Un viaje a la infancia


Por Carlos Calvo
Fotografías de Guadalupe Corraliza 

  De niño, tuve la inmensa fortuna de que mi abuela materna me llevara al cine cada dos por tres, y en ese reducto salía del pequeño mundo en el que vivía para transportarme a historias que sembraron el germen de mi pasión por el celuloide.

    Así nació mi amor por el cine, por los relatos, por las vidas vividas de otras personas y por mi afición a las lecturas adaptadas. Fue el comienzo de una de esas pasiones que marcan una vida. Me convertía en un jugador en el escenario de otro. La mente y la imaginación se fusionaban en un aprendizaje que se iba posando poco a poco, como la vieja hilaba el copo. El gran flechazo cinematográfico fue para mí ‘Los contrabandistas de Moonfleet’, la película de Fritz Lang del año 1955 que mi abuela me llevó a ver en una matinal del zaragozano cine Victoria, uno de aquellos inolvidables festivos que pusieron los cimientos de mi cinefilia irredenta.

  Tuve la suerte, a fin de cuentas, de crecer viendo historias que me hacían sentir poderoso. Relatos en los que, muchas veces, los adultos tiraban la toalla frente a un problema, mientras los niños no. Fue un mundo feliz, a pesar de que el escritor Aldous Huxley creyese que la peor dictadura es la de las cosas que nos gustan, del placer, del entretenimiento. El escapismo es una parte esencial de la experiencia humana. Lo necesitamos para ser felices y lo obtenemos a través del cine y el mundo de las artes y las letras en general. Es bueno para chicos y mayores tener una vía de escape, aunque siempre en el justo equilibrio entre la fantasía y la realidad.

  Con mi abuela, en cualquier caso, recorrí todos los cines de aquella Zaragoza de los años sesenta y setenta del siglo veinte, y con ellos empecé a descubrir la ciudad en sus barriadas, sus gentes y sus cosas. Mi cine preferido era el Latino, frente a la iglesia de San Gil, que me recordaba por su clasicismo esférico al del cine Elíseos. También acudíamos con frecuencia al Fuenclara –luego Arlequín y sede más tarde de la filmoteca-, al Pax y al Roxy, sin menospreciar, claro está, el resto, desde el Palacio al París, pasando por los Norte, Venecia, Dux, Rialto, Mola, Torrero, Gran Vía, Madrid, Actualidades, Avenida, Palafox, Dorado, Coso, Argensola, Coliseo, Rex, Fleta… Seguro que me dejo alguno. En todas aquellas salas vi muchas de las películas que ahora recoge la exposición de la Caixaforum titulada ‘Cine y emociones: un viaja a la infancia’.

  Es probable que la ficción sea una necesidad de la especie humana, sin más, pero parte de la necesidad está vinculada con protocolos elementales de las relaciones entre personas. Acaso sea esta la idea primordial de esta exposición concebida como un viaje a la infancia pensado para todos los públicos, adultos y niños. Una exposición que nos invita tanto a ser testigos de cómo se ha plasmado la infancia en el cine desde su invención como a experimentar las emociones vividas durante nuestros primeros años de vida. Unos primeros años de vida que recibimos experiencias y sentimientos, nuevos y desconocidos. Y, con buen criterio, en siete secciones se divide la exposición: ‘Alegría’, ‘Rabia’, ‘Risa’, ‘Lágrimas’, ‘Miedo’, ‘Valentía’ e ‘Ilusión’. Las películas seleccionadas para cada bucle ejemplifican una determinada emoción y se acompañan de otros materiales que muestran todo lo que rodea a su creación, desde dibujos a fotografías fijas o de rodaje, pasando por guiones, ‘storyboards’, carteles, bocetos preparatorios, maquetas, vestuario u objetos, todos ellos provenientes de la cinemateca francesa o de los fondos personales de distintos cineastas y coleccionistas. Y, entre unas cosas y otras, descubrimos que tan fascinantes son las herramientas con las que trabaja el cine como genuinas las emociones que son capaces de despertar.

  Dijo una vez el realizador Martin Scorsese que lo primero que sintió cuando le llevaron al cine de pequeño fue la sensación de “entrar a un mundo mágico y de sueños”, un lugar que “despertaba y ensanchaba” su imaginación. Una sensación que ha permanecido invariable a lo largo de generaciones, como también lo han expresado cineastas como Tim Burton, Juan Antonio Bayona e Ingmar Bergman, cuyas frases respectivas acompañan a la exposición como exponente de sus aproximaciones al universo infantil. A lo largo de la muestra descubrimos desde filmes clásicos realizados por Georges Méliès y Charles Chaplin –quien, con ‘El chico’, comprendió que la infancia es el periodo donde se aprenden las emociones- hasta película actuales de los estudios Pixar y Ghibli.

  Entre ambos polos, un sinfín de referencias cinematográficas: ‘King Kong’, ‘Alicia en el país de las maravillas’, ‘Mary Poppins’, ‘El mago de Oz’, ‘Oliver Twist’, ‘La guerra de los botones’, ‘Ladrón de bicicletas’, ‘Marcelino, pan y vino’, ‘La noche del cazador’, ‘Peter Pan’, ‘El pequeño salvaje’, ‘Gorriones’, ‘El milagro de Ana Sullivan’, ‘La ciudad de los muchachos’, ‘El bólido’, ‘El viejo y el niño’, ‘El resplandor’, ‘La gran familia’, ‘¡Qué bello es vivir!’, ‘El arrabal’, ‘El laberinto del fauno’, ‘Jurasic Park’, ‘Un monstruo viene a verme’, ‘E.T.’, ‘Kirikú y la bruja’, la saga ‘Harry Potter’… O referencias de cineastas: Richard Linklater, Wes Anderson, Michel Ocelot, Satyajit Ray, Cecil Blount DeMille, Peter Brook, George Stevens, Jean Renoir, John Guillermin, Jack Clayton, Michael Winterbotton, Claude Barras, Carlos Saura, Jacques Tati, Jerry Lewis, Agustí Villaronga, Montxo Armendáriz, Víctor Erice…

  Decía al principio que, de niño, mi gran flechazo fue ver, acompañado de mi abuela, ‘Los contrabandistas de Moonfleet’. Una película que engloba el espíritu de esta entrañable exposición. Una película de aventuras que muestra el cariño de un joven noble huérfano hacia el jefe, esto es, de una banda de contrabandistas en un pequeño puerto inglés a mediados del siglo dieciocho. Entre el brillante vitalismo de los clásicos, la película de Lang se convierte en un islote de negrura. La primera obra en cinemascope del autor de ‘Solo se vive una vez’ pronto se revela como un relato amargo, siniestro, casi una fantasmagoría, que sigue las andanzas de un bucanero al que se une un niño fascinado por su figura.

  Sus peripecias toman la forma de una huida hacia adelante en busca de un irrecuperable pasado. Es la aventura de este niño, su mirada, la influencia que obtiene y produce en el mundo de su protector adulto, un personaje magnífico y construido con tanto material poético como prosaico. Es el relato sobre la amistad, el aprendizaje y los hilos que unen el presente y el pasado, el bien y el mal. ‘Los contrabandistas de Moonfleet’, una película deslumbrante e inagotable de iniciación de espíritu stevensoniano, se mueve entre cementerios, brumas y fantasmas, además de ocultar una historia de amor tan visceral como afligida.

  En el desamparo de la infancia, cuando un niño se siente desvalido, la fantasía es un consuelo”, ha dejado escrito el animador nipón Hayao Miyazaki, presente en la exposición y siempre fiel a la imaginación pura, sin cortapisas de verosimilitud. De entre las muchas películas inolvidables de la historia del cine en general y de Fritz Lang en particular (‘Las tres luces’, ‘Metrópolis’, ‘M, el vampiro de Düsseldorf ‘, ‘Furia’, ‘La mujer del cuadro’, ‘Encubridora’, ‘Los sobornados’), quizá sea ‘Los contrabandistas de Moonfleet’ la primera si se ve a la edad de la aventura, de la ilusión, del aprendizaje y de la amistad (¿cuál no es esa edad?). Es la película que mejor participa de esta exposición, pues aúna en su imaginario fílmico la alegría, la rabia, la risa, las lágrimas, el miedo, la valentía y, por supuesto, la ilusión. ‘Los contrabandistas de Moonfleet’ es al cine lo que ‘La isla del tesoro’ a la literatura.

  El encanto que vuelca Fritz Lang en la relación entre un niño y un duro y cínico bucanero, la cantidad de misterio, emoción y lírica con que la rodea, hacen de esta obra una de las imprescindibles en la memoria de cualquiera que haya sido niño.

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