Uncastillo y la cinefilia de Perdiguer


Por Carlos Calvo
Fotografías: César Sánchez Vázquez

  El cine no es solo la película, sino los tráileres, las fotos, el “merchandising”, los afiches, la promoción, el artisteo que lo rodea, con sus diferentes babilonias de amores, odios, celos, galardones y rencores.

    Esto lo tenía muy claro el vinatero zaragozano Ramón Perdiguer, y participaba de ello. Siempre llevó la cinefilia en la sangre. Con él tuve encuentros y desencuentros en sus tertulias de su bodega de la calle San Pablo, pero siempre amigablemente. Le acompañé a un sinfín de presentaciones, certámenes e inauguraciones: cine, literatura, pintura, fotografía… Aunque nunca he entendido la mitomanía (lo importante es la obra, a mi modo de ver, no el mobiliario), el vinatero seguía erre que erre con sus mitos.

  Que si Greta Garbo, que sin Jean Arthur, que si Norma Shearer, que si Mary Astor, que si Imperio Argentina, que si Antoñita Colomé, que si Anna Sten, que si Lina Yegros, que si Alice Faye, que si Linda Parker, que si Eddy Lamarr, que si Marlene Dietrich, que si Delma Byron, que si Frances Drake, que si Winifred Shaw, que si Dorothy Kent, que si Ann Sothern, que si Claire Trevor, que si Katherine de Mille, que si Sylvia Sidney, que si Virginia Pine, que si Marta Eggerth, que si Joan Blondell, que si Carole Lombard, que si Joan Bennett, que si Rosalind Russell, que si Merle Oberon, que si Paulette Goddard, que si Glenda Farrell, que si Gloria Stuart, que si Claudette Colbert, que si Ida Lupino, que si Loretta Young, que si Paula Stone, que si Jane Hamilton, que si Margaret Wallmann, que si Ginger Rogers, que si Shirley Grey o que si Conchita Montenegro, para no extenderme más, la que hizo las Américas antes que Sara Montiel, escandalizó a media Europa bailando desnuda en el París cabaretero de Joséphine Baker y era llamada “la Greta Garbo nacional” (la cual, por cierto, le animó a ser fría como el mármol).

  Con la Garbo, precisamente, hacía el repaso de un rostro que, para Perdiguer, representaba el momento frágil en que el cine iba a extraer una belleza existencial de una belleza esencial, en que el arquetipo iba a desviarse hacia la fascinación de figuras perecederas, en que la claridad de las esencias carnales dejarán lugar a una lírica de la mujer. De este modo, se explayaba en el mito. Y empezaba con sus lecciones. Que tras su excelente colaboración en ‘Mata-Hari’, Greta Garbo y George Fitzmaurice rodaron ‘Como tú me deseas’, en pleno apogeo de la diva. Que su expresividad facial sugirió a menudo a los espectadores y a sus oponentes masculinos –como a Herbert Marshall en ‘El velo pintado’, de Boleslawski- la altiva y enigmática imagen de una esfinge. Que el director feminista por antonomasia, George Cukor, tuvo en ella a una de sus intérpretes ideales y viceversa, siendo su primer trabajo conjunto ‘Margarita Gauthier’, con Robert Taylor. Que el apodo de ‘Divina’ que mereció la actriz designaba menos un grado superlativo de belleza que una cualidad arquetípica de su rostro, encarnación de una idea platónica de la creación.

  En cualquier caso, no todos estos mitos de la gran pantalla que adoraba el fallecido mantuvieron a la vez su intensa actividad profesional unida a un alto nivel de exigencia, se pusiese como se pusiese el bueno de Ramón. Un Perdiguer que, en cuanto podía, sacaba del baúl de su prodigiosa memoria datos y leyendas de unas estrellas del celuloide, como bien se encargó de plasmar en las páginas de las revistas culturales zaragozanas ‘La avispa’ y ‘Pasarela’. La memoria es un tesoro que actúa (como decía Arrabal del porvenir) a golpes de teatro. Un suceso lleva a otro, pero por medio se mezclan alucinaciones, hechos improbables. Si Perdiguer no se encontraba con esquinas nuevas, lo que decía podía quedar seco, o por lo menos distante, ajeno. Él le ponía entusiasmo, pasión, como buen mitómano. Un mitómano incorregible. Y la Garbo era su modelo, su referente.

 Por esto mismo, y además de entregar los premios de las clásicas ‘bocinas de piedra’ (en esta ocasión para Ecozine, Cinecicleta y Arbolé), la muestra de cine mudo de Uncastillo que coordinan Josu Azcona y Carmen Giménez, en su edición decimoctava, le ha homenajeado póstumamente con la creación de un galardón que lleva su nombre. Un premio materializado en una serigrafía que reproduce un fotograma de su adorada Greta Garbo creada Manuel Bayo Marín, un dibujo original de este pintor y cartelista turolense que se publicó en la revista ‘Crónica’ en 1934. Por primera vez, pues, este premio se concedió por partida doble: a Alicia Perdiguer, la hermana del desaparecido, y a César Sánchez, cinéfilo que pertenecía a la tertulia de cine del vinatero, además de coleccionista y artista del pop-art.

 Bajo el eje temático de ‘La naturaleza en el cine mudo’, Uncastillo configuró este verano de 2018 un programa de indiscutible calidad en todos los sentidos. Con motivo del ciento cincuenta aniversario del establecimiento de relaciones entre España y Japón, se llevó a cabo una sesión especial con el filme vanguardista de Teinosuke Kinugasa ‘Una página de locura’ (1926), basado en un relato de Yasunari Kawabata (también guionista) y con el narrador japonés afincado en Barcelona Yoshi Hioki explicando las imágenes, pues la película no contiene intertítulos y a la versión recuperada le falta un tercio de su metraje original. Completando las referencias niponas de esta edición de las jornadas uncastilleras, el cartel fue diseñado por Kumiko Fujimura, artista japonesa que reside y trabaja en Zaragoza. Todos los filmes que se proyectaron iban acompañados de música en directo (piano, acordeón, flauta, fagot, bajo, saxo, percusión, teclados, guitarra), con las elegantes ejecuciones a cargo de las hermanas Mainer Martín, Fernando Pérez, Martín Giménez Laborda, Daniel Matute, Lord Sassafras, Jaime López, Ricardo Moliner, Manuel Gómez, Fernando Roncales, Ignacio Alfayé, Josetxo Fernández de Ortega o Carlos Calvo (homónimo del arriba firmante, un navarro afincado en Zaragoza y miembro de grupos como Dixieland Blues y Pixie Dixie).

  Así, Ramón Perdiguer no pudo ver, o volver a ver, ‘Chang’ (1927), de Merian Cooper y Ernst Schoedsack (los autores de ‘King Kong’), un documental de aventuras protagonizado por el hombre, la jungla y los animales salvajes. Tampoco el largometraje de animación ‘La tortuga roja’ (2016), historia muda del holandés Michael Dudok de Wit, primera coproducción internacional de los disciplinados estudios Ghibli (la compañía de dibujos animados fundada por el gran Hayao), que es casi más un estado mental que un argumento: tratar de explicarlo siempre acabará siendo reduccionista. Estamos ante una ensoñadora fantasía mítica sobre un náufrago que podría salir de una isla de no ser por la presencia del reptil del título. El resultado es una animación llena de talento y mucha disciplina. Porque el talento sin disciplina es como el vino sin botella: se desparrama.

  Los cortometrajes también hicieron acto de presencia, como los dos británicos firmados por Percy Smith: ‘El nacimiento de una flor’ (1910) y ‘La fuerza y agilidad de los insectos’ (1911). O ‘Life is born’, fragmento del documental sonoro (y sin diálogos) de los canadienses Dave Mossop y Eric Corsland ‘All I can’ (2015). O ‘Alicia en el mar’ (1924), primer capítulo de una serie de animación creada por Walt Disney. O ‘El Polo Norte’ (1922), dirigido al alimón por Buster Keaton y Edward Cline. O ‘Al sol’ (1919), pieza de Charles Chaplin también conocida como ‘Charlot en el campo’. O tres piezas cortas del año 2017 seleccionadas en el pasado festival internacional de cine y medio ambiente de Zaragoza, ahora premiado: ‘Saccage’, proyecto escolar francés de dibujos animados realizado colectivamente por Alexandre Boesch-Brassens, Julie Mansuy, Nicolas Ocipski, Paul Gaulier, Samuel Ramamisoa, Sylvain Masson y William Rima; ‘Plaga’, documental español de Koldo Almándoz, e ‘Hybrids’, animación gala codirigida por Florian Brauch, Matthieu Pujol, Kim Tailhades, Yohan Thireau y Romain Thirion.

  Pero las dos obras maestras indiscutibles de esta edición fueron las estadounidenses ‘El viento’ y ‘Tabú’. La primera, dirigida por el sueco Victor Sjöstrom en 1927 a través de un proyecto promovido por la actriz Lilian Gish, está ambientada en un árido poblacho del oeste en mitad del desierto, según una novela de Dorothy Scarborough, y el realizador se aproxima al naturalismo poético apoyado en un soberbio guion de Frances Marion. Se trata de un filme sobrecogedor en su valoración dramática de la naturaleza, con las pasiones expresadas por la metáfora del viento desatado durante una tormenta o por las imágenes casi surreales de los caballos. Ya lo decía Spinoza: “El amor, el odio, la ira, la envidia o la misericordia nos pertenecen de la misma manera que el calor, el frío, la tempestad o el relámpago constituyen lo que es propio del aire”.

  Por su parte, ‘Tabú’, realizada por Friedrich Wilhlem Murnau en 1931, es la última película del maestro alemán, aunque empieza siendo una colaboración con el documentalista Robert Flaherty, un retrato de apuntes etnográficos y de un romanticismo indeleble en torno a las costumbres y modo de vida de las gentes del Pacífico Sur. Con actores no profesionales y una bellísima fotografía de Floyd Crosby, el sencillo argumento (los dos capítulos de la película se titulan ‘Paraíso’ y ‘Paraíso perdido’) narra una historia de amor erótico protagonizada por una joven que se convierte en tabú sexual cuando un anciano la elige para sustituir a una virgen sagrada que acaba de morir. Con un exquisito final trágico y el tema de la inútil lucha del hombre contra la fatalidad del destino, tan caro a Murnau (y al romanticismo, esto es), el cineasta ofrece uno de sus más preciosos poemas, verdadera sinfonía trazada alrededor de un esquema dramático que, como la mayor parte de sus obras, se articula según una moral maniquea. Ramón Perdiguer la consideraba una de sus películas de referencia.

  Un Perdiguer, en fin, que siempre llevó inoculado en vena el virus de la cinefilia y creció devorando programas dobles en cines de barrio. Culto y buen lector de literatura, el vinatero creía firmemente en el poder de la redención de la cultura. Sabía que es imperioso ‘rehumanizar’, por así decirlo, el mundo para que sea un mundo habitable y sabía también que el ser humano, si no quiere pasarse la vida desnortado, necesita educación, sentido de la cultura, más humanidad. Y prefería ver las películas en versión original, con la ventaja de su dominio del inglés y, sobre todo, del francés, y por ello frecuentaba aquellas viejas salas “de arte y ensayo” que tantas tardes y noches de alegría le proporcionaron. Como las mismas jornadas de cine mudo en Uncastillo, de las que fue uno de sus padrinos.

  Y ahora seguirá en la memoria de sucesivas ediciones en forma de premio que visualiza a su adorada actriz sueca Greta Garbo, según la serigrafía creada por Bayo Marín (a quien el arriba firmante y Eduardo Laborda hicimos un amplio estudio en la revista turolense ‘Cabiria’). La única droga consumida en esta muestra uncastillera es el cariño por el cine mudo, ese pautado recuento de silencios donde se adivinan abismos. Y Ramón Perdiguer sentía las jornadas silentes como su festival de cine. O como su droga necesaria como el pan de cada día. Suena cursi, pero no queda más remedio.

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