserías sin ningún sentido autocrítico ni de la medida, un retrato entre sarcástico y alegórico de la España prototípica y profunda, con obsesivo hincapié en el sexo y en la comida. Por lo menos, los excesos del melodrama, con el duelo al amanecer con patas de jamones curados, nada tienen que ver con la autocomplacencia almodovariana. Menos da una piedra. Pero lo mejor de la película, para qué negarlo, es el cartel, con Penélope en rojo bajo el cuerpo del toro, una imagen turbadora y perdurable que el diseñador británico Neville Brady extrajo de una polaroid del mismo Bigas.

La segunda pieza de esta trilogía, ‘Huevos de oro’, es, otra vez, una mirada global, simbolista y algo verbenera a la España profunda, sus rasgos esenciales y sus ritos. Bigas, sin conseguirlo, pretende compaginar diferentes niveles, desde el puramente anecdótico al metafórico, alrededor de la figura de un hortera “macho ibérico” y del clásico esquema del ascenso y caída, pero todo queda en una irregular historia, en un canto épico a los atributos masculinos que se muestra en exceso inoperante. Cierra la trilogía una reiterativa y agobiante ‘La teta y la luna’, que insiste en una simbología caricaturesca, en realidad un cuento infantil, narrado desde la mirada de un niño inmerso en una manera muy hispánica de contemplar el mundo y de vivir la vida.

Con ‘Bambola’ (1996), pobretona procacidad playera sobre la pasión general que despierta la exuberante encargada de un restaurante, se queda en una primaria historia sin aristas, realizada descuidadamente, sin profundidad, con personajes de una sola pieza y unos diálogos que producen vergüenza ajena. Más interés ofrece ‘La camarera del Titanic’ (1997), adaptación de la gran novela de Didier Decoin, que, aunque desperdicia sus enormes posibilidades, queda como una sugestiva reflexión sobre la sensualidad y la representación. ‘Volaverunt’ (1999) es una fallida adaptación de la novela histórica de Antonio Larreta, acerca de la extraña muerte prematura de la duquesa de Alba en la España goyesca, mal construída y peor desarrollada. Lo mismo puede decirse de la discreta y modesta adaptación de la novela homónima de Manuel Vicent, ‘Son de mar’ (2001), con guion de Rafael Azcona, sobre el tema del triángulo amoroso y pasional, que carece de eficacia e interés. Con ‘Yo soy la Juani’ (2006), monótona y pesada, grotesca y autocomplaciente, Bigas Luna nos ofrece el retrato de una princesa del extrarradio que se queda en poco más que en la descripción de un personaje (eso sí, excelentemente encarnado por Verónica Echegui) con una muy leve progresión dramática y con ecos de ‘Rebelde sin causa’ (hay una escena de carreras de coches prácticamente igual). “La Juani”, explicó Bigas en su día, “es la cenicienta que le tiró a la cabeza su zapato de cristal al príncipe porque era un capullo”. De su testamento cinematográfico, “Di-Di Hollywood’ (2010), centrado nuevamente en el mundo de las mujeres y la iconografía del éxito, mejor no hablar.

Decía Truman Capote que los creadores visuales “serán más conocidos por las pequeñas obras que por las de larga duración”. Sea cierto o no, Bigas Luna también dirige cortometrajes y episodios para filmes colectivos. Sus inicios, en efecto, se remontan al celuloide de pequeño formato en títulos como ‘Cónsul Tura’, ‘Carlos Riart’, ‘La millonaria’ o ‘Juan Sivilla’, realizados entre 1974 y 1975, y también se encarga de otros experimentales e incluso porno –como el de una dama que juguetea con su secador de pelo hasta que descubre nuevas utilidades- que luego reuniría en ‘Historias impúdicas’ (1977), filme que recoge once pequeñas historias. Ya en el ámbito profesional, realiza los cortos ‘Mona y Temba’ (1976), ‘Cóctel internacional’ (1976), ‘Un collar de moscas’ (2002) o ‘Con el corazón’ (2007). También dirige los capítulos de la serie ‘Kiu’ (1985) y un episodio de ‘Lumière y compañía’ (1996), filme colectivo en el que además intervienen los cineastas David Lynch, Spike Lee, James Ivory, Arthur Penn, Giuseppe Tornatore, Wim Wenders, Gabriel Axel, Zhang Yimou, Liv Ullman, Constantin Costa-Gavras, Claude Lelouch, Bertrand Tavernier, Nadie Trintignant, Vicente Aranda y Fernando Trueba. Realiza, en 2010, un episodio de una serie documental sobre los archivos de televisión española en la que también participan Claudia Llosa, Juan Angonio Bayona, Jaume Balagueró, Cesc Gay, Joaquín Oristrell, Albert Solé, Manuel Huerga, Agustí Villaronga, Paco Mir, José Corbacho, Laura Mañá e Isabel Coixet.

Amante de los burros –en su masía de Tarragona tenía recogidos más de una docena-, Bigas decidió, en 2010, presentarse como candidato a la presidencia de la academia de cine, puesto que había dejado libre, con su dimisión, Álex de la Iglesia. Convencido de que esta institución debe explicar a los políticos cómo utilizar el cine para sacarlo de la edad media de la era digital en la que “los operadores de telefonía son los grandes señores feudales”, al ser derrotado por la terna de Enrique González Macho, Bigas declaró que “había ganado la opción continuista frente a la rompedora”. El director, que en su programa había prometido dar un toque sexy a una institución con imagen apolillada, anunció, entonces, que no volvería a presentarse nunca a unas elecciones. La ilusión de lo que pudo convertirse la academia, en una suerte de nuevo Plata del cine español, se vino abajo. Y nosotros, con dos palmos de narices.

Su evidente talento para inventar imágenes (¡ese gorrión atrapado en una rendija entre un armario y la pared!) termina socavando el cuidado de la estructura narrativa que debe sostenerlo. En sus películas, todo está mezclado y confundido, por eso le gustaba tanto Fellini y el Valle-Inclán de las ‘Comedias bárbaras’, aunque su cine se acercase más a la visualidad facilona de un Tinto Brass que a la más trascendente de un Peter Greenaway o la más efectista de un Ken Russell. La memoria de un cineasta puede sintetizarse en unas imágenes que sirven de clave de su estilo. Sus imágenes, sin embargo, se sucedían como estampas sueltas, trazadas con la técnica del chafarrinón y un subrayado propio de la pirotecnia, en una celebración de la comedia, el sexo, la risa y las lágrimas, porque al cine también se va a llorar. En todo caso, Bigas juega a la rareza, la heterodoxia, la marginalidad, el aullido de los parias, pero, muchas veces, las buenas intenciones no sirven para justificar un puñado de películas en exceso zafias y ramplonas, un cine en el que puede ocurrir de todo, lo mejor y lo peor, la miseria y la grandeza, la luz y la tiniebla.

A lo largo de toda su carrera profesional, el “zaragozano” Juan José Bigas Luna combina, en una suerte de cóctel, la tragedia con la gastronomía, la comedia con la sociología o la cultura popular con la fantasía, y llega al mundo del cine proveniente de la publicidad, en la que ejecuta en 2011 su último trabajo: un anuncio para un desengrasante, como aquella pelea a jamonazos, que nace en Goya para morir en la estética del polígono industrial, bajo los testículos mudos del toro de Osborne. De la estética enclaustrada y conceptual, pues, a la del aroma a ajo, paella o tortilla de patatas, y el toque castizo del botijo, la fregona o la ropa tendida en la calle. O sea, Bigas en su salsa, como un Almodóvar catalán. O como un Bardem, el Brando de los Monegros. Bien lo decía Jardiel. Ya saben: el que quiera elogios, que se muera.

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