Los estrenos en los cines: ¡Ah, el sentido del humor!

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Por Don Quiterio

    Los profesionales de la crítica tienden a subestimar el humor, considerándolo superficial. A mí me gusta un tipo de humor en el que predominen la ironía, la creación fílmica, la crítica social. Un humor que obligue a usar la inteligencia y que no esté aislado de otros contenidos.

    El humor es también un acompañamiento expresivo en obras serias, y los fanáticos no lo aceptan porque es un disolvente ideológico. Solo los muy solemnes ven mal el humor en el cine. Creo que tenemos un déficit educativo y preferimos el dolor o la tragedia porque nos parecen más profundos. Nos pesa ese fondo católico que entiende que los placeres son pasajeros y que aquí toca sufrir. En ese punto, el humor no tiene función alguna. A mi modo de ver, sin embargo, es una necesidad vital. Y hasta facilita las relaciones.

      Lo cómico en general, y el acto de la risa en particular, se convierten en instancias efectivas que ponen en jaque la hegemonía impuesta por un poder determinado. No hay acto más contestario que la mueca del rostro en el que se adivina la explosión de hilaridad que acarrea la risa. A través de ella se congela el orden del poder existente. Chaplin en ‘El gran dictador’, Lubitsch en ‘Ser o no ser’ y Kubrick en ‘Teléfono rojo: ¿volamos hacia Moscú?’ se erigen en tres muestras absolutamente representativas de cómo la comedia puede convertirse en una muesca de revólver implacable para con los dominios imperantes. El humor, al mismo tiempo, ha de empezar por uno mismo. Es un ingrediente que suaviza las relaciones y nos quita solemnidad. También es cierto que en el sentido del humor o en la manera de hacerlo influyen circunstancias como el lugar en que uno vive, la educación recibida, el ambiente que lo rodea. Es sano reírse y es bueno lo lúdico, pero, ¡ojo!, tampoco hay que olvidar la conclusión de Huizinga: “Más allá de todo juego se ubican las pertenencias más preciadas del ser humano: compasión y justicia, sufrimiento y esperanza”.

     Estos conceptos los entiende a la perfección el gran Bertrand Tavernier cuando adapta en ‘Crónicas diplomáticas’ el cómic de Christophe Blain y Abel Lanzac, una mezcla de sátira y caricatura de la política francesa dirigida con eléctrica vitalidad y sin más hilo conductor que el sulfúrico dibujo de personajes. Su protagonista es un estirado ministro dispuesto a demostrar que no es cierto que el poder corrompa, es que hay políticos que corrompen al poder. Y el espectador asiste divertido, atónito, al trepidante desfile de profesionales de la política, que en sus caóticos despachos preparan ininteligibles discursos, servido por un delirante sentido del humor y una capacidad para provocar la carcajada continua que enlaza perfectamente con la tradición del vodevil y del teatro de bulevar. Una comedia desternillante e inteligente, un bisturí letal en el líquido ambiente de la burocracia, la diplomacia y la política. Lo de menos es si se trata de alguien conocido, que también, o real, sino de la profunda diversión que alegra al espectador despierto al contemplar los pasos justos y medidos, y errantes, del ficticio protagonista, nombrado ministro de asuntos exteriores francés. El naturalismo de Tavernier al servicio de la sátira y el sarcasmo. Un ejercicio contenido de sabio humor que alberga una carga de profundidad ante la fatuidad de ciertos políticos. Y los que beben de ellos.

      Por el contrario, la probable sátira se queda en nada en la también francesa ‘Nueves meses… ¡de condena!’, dirigida por Albert Dupontel, una comedia de enredo llena de chistes burdos en torno a una jueza rígida y ambiciosa que renuncia al amor, al matrimonio y a la maternidad en pos de su carrera. Tampoco ofrece mucho la coproducción angloalemana ‘Mejor otro día’, del francés Pascual Chaumeil, una chata e impersonal adaptación de la novela de Nick Hornby ‘En picado’, sin mordiente, de un humor que se quiere negro pero solo es triste y deprimido. Otro francés, Philippe Le Guay, se muestra mucho más eficiente en ‘Molière en bicicleta’, una adaptación en clave de comedia malévola, amarga y mordaz, del clásico ‘El misántropo’, en la que los personajes se enredan con vanidades y zancadillas, en una reflexión sobre la creación teatral, la amistad y soledad, como un juego de espejos que desnuda almas y deseos. Algo que no consigue el español Jorge Torregrossa en ‘La vida inesperada’, cuyo título coincide con un cortometraje del vascomaño Gaizka Urresti, una mezcla de comedia romántica y drama generacional mal amordazada sobre el sueño americano, con un guion lleno de tópicos de la sobrevalorada escritora Elvira Lindo que recuerda al Colomo de ‘La línea del cielo’ y asimila equivocadamente el cine de Woody Allen.

     Es Woody Allen, precisamente, quien encabeza el reparto junto al propio director, John Turturro, de la inofensiva comedia ‘Aprendiz de gigoló’, conformando un dúo de amigos que, al atravesar problemas económicos, se adentran en el mundo de la prostitución masculina. También muy floja es la producción mexicana ‘No se aceptan devoluciones’, dirigida por Eugenio Derbez, que empieza como una comedia tonta, con un protagonista que parece un Cantinflas sin gracia, y acaba como un folletín de la peor especie, a la manera de un ‘Kramer contra Kramer’ cochambroso y despreciable. Mucho más rigor muestra la coproducción entre la India, Francia, Alemania y Estados Unidos ‘The lunchbox’, de Ritesh Batra, un emotivo aunque algo reiterativo filme romántico de soledades, recuerdos, arrepentimientos y pequeñas alegrías que recuerda al Lubitsch de ‘El bazar de las sorpresas’ y al Kurosawa de ‘Vivir’. Finalmente, en ‘Carmina y amén’, continuación de ‘Carmina o revienta’, Paco León vuelve a dirigir un discutible retrato de familia que atrae y disgusta a partes iguales, en una tragicomedia más compleja que la anterior y con un berlanguiano punto de partida, a caballo entre el pulso cotidiano de sus seres queridos, el falso documental y la ficción hiperrealista, con muchos e inspirados diálogos.

     Y de la comedia al drama en la francesa ‘El pasado’, dirigida por el iraní Asghar Farhadi, un extraordinario filme de conflictos familiares y culturales, de investigación moral con elementos sicológicos, sociales y políticos, una especie de policiaco del comportamiento humano que recuerda a Antonioni y posee el aroma literario de un Ibsen o un Chéjov. O en la igualmente francesa ‘La seducción del lago’, de Alain Guiraudie, un austero y minucioso thriller de encuentros homosexuales en un escenario limitado a la orilla de un lago, con una admirable creación ambiental en la que solo existe el deseo y su compañera de fatigas, la muerte. O en ‘Anochece en la India’ (Chema Rodríguez), una interesante aunque algo irregular ‘road movie’ coproducida entre España, Rumanía y Suecia que muestra el viaje de un paralítico malhumorado y su cuidadora rumana hasta el sudeste asiático en busca de la juventud perdida. O en la hispanoargentina ‘Inevitable’ (Jorge Algora), una discreta mezcla de drama y romance entre un banquero, un escritor ciego y una joven escultora basada en un original teatral de Mario Diament. O en ‘La imagen perdida’ (Rithy Panh), un creativo ejercicio de memoria histórica a partir de imágenes de archivo, figuras de barro pintadas a mano y una poética voz en off que recrea el genocidio camboyano de los jemeres rojos. O en ‘Tren de noche a Lisboa’, una coproducción alemanosuiza y portuguesa dirigida por el danés Bille August, una adaptación de un academicismo desganado de la novela homónima de Pascal Mercier (seudónimo del filósofo y escritor suizo Peter Bieri), muy literaria y solemne en el peor sentido de los términos, en torno a un profesor de latín –con cara de susto en todo el metraje- que salva a una joven a punto de tirarse a las aguas del río Aar en Berna y, sin quererlo, se convertirá en interlocutor póstumo de un muerto, el intelectual pessoano Amadeu Prado, figura clave en la trastienda de la revolución de los claveles;

     Los filmes de acción suelen ser bastante irritantes y los estrenados últimamente lo son: ‘El poder de taichi’ (Keanu Reeves), sobre un repartidor de Pekín que se convierte, acabada su jornada laboral, en una estrella de las artes marciales; ‘Need for Speed’ (Scott Waugh), coches que derrapan con mucha velocidad, muchas carreras, poca gracia, menos sal y apenas pretensiones; ‘The amazing Spiderman 2: el poder de Electro’ (Marc Webb), secuela de la rutinaria franquicia del superhéroe arácnido que regresa con el desafío de medirse a tres villanos, con un exceso de tramas y un guión débil como la pata de un grillo; ‘La mansión’ (Camille Delamarre), una rutinaria historia que sucede en Detroit, remake del filme francés ‘Distrito 13’, de Pierre Morel, en torno a un agente secreto que libra una dura batalla contra la corrupción y un exconvicto en su afán por llevar una vida honesta; la acción de ficción científica ‘Divergente’ (Neil Burger), según la novela homónima de Veronica Roth, en torno a unos adolescentes que viven en una sociedad dividida con las cualidades personales de la inteligencia, el pacifismo, la valentía, el desinterés o la honestidad, con mucho romance y pirotecnia, muchos sueños y paisajes degradados, pero con poca sustancia e imaginación, y la acción terrorífica ‘El heredero del diablo’ (Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett), una suerte del Polanski de ‘La semilla del diablo’ que solo provoca bostezo.

     El cine de animación viene representado por varios filmes: ‘Río 2’, una coproducción entre Brasil y Estados Unidos dirigida por Carlos Saldanha, segunda parte de las aventuras de unos guacamayos azules y otros pintorescos pajaritos y pajarracos poseídos por el ritual de la samba, con toque ecológico incluido y poca inspiración; ‘El tour de los Muppets’, de James Bobin, una desmañada apuesta familiar que lo tiene todo menos gracia, en la que unos alocados teleñecos recorren un continente europeo delirante y fuera del tiempo en una intriga internacional a la que le falla el sentido del humor transgresor y cómplice, encabezada por un villano idéntico… ¡a la rana Gustavo!; y ‘El viento se levanta’, del japonés Hayao Miyazaki, título extraído de un poema de Paul Valéry, la crónica de un sueño, un melodrama trágico sin sentimentalismos baratos que tiene la pureza del cine mudo, donde lo aéreo sirve a su director como hilo conductor para una simbiosis equilibrada entre épica e intimidad, entre fresco histórico y pulsión humana, todo ello basado en la vida de Jiro Horikoshi, el hombre que diseñó varios de los cazas nipones durante la segunda guerra mundial y que sufrió desde niño ser corto de vista.

     Dejo para el final el drama bíblico ‘Noé’, dirigido por Darren Aronofsky, y el péplum ‘Pompeya’, de Paul W.S. Anderson, dos superproducciones a la luz del concepto coetáneo de gran espectáculo: derroche de medios y efectos especiales, partiendo de unos guiones que no son más que un interminable encadenado de referencias y plagios, sin ningún sentido del humor, todo solemnidad y así. El primero es una muy particular versión, entre la fantasía y la tragedia, de la historia del arca y los animales con un personaje intransigente y sombrío, visionario e intolerante, un tipo proclive a los estallidos de cólera con pintas de cantante de metal trash, en un filme tan enérgico y audaz como desmesurado y grandilocuente. El segundo es una adaptación de la novela de Bulwer Lytton ya llevada a la pantalla en 1960 por los italianos Mario Bonnard y Sergio Leone, una mezcla de película de catástrofes (el Vesubio en llamas) y de péplum (malo) como los de antes, con actores inexpresivos y hercúleos, que solo sirve para masticar palomistas a la ligerísima velocidad en que la ciudad romana se destruye a ritmo de ordenador. Dos estratagemas, en fin, que parecen funcionar comercialmente, entretenimientos puros y duros, huecos e intrascendentes, que se consiguen gracias a un potente diseño de producción. Mientras tanto, los cinéfilos se indignan viendo tanto al servicio de tan poco. Y, disolventes ideológicos al margen, sin ningún sentido del humor. Cosas de la solemnidad.

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