Fronteras subliminales / Eugenio Mateo


Por Eugenio Mateo
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      Las fronteras hace mucho que dejaron de tener sentido, si es que alguna vez lo tuvieron

     Cada contorno de los diferentes planos de todos los países invita a analizar sobre cómo la historia de las naciones ha sido perimetrada a costa de dolor y sangre, y predispone a la abstracción en torno a los intereses que llevaron a levantar fronteras. Barreras, que, por otra parte, nunca han pretendido ser inexpugnables, de ahí:  invasiones, incursiones, razias, golpes de mano, represalias y toda la suculenta galería de agresiones interfronterizas de las que el hombre se dotó desde que inventó las naciones. Naciones, como es sabido, fundadas merced a la hegemonía de grupos dominantes y no en base al crisol de etnias que convivieran en ellas. De esta manera, tras las propias fronteras anidaba el concepto de enemigo interior ˗˗que puede llegar a ser el peor de los enemigos˗˗ y el encarnizamiento contra el “diferente de dentro” ha ido dejando a lo largo de los siglos demasiadas pruebas de eficacia. Tan eficaces, que disfrutan en la actualidad de plena vigencia, con métodos cada vez más depurados. La frontera exterior supuso la delimitación de la influencia de la identidad nacional, y a la vez, el afán de ensancharlas a costa del vecino, o la necesidad de preservarlas de ese mismo vecino. Sin embargo, ese mundo que se ha ido moviendo a ambos lados de las fronteras, lo fronterizo y las culturas que se superponen, permite el mestizaje entre los que nunca acaban de ubicar su situación del todo ˗˗ amalgama de costumbres y de pieles ˗˗, escépticos sobre su identidad, pero conocedores del modo de hacer permeables a las fronteras.

      En el implacable compás de la evolución humana se introdujo un término, que, por tan global, se hizo viral y forma parte de todas las conversaciones, hábitos y manifiestos en la actualidad: la globalización. Lo que empezó siendo una idea supranacional de comunicación, ha derivado en método de imposición de nuevos modos de vida. El mundo se ha convertido en un gran mercado en el que todo se vende o se trafica, y en el que las fronteras ahora se llaman aranceles y tendencias, y la hegemonía que se busca es la económica, cosa que no resulta paradójica teniendo en cuenta que siempre fue lo único importante. Lo que pasa es que ahora todo es más desmesurado y aunque se guerree a menor escala, las guerras regionales, paradigmas de una inusitada crueldad, son solo escenarios en los que probar las nuevas armas; los conflictos a otra escala, los que importan de verdad, se libran por remotas sedes corporativas.

     Como estamos impelidos a consumir, si el bolsillo no llega tenemos un problema. Por eso hay cada vez más pobres y desheredados. La pura estadística trasvasa esas carencias a la caja de los ricos, que lo son cada vez más, y la globalización haría innecesarias las fronteras por subliminales; sin embargo, detrás de lo global hay pocos protagonistas, un club cerrado, y es demasiado grande el pastel como para ir repartiendo por ahí los beneficios.  Ya prevenía de ello el filósofo y educador Paulo Freire en 1996. A la política se llega por lo económico y su aplicación depende sólo de ese factor, no importa la ideología. Acaba ocurriendo que el bucle se reactiva a sí mismo como si llevara una batería inagotable y en el entresijo de intereses nada es como parece. El resultado es una sociedad infantilizada, cloroformizada, replicante, compuesta de presuntos diletantes que se creen ciudadanos de un mundo sin fronteras, pero la cruda realidad es que la injusticia hace que millones de personas se vean obligadas a emigrar; algunas, atraídas a los países ricos como las hormigas por la miel; otras, las más, porque no tuvieron más remedio. Se descompensa entonces el frágil equilibrio social y pocos parecen entender el calado exacto de la desgraciada estampida humana, que huye de unas fronteras que oprimen, o simplemente, la convierte en bajas colaterales. Nadie hace nada por una sociedad bastarda, fronteriza en precario a través de miles de kilómetros, ausente de lo global, necesitada de casi todo; sociedad de futuro incierto. Asistimos estupefactos ante la ignominia mientras masticamos la impotencia. Surgen líderes globales apremiando a los muros. Cuánto más altos, menos objetivos a abatir. Carnaza para Twitter. Parecemos olvidar de dónde venimos; lo de saber a dónde vamos se da por perdido. El mar disuelve las fronteras a los náufragos, pero la costa prometida pone precio a sus vidas.  Las redes negreras son una perversa paradoja de lo global. El ser humano es una paradoja en sí mismo. Se pone en cuestión la labor de los que rescatan en cualquier mar. Se crean nuevas fronteras para ubicar en tiendas de campaña a los que estorbarán a los fondos buitre, y la muerte no tiene identidad en una playa desconocida, aunque salga su foto en todas las portadas.

       Por primera vez desde que lo global es planetario ˗˗ entendiendo que somos el único planeta habitado, que se sepa ˗˗, se asiste en directo a la materialización real de la frontera. No esas que cruzamos virtualmente durante el trascurso “gozoso” de viajar en low cost, ni siquiera aquellas a las que sólo algunos cruzan por el capricho de tener sus sellos estampados en el pasaporte. ¡No! Hablamos del exacto sentido de la cuestión: El obstáculo aleatorio del muro. Entendimos del efecto de inmediatez que trajo la globalización como de una nueva virtud de la que servirnos, que nos acercaba el mundo a toque de tecla. Temimos sus efectos secundarios, aunque fuera demasiado tarde. Cuántos pondrán en duda haber alcanzado la libertad con el engaño… No hay fronteras, nos repiten, y podemos comprobarlo viajando en Google Earth. Una frontera es una raya sobre un mapa, es la definición de la autoestima nacional, y casualmente, podría parecer que en estos tiempos la autoestima ya no depende tanto del factor identitario sino de la influencia de los vecinos; sin embargo, es contradictoria una relación global dirigida por Primus inter pares con el resto de mortales y deja al descubierto la falacia de los placebos contra el anonimato;  a la vez, despierta un efecto retroactivo  de fracaso ante la aparición de fronteras dentro de las fronteras. Tendría sentido, incluso para no condenarlas, discutir la estrategia y el contrasentido si al menos el fin no justificase los medios, pero a la vista de las cosas, sería un sarcasmo no admitir la complicidad de causa-efecto; más, cuanto más se piense. El tiempo va en contra.

      Banderas, fronteras, lenguas, identidades, en definitiva, todo aquello que separa, recobra un papel amenazador que nos hace víctimas de un frenesí de contradicciones: por un lado, los nacionalismos supremacistas con su discurso de volver a la aldea; por otro, el fenómeno globalizador que tiende a una aldea única. Los dos pretenden lo mismo, paradójicamente, que no es otra cosa que la dominación, aunque por distintas vías. Ambos movimientos confluyen en una pinza, no exenta de interrelación. El bizarro dirigente populista necesitará de Twitter para que sirva de altavoz a sus soflamas. A los globalizadores, les será muy útil y rentable disponer de nuevas bases de datos para vender al mejor postor.

      Es lo que tienen estos tiempos fronterizos. Se vienen a imponer demasiadas mudanzas en el bienestar ficticio que nos impusimos a sabiendas de la realidad.  Una realidad agazapada a la espera de una resignada rendición, de la dejación en las posibilidades del futuro.

Publicado en Crisis, Revista de crítica cultural #16

 

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