Acuarelas del oscense Jorge Agustí en la zaragozana taberna ‘Gallizo’

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Por Carlos Calvo
Fotografías de D.S.

   En el arte, los grandes o pequeños temas necesitan de pequeñas o grandes excusas para manifestarse. A veces, la subjetividad creadora y los grandes o pequeños temas coinciden en el arte de un modo insólito.

En ocasiones, el objeto de preocupación de los artistas está íntimamente ligado al contexto histórico y cultural de su época. Otras, sin embargo, obedece directamente a su propia intimidad y descubrimos que se trata de temas universales, de aspectos que, aun siendo conocidos y reconocidos, pueden seguir siendo observados desde nuevas perspectivas o renovadas emociones. Temas como el paisaje o la forma siguen siendo motor de inspiración. Los grandes o pequeños temas, en efecto, nunca se agotan.

Una prueba palpable de lo dicho lo encontramos en el artista oscense Jorge Agustí Serrano, afincado desde hace siete años en la capital aragonesa, que ahora expone hasta el siete de septiembre en la mítica taberna zaragozana ‘Gallizo’ -como siempre, como nunca-, sita en la calle San Lorenzo del barrio de la Magdalena (acción, reacción) y que regenta el carismático Pedro Morillas, quien, nobleza obliga, nos deleitó con sus crujientes e inigualables tapas del “jamón con chorreras”, entre otros manjares de la casa. Se trata de una exposición de obra reciente realizada en acuarela o temple, particularmente atractiva por su estética y colorido. Los cuadros de este artista hiperrealista y figurativo muestran tanto motivos oscenses como zaragozanos (más acción, más reacción), y emplea tanto cuadros voluminosos como de pequeñas proporciones.

Las carrascas de la sierra de Gratal son unos elementos que a Jorge Agustí le gustan especialmente, no en vano ya los trabajaba con su padre, también del oficio. El autor plantea el paisaje con exclusivo protagonismo: árboles reducidos por la distancia, con una línea de horizonte y un gran y sugerente espacio de cielo. La experiencia del paso del tiempo y del espacio incierto de la naturaleza propicia un estado de vulnerabilidad. Esa fragilidad ante la naturaleza supone, en el planteamiento del artista, todo un cuestionamiento de la representación convencional del paisaje. El orden y la calma.

Empero, la muestra habla asimismo del tiempo como algo esencialmente ligado a la práctica pictórica. Una colección de pinturas que recorren un bellísimo itinerario paisajístico que transcurre desde la mirada del puente de Piedra en el río Ebro a su paso por Zaragoza hasta la catedral de Huesca. Por el camino, o por veredas, grutas y caminos varios, el castillo de Montearagón, el salto de Roldán, los mallos de Riglos… Del mismo modo, Agustí ejecuta un recorrido por la naturaleza que recrea y lima al detalle toda la belleza de la realidad, para buscar, maldita sea, la espontaneidad de un primer golpe de vista que vibra, sobre todo, bajo una luz directa, fuerte y contrastada.

Luz y color, efectivamente, que transmiten fuerza y pasión por unos lugares llenos de encanto y plasticidad. Un canto, en fin, a una geografía, crónica de espacios abiertos, ensayo de actitudes emocionales, narración de afanes. Y el sonido del silencio. Y el acompañamiento de la soledad. Es la propia intimidad del artista. Es el arte como manifiesto. El paisaje y la forma, otra vez, son los motores de la inspiración.

Al mismo tiempo, la muestra pictórica se enriquece con la fachada de un comercio muy característico de la capital de Aragón, el bazar ‘Quiteria Martín’. Dice Jorge Agustí, y no le falta razón, que los pequeños comercios son las verdaderas articulaciones urbanas, sin ellos no se entendería la historia que nos une en una ciudad. El comercio tradicional es un trabajo directo que enriquece a los barrios. Las tiendas cerradas transmiten un mensaje descorazonador que acaba contaminando el estado de ánimo y destruyendo el espíritu urbano. El conocimiento consiste en mirar la realidad a través de un agujero en el ser, es decir, de una especie de ventana sobre la que nos asomamos al mundo.

El pincel de Jorge Agustí enaltece, esto es, los escaparates de esa tienda de la calle Mayor –en todas las urbes hay una calle Mayor-, donde se exhiben los adoquines del Pilar y las piedras del río Ebro y del Gállego y del Huerva, las peladillas y las obleas, los barquillos y los frutos secos, las bromas y las piñatas, las baratijas y los juguetes, el confeti y las serpentinas, las guirnaldas y los sombreros, las caretas y los antifaces, los cachirulos y los recuerdos. Son tiendas que hoy están aquí pero mañana ya no lo están. Mañana han desaparecido. Y un poco, también, de quien empujó alguna vez la puerta al grito de, un suponer, “quiero un cuarto y mitad de caramelos de menta blanca”. O azul. O verde esmeralda.

Son tiendas, a fin de cuentas, que representan la posibilidad de las últimas sorpresas, los anacronismos que nos devuelven a nuestros propios paraísos de la infancia. Son tiendas, en palabras del escritor Miguel Sánchez-Ostiz, “que sugieren el tiempo quieto” y “representan el pasado y lo pintoresco, lo museable, el trofeo, la falsa vida fácil y sentimental, la curiosidad enfermiza hacia lo que despide encanto (irresistible), la supervivencia de un mundo que de tener tiene un interés literario, y este es relativo, solo relativo, de rareza, de marginilidad”.

Para el oscense, al fin y al cabo, esas tiendas de color canela, por decirlo con Bruno Schultz, tienen un interés pictórico, de temple y acuarelas, como los puentes y las catedrales, las sierras y las grutas, los mallos y los castillos, los saltos y las carrascas. Los grandes o pequeños temas, ya se sabe, necesitan de pequeñas o grandes excusas para manifestarse. Nunca se agotan. El pequeño gran mundo de Jorge Agustí.

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