Disney, todo empezó con un ratón

 

Por Carlos Calvo

Para bien o para mal, los personajes de la factoría Disney han endulzado la infancia de millones de niños. Ahí están, para corroborarlo, el de Simba de ‘El rey león’, el de Ariel de ‘La sirenita’ o el de Elsa de ‘Frozen’. O el de Bella o el de Jasmine o el de Mulán o el de otros tantos.

Son, hay más, los protagonistas animados de última generación, visual y musicalmente impecables. Y la exposición en el CaixaForum de Zaragoza titulada ‘Disney, el arte de contar historias’ profundiza en la idea de la transición de la primera época dorada de la animación de esos estudios hasta la segunda. Acaso han cambiado las herramientas, pero la estructura de trabajo es básicamente igual. Las historias, en cualquier caso, se han vuelto más complejas. Una muestra que permite, además, entender todo el trabajo artístico que hay detrás de cada escena. ¿Cómo se crean algunas de las criaturas que idea Walt Disney? ¿Quién está detrás de su diseño? Pero vayamos por el principio.

Walt Disney, que nace en Chicago en 1901 y fallece en Hollywood sesenta y cinco años después, frecuenta la academia de bellas artes y trabaja en Kansas como dibujante publicitario y caricaturista. En 1923 se traslada a Los Ángeles con su hermano Roy, fotógrafo de profesión, y ambos empiezan a producir filmes de dibujos animados por cuenta de la Universal. Entre sus primeras creaciones se cuentan el conejo Oswald y la pequeña Alice. Comienza, pocos años más tarde, a trabajar por su cuenta y crea el personaje mundialmente famoso del ratón Mickey (inicialmente llamado Mortimer), una serie cuyo tercer episodio, ‘Steamboat Willie’, es el primer dibujo animado sonoro. El propio Disney lo tiene claro: “Todo empezó con un ratón”. Mickey es un optimista y, también, una enorme máquina de ganar dinero. Y eso da la financiación necesaria para empezar a hacer otras cosas. Y a experimentar.

El primer gran éxito de su carrera son las ‘Sinfonías tontas’ –iniciadas con ‘La danza macabra’-, fábulas fantásticas de encanto muy personal y que, si bien fruto de una creación colectiva, llevan la marca de un autor. Crea también otros personajes de gran popularidad: el pato Donald, la ratoncita Minnie, los perros Pluto y Goofy, Bucéfalo… En ellos tiene parte muy destacada Ub Iwerks, uno de sus más constantes y fieles colaboradores. Sus aportaciones técnicas al cine de dibujos animados son incontables: nuevos sistemas sonoros, perfeccionamiento del color, empleo de la cámara multiplano para la toma de vistas… Estos esfuerzos culminan en 1937 con ‘Blancanieves y los siete enanitos’, que obtiene un enorme éxito comercial en todo el mundo.

Basado libremente en el cuento de los hermanos Grimm (¿o fue Perrault?), ‘Blancanieves’ es el primer largometraje de dibujos animados y marca, en realidad, el declive de Walt Disney. La película, es cierto, contiene admirables escenas de terror y magia, deliciosos enanitos y encantadores animales. Sin embargo, el deseo de imitar formas humanas trae como consecuencia que estos seres ‘hermosos’ sean demasiado artificiosos y pulidos, y Disney queda reducido, ay, a la condición de ilustrador. La poesía literaria puesta en imágenes, a veces emotiva, reemplaza a la poesía específica del dibujo animado. A este filme le sigue ‘Saludos amigos’, primer intento de fusión de personajes reales y dibujos animados en un filme.

En 1948, abandona la realización para consolidar como productor su firma, a la que convierte en una gigantesca empresa industrial que fabrica productos perfectamente estereotipados. Promueve también la serie ‘True-life adventures’, sobre la vida de los animales, cuyo ejemplo más característico es ‘El desierto viviente’, dirigida por James Algar en 1954, así como películas de argumento, entre las que destaca ‘Veinte mil leguas de viaje submarino’, realizada ese mismo año por Richard Fleischer. Hace, también en 1954, un curioso intento de aproximación a las nuevas tendencias del dibujo animado, lanzadas por la UPA, en ‘Zim Zim Bum Bum’, que permanece como una experiencia aislada.

Consagrado a la promoción de nuevas empresas y a la creación de un gigantesco parque infantil, Disneylandia, sus filmes, en conjunto, no superan la condición de simples productos industriales, tan concienzudos como discutibles ideológicamente. Un zoo disneyano de buenas intenciones, vaya. Con sus mensajes incluidos, marca de la casa, en su filmografía son llamativos títulos como ‘El patito feo’, ‘Bambi’, ‘Los tres caballeros’, ‘La Cenicienta’, ‘Alicia en el país de las maravillas’, ‘Peter Pan’, ‘La dama y el vagabundo’, ‘La bella durmiente’, ‘101 dálmatas’ o ‘El mago Merlín’. Pero, ante todo, destacan, por motivos varios, ‘Dumbo’, ‘Fantasía’, ‘El libro de la selva’, ‘Pinocho’, ‘La Bella y la Bestia’ y ‘El rey león’.

Huelga decir que algunos de los elementos más sombríos de ‘Pinocho’, la fábula del italiano Carlo Collodi, quedan eliminados cuando Disney, en su segundo largometraje y bajo la codirección de Hamilton Luske y Ben Sharpsteen, la lleva al cine en 1940, el relato de un muñeco de madera que ha cobrado vida y deberá aprender no solo a ser responsable, sino, también, a amar y a ser valiente durante su búsqueda existencial. Una búsqueda que es inocente y pícara a la vez. ¿Es de extrañar que Pinocho sea todavía un listón muy alto que se emplea para juzgar muchas películas de dibujos animados? Ya con dirección en solitario de Ben Sharpsteen, según el libro de Helen Aberson, ‘Dumbo’ (1941) es el elefantito circense marginado cuyas orejas gigantescas y torpeza le hacen blanco de burlas, con el previsible triunfo final sobre la adversidad.

El propio Sharpsteen dirige un año antes ‘Fantasía’, una experiencia interesantísima aunque con momentos totalmente fallidos, como las secuencias de las hadas juguetonas que aparecen desnudas pero delicadamente desprovistas de órganos sexuales y la decadencia aparentemente interminable de los dinosaurios mientras se oye la música primaveral de Stravinski. ‘El libro de la selva’ (1967), con una muy convencional dirección de Wolfgang Reitherman, es la última película de dibujos animados supervisada por el propio Walt Disney –muere antes de su estreno- y parte de la historia de Rudyard Kipling sobre un niño criado por lobos en la selva.

En 1991, Disney estrena la mágica ‘La Bella y la Bestia’ –la primera película animada candidata al premio de la academia a la mejor película- y pone su animación al día con una hermosa mezcla de dibujos tradicionales y dibujos generados por ordenador. Le sigue, tres años después, ‘El rey león’ y no solo mejora los niveles fijados por ‘La Bella’, sino que se convierte, al instante, en un clásico de Disney, al lado de otras cintas lacrimógenas como ‘Blancanieves y los siete enanitos’ y, por supuesto, ‘Bambi’ (1942). Porque es conveniente verlas acompañados de una caja de pañuelos de papel.

La exposición del CaixaForum desvela las mejores piezas del archivo de Disney y el ingente trabajo que realizan los animadores de la casa para materializar las películas del estudio, un total de doscientas quince ilustraciones entre cortos y largos que van desde 1933 con ‘Los tres cerditos’ hasta 2013 con ‘Frozen’, adaptación de un cuento de Hans Christian Andersen. Si el cine es un trabajo en equipo, la animación requiere quizá un plus de colaboración entre los distintos departamentos y personas involucradas en el proceso creativo. Una muestra en la que vemos esbozos, notas de producción, páginas de guion, dibujos de personajes, escenarios creados a acuarela, carboncillo, pastel, grafito, tinta… Bocetos de estudio, en fin, para la dirección de arte.

Con todo y con eso, la exposición propone un recorrido imaginario por los escenarios donde las historias cobran vida: cabañas, bosques, castillos, lagos, senderos, tabernas… Y se divide en cinco ámbitos diferenciados, correspondientes a los cinco géneros más empleados en las películas de la factoría: cuentos de hadas (‘La bella durmiente’), cuentos tradicionales estadounidenses (‘John Henry’, ‘Tiempo de melodía’), leyendas (‘Merlin, el encantador’, ‘Robin Hood’), fábulas (‘Los tres cerditos’, ‘El saltamontes y las hormigas’, ‘La liebre y la tortuga’, ‘Lo mejor de Donald’) y mitos (‘Hércules’, ‘El rey Midas’), aquí con la aparición de dioses, héroes y seres sobrenaturales. La comisaria de la exposición, Kristen McCormick, considera a Walt Disney como “uno de los cuentacuentos más prolíficos del siglo veinte, que sabía de la importancia de la ilustración a la hora de contar historias”.

A mi modo de ver, Disney dibuja una geografía moral para advertir de lo inútil que es tratar de romper lo que no entendemos y de cómo el miedo genera odio y el odio nos convierte en monstruos que luego es tarde cuando nos damos cuenta y nos queremos calmar. Porque las películas de su factoría, entre el amor y la piedad, la crisis y la evolución, y el mercado como revulsivo para hacernos mejores y más libres, tratan del espíritu de superación, la grandeza del capitalismo y el heroísmo de corte masculino o femenino. Todo muy discutible, la verdad. Porque todo se basa en recordarnos el valor de la amistad, que la libertad es un deber y que el resentimiento jamás va a poder con el gran vigor del mundo. Los personajes disneyanos son inteligentes, saben adaptarse y crecer. No buscan excusas. No se quejan. Saben cómo aprovechar su fuerza y cómo disimular sus defectos.

Muchas animaciones de la factoría, cimentada sobre las orejas que dibujó Walt hace un siglo, son reaccionarias, decididamente conservadoras, alegorías de cómo el capitalismo y la libertad son invencibles cuando van de la mano y no se hacen trampas. Un suponer. Así se construye un imperio que hoy en día no tiene rival en la industria cinematográfica. Ya se sabe que el dinero tiene poderes milagrosos, como el de la transmutación. Es capaz de convertir al tierno ratón Mickey Mouse en un tiburón insaciable.

Todas, al fin y al cabo, son historias universales, adaptadas por Disney y los suyos a un público familiar, edulcorando las facetas más oscuras y crueles de las narraciones tradicionales. El problema es el propio discurso, a todas luces tramposo. Porque el público infantil cae rendido. Y los mayores, ay, mirando para otro lado. Como siempre.

 

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