Desde el gallinero: Castillejo, recuerdos compartidos / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo

     De pequeño quiso escribir ‘Las minas del rey Salomón’, el relato de unos exploradores en busca de diamantes, pero se le adelantó, maldita sea, Henry Rider Haggard.

    Menudo cabrón. El quiosquero de la esquina siempre ha sido un aventurero y ha trabajado en muchos oficios (cartero, librero, corrector, mecánico, comercial, modelo, gigoló, profesor de esquí), hasta que un día colgó esos hábitos y nunca fue a buscarlos. Podía haberse escapado a la sabana africana (casi se queda a vivir en Burkina Faso y su Ouagadougou de sus amores) como Cedric Hardwicke, el gran cazador blanco, en la película del relato inspirador, pero finalmente se quedó en el almacén familiar de los dulces y baratijas, de los periódicos y revistas, cuando a su madre le llegó la hora de la jubilación. De eso hace más de treinta y cinco años, y la tienda, en apenas uno, cumplirá cien. Pero siempre le viene a la mente, por decirlo con Jardiel, que “el artista, como los cometas, solo toma altura con el viento en contra”.

  El quiosquero de la esquina no cree lo que ven sus ojos. Pero ahí está: un libro que recupera las memorias infantiles de una generación, cuyas páginas huelen a canela y azúcar. Justo en lo que estaba trabajando para el centenario de su negocio. ‘Recuerdos compartidos’ se titula. El zaragozano Rafael Castillejo es su autor, nacido en el seno de una familia humilde y trabajadora allá por el inicio de la segunda mitad del siglo veinte. Y lo acaba de editar ‘El Periódico de Aragón’. Al quiosquero, demonios, se le han vuelto a adelantar. En el prólogo, Fernando Gracia afirma que hay que dejarse llevar por los recuerdos que Rafael comparte, “que no son sino nuestros recuerdos. En el fondo, lo que muchos hubiéramos deseado hacer. La pequeña diferencia es que él lo ha hecho y, además, muy bien, con gusto, como se desenvuelve en la vida”.

  “El territorio de los recuerdos”, advierte Julio José Ordovás en sus escritos, “está envuelto en la misma luz incierta que el mundo de los sueños”. Nuestras vivencias van formando, con finísimos hilos que se entrelazan, un tejido que, al final, es lo que somos. Cuando tiramos un poquito de estos hilos, experimentamos ese dulce sentimiento del recuerdo. La nostalgia debe servirnos para recordar lo que fuimos, lo que tuvimos y lo que vivimos. Y Castillejo hace recuento de una infancia y adolescencia envueltas en sus descubrimientos en la calle, con sus personajes y tiendas, sus viajes en tranvía, sus primeros días de escuela, la radio con programas de discos dedicados, aquellas inolvidables tardes de cine, su pasión por los cuentos, los tebeos y los cromos, la llegada de la televisión y el espíritu navideño. O así.

  Al quiosquero todo aquello le parece hoy más real que el ruido que le rodea, vana espuma de los días que desvanece mientras se sumerge en las aguas profundas del pasado. Hay que asumir que los quioscos, como un día los conocimos, se fueron a la mierda. De hecho, todo lo viejo y bello se fue a la mierda. Antaño, el papel alumbraba. Incluso incendiaba. Era una brújula. Se leía. Fuera existían quioscos que vendían solo prensa, no paraguas. Y lectores que llevaban pinzado en la axila un diario como una biblia caducifolia. Las trompetas del apocalipsis anunciaron la caída de las clases medias y ahí empezó la deriva. Y así hasta rematar con las redes sociales. Pero el quiosquero de la esquina ha aprendido, en esa larga secuencia, a sedar la nostalgia. Ni un paso atrás. Aunque ya no vea periódicos en un suelo fregado. Tampoco sirven ni para envolver pescado. Menos mal que sí los utilizan al bajar con frío los puertos en ciclismo.

  La nostalgia exige sacrificios. Ya no queda nada de la vieja escuela en ningún orden, salvo, acaso, algunos zapateros, algún que otro sastre y relojero, y uno o dos periodistas remisos a saber cómo se enciende un ordenador. El progreso seguirá su curso por mucho que nos neguemos a aceptarlo. Somos parte de una corriente que nos engullirá si tratamos de nadar contra ella, y ni encerrándonos en nuestro mundo cuadriculado con tozuda obstinación seremos capaces de contener las llamas de cuantas revoluciones acontezcan a nuestro alrededor. Apartarse del camino significa quedarse rezagado, porque el devenir del tiempo es un tren que nunca da marcha atrás ni pasa dos veces por el mismo sitio.

  El mundo de los quioscos nada tiene que ver con el de la década de 1960, en la España del ‘Seiscientos’, los planes de desarrollo y la televisión en blanco y negro. La cosa mejoró todavía a la muerte del caudillo -por dios y por la patria- y en la transición, y se asentó hasta los noventa. Las nuevas tecnologías, sin embargo, mandaron a la mierda el papel. Y con ellas se acabó el negocio. Mucha culpa la tienen también los periodistas, vendidos a sus amos. Un periodismo que se pliega al aséptico esquema de la ñoñería atrofia el desarrollo del sentido moral. Sin ir más lejos, muchos amigos periodistas del quiosquero se han plegado al poder. Los arribistas. Los del “¡sí, señor!”. El periodismo agoniza por pobreza y miedo, mediocridad y asco. La omisión de la información se ha convertido en parte fundamental de la sistemática falsificación de la realidad incómoda. Es el hundimiento del prestigio de la profesión. Es la cada vez más lacerante incultura de los periodistas.

  Esto ha sido muy duro para el quiosquero. Pensar exige sacrificios. Y pocos están dispuestos a asumirlos. Estamos en un momento de exaltación de la cautela (del miedo) tan excelso que marca otro récord de cobardía. La inquietud del quiosquero de la esquina propicia frente al mostrador tertulias de cabilas urbanas, amasado de proyectos y críticas feroces a las bandas culturales que operan al amparo del poder. Desde ese mostrador se compone un mundo que alude, una y otra vez, a los mitos de la infancia, pero donde es imposible no presentir la nostalgia dominándolo todo desde un segundo plano. Las armas preferidas del quiosquero no son, ni en el elogio ni en la crítica, los aspavientos, sino una argumentación que cuestiona las evidencias a través de un sentido común alérgico a la sumisión gregaria y que, a lo largo de los años, se ha especializado en burlarse de los focos incontrolados de estupidez.

  Una argumentación que comparte con su admirado Zygmunt Bauman. Para el sociólogo polaco, “el futuro se ha transformado y ha dejado de ser el hábitat natural de las esperanzas y de las más legítimas expectativas para convertirse en un escenario de pesadilla”. El mundo, en efecto, se ha convertido en un lugar lleno de peligros y hay pocas esperanzas de que el panorama mejore. En vez de proyectar los deseos hacia el futuro, con sentido del progreso como en las utopías tradicionales, ahora se busca el ideal en el pasado. Resulta más reconfortante situarse en él que mirar hacia el abismo del porvenir. El terror ante el futuro se intenta curar con la nostalgia por un pasado que nunca existió tal y como se lo imaginan sus partidarios, que sienten que antes todo era más seguro.

  En su establecimiento, en cualquier caso, el quiosquero ha encontrado la identidad, ser como eres y no como los demás quieren, algo difuso y móvil. Es el quiosquero un tipo imaginativo, poco amante de las trincheras, que se siente tremendamente zaragozano y al que incomodan los elogios. Y que camina de puntillas para no hacer excesivo ruido. Para pasar desapercibido. O eso cree. Porque en la vida lo más difícil es reinventarse. Ese día tienes que ser otro, que tome un camino muy distinto, y a la vez ser el de siempre, sin desvíos. Ejercer este equilibrio tan sutil, casi imposible, está al alcance de muy pocos.

  Aunque los recuerdos no siempre son fieles a la memoria del tiempo, el quiosquero de la esquina sabe que es de los últimos de su estirpe. “Nos vamos a extinguir”, reconoce. Como también reconoce que el libro de Castillejo es una suerte de crónica sobre la nostalgia por un pasado que no siempre fue mejor. Atrás quedaron esos años en que la caja de caudales estaba rebosante de billetes gracias a una gestión tan simple como la de un tendero de barrio: comprar barato y vender caro. Igual que las pequeñas y encantadoras tiendas de ultramarinos sucumbieron ante los mercados y los supermercados, el pequeño comercio de barrio se siente herido de muerte por las grandes superficies. La venta ‘on line’ es el definitivo competidor, que hace temblar, incluso, las estructuras de las mismísimas grandes superficies. El quiosquero echa en falta la implicación de las administraciones en la defensa de los quioscos y, por extensión, los pequeños comercios, porque, en el colmo de los males, apostar por la proximidad y leer los periódicos en internet… como que no.

  El quiosquero de la esquina, a su edad madura, ha dejado de luchar contra la nostalgia, pero considera de ley reconstruir el pasado como una memoria enriquecida por la perspectiva del tiempo. El libro de Castillejo es un entrañable viaje al pasado inolvidable de los quioscos, esas auténticas minas del rey Salomón donde el colorido universo infantil se endulzaba con los cigarrillos de chocolate y las pastillas de leche de burra, los pitagoles y los chicles Bazoka, los masticables y los regalices, los chupones y las piruletas, los pitos de anís y las peladillas. O se divertía con los tebeos y los cromos, los indios y los vaqueros, los yoyós y las peonzas, las canicas y las tabas, las bromas y los fulminantes, los pipos fumadores y las cámaras chasco, los sobres de soldados y los de sorpresa, los recortables y las bolas locas, las filminas y las huchas, los paracaidistas y las tortugas andadoras, los monos acróbatas y las gallinas ponedoras. O, ya para más mayores, con las novelitas del oeste (para ellos) y las de amor (para ellas). En una sociedad tan machista, no hace falta decirlo, los juguetes, las películas y las lecturas otorgaban a cada uno de los sexos un papel. Y si hoy los niños juegan a lo mismo, esto es, lo hacen de manera electrónica. Eso les hace perder la sociabilidad que había en la época, cuando nos íbamos con un bocadillo a jugar con el resto de los niños. Ahora llevan una vida más aislada.

  Los quiosqueros han sido -son, a pesar de los pesares- los pequeños traficantes al menudeo de los adictos a la letra impresa diaria. Y algunos quioscos han sido -son- el extraordinario paraíso de la golosina chiquillera. Los quioscos trazan esa línea quebrada en la que se cruzan y se adhieren el mundo infantil y el adulto. Son una autenticidad de ficciones, de relatos, una verdad de acontecimientos irreales que suceden con discreción. En los quioscos hemos aplacado nuestro enganche al coleccionable o a las pipas del gran Facundo, las mejores de todo el mundo. Y en el de mi amigo, para qué negarlo, el abanico dulcero es digno del paraíso que los niños imaginan en su boquita de agua cuando ven el escaparate. La infancia es el único paraíso del ser humano. Un patrimonio rico, democrático.

  El adulto saca recursos de su infancia para ir tirando, como si fuera una cartilla de ahorros de las de antaño, de las de fiar. La infancia, el recuerdo de su despertar al universo, lo alimenta y activa, le ofrece combustible vital suficiente para superarse en muchas ocasiones, para vencer los obstáculos que la exigencia va poniendo delante. E, incluso, para sobreponerse a la idea de sí mismo. Los adultos no tenemos derecho a robarle la infancia a ningún niño. Al quiosquero le interesa sobremanera el momento en que abandonamos la infancia, cuando dejamos de ver el mundo como niños y nos despertamos a la realidad cruel de los adultos. Esa frontera está en su manera de ser, en su manera de entender el mundo. La mirada adulta que le lleva, curiosamente, a sus raíces, a la búsqueda de una identidad. Ya decía Rilke que la verdadera patria es la infancia. Es el paraíso perdido al que nunca se vuelve, pero que sirve de manantial para muchas cosas.

  ‘Recuerdos compartidos’ es una crónica sociológica de las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta  del siglo veinte a través de los juguetes, las películas o los quioscos, como puntos de reunión y emoción. Una poética crepuscular donde las pérdidas y los sueños invocan un tiempo que dice adiós. Hay nostalgia, mirada iniciática y un encuentro frontal con la vida siempre filtrada por el goce del juego como lenguaje y como liturgia que expresa un lugar en el mundo. Un libro cuya emoción aparentemente soterrada, con un latido propio, deja escuchar la atmósfera de las sensaciones de un tiempo a punto de caducar. Es la historia de una erosión, ilustrada en ese viento que, de manera constante, se revela como el azote que va desgarrando la herida del tiempo.

  Recuerdos de infancia y juventud al modo de Marcel Proust, que no hizo otra cosa que recuperar aquel tiempo perdido, o de Georges Perec, cuyos ‘me acuerdo’ no son exactamente recuerdos, ni son evocaciones personales, sino pequeños fragmentos de cotidianeidad, cosas que, tal o cual año, toda la gente de la misma edad ha visto, ha vivido, ha compartido y que, más adelante, desaparecieron, fueron olvidadas; no merecía la pena que se memorizasen, no merecían formar parte de la Historia. Era una época en que la prensa se compraba en el quiosco; la carne, en la carnicería; el pan, en la panadería; la fruta, en la frutería; los clavos, en la ferretería…

  “El sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento”, escribió Albert Camus. La niñez es una etapa de felicidad donde el arropamiento familiar hace que no se vea más límite que la imaginación. Es el tiempo de la ilusión, aunque con el paso de los años nos acaban gustando aquellos sabores amargos que de niño no sabíamos por qué les agradaba a los mayores. Así el café, el vino o la cerveza. Ahora los patinetes son coches eléctricos y la madera es sustituida por fibra de carbono, pero sigue estando esa mirada que todavía no estaba computada por la realidad. Ahora se disponen de placas electrónicas, motores, robots y ordenadores con los que es posible plasmar en la realidad ideas que en nuestra infancia hubiésemos sido incapaces de haber imaginado. Lo mismo ocurre cuando ideamos hacia el futuro, que no somos capaces de ver con claridad.

  La nostalgia hay que dosificarla. Tiene que ser terapéutica y divertida. No es conveniente instalarse en ella y deprimirse. Siente uno nostalgia -o quizá solo del tiempo ido- por los viejos quioscos como otros añoran un mundo rural del que apenas quedan ya reflejos ni posibilidad de retorno. Por aquellos quioscos o pequeños comercios que tenían nombre propio, no de multinacionales que abren y cierran con la misma rapidez con la que se renuevan los deseos. Vender chuches, además, no es un gran negocio porque los padres están mentalizados de que no son buenas para la salud de sus hijos por el peligro de caries, de obesidad o de la hostia en verso. Siempre que un niño entra con un familiar en el quiosco de la esquina, el mayor le limita la compra de caramelos. El azúcar tiene mala prensa. Y los periódicos no se venden. Las nuevas generaciones tiran de pantalla. Hoy en día, en efecto, son pocos los que leen el periódico, menos los que lo compran y aún menos los que lo pasean por la calle bajo el brazo. Los jóvenes, constata el quiosquero, prefieren obtener la información mediante las versiones web o las redes sociales. O, mejor, en los debates abiertos por sus propios amigos. Sin chuches, sin prensa de papel, sin nada de nada, la cosa está como para tirar cohetes. Que, encima, tampoco se pueden vender por orden administrativa. “Habrá que cagarse en dios”, remata el quiosquero.

  Dicen que la persona que recuerda vive dos veces. El tiempo es nuestro tesoro, nuestro único activo porque todo se construye en ese viaje por la banda deslizante de la temporalidad. El libro de Castillejo  tiene algo de ese oro que se acumula en la edad cuando ya se entiende todo lo que fue perdido. Hemos perdido la capacidad de recordar. No por olvido, sino por exceso de actualidad, por una ficticia emoción de saber de lo de ahora todo lo que ahora finge que es. La memoria aturde. Pero también da peso y perspectiva. La memoria duele igual que alegra. Recordar no es echarse a vivir en lo de atrás, sino encontrar aquí y ahora claves necesarias de lo que tenemos, de lo que somos, de lo que nunca llegará o de lo que ya está aquí y aún no lo estamos viendo. La carencia de bienes de antaño estaba compensada por la ilusión que nos producía cualquier nimiedad. Acaso el único medio para vivir mucho tiempo es hacerse viejo, que diría el gran Saint Beuve.

  Y no es que estén en extinción los quioscos de barrio. Están en bancarrota. Aunque algunos existen y resisten, más allá de las zancadillas. Como el quiosco de mi amigo, una auténtica mina del rey Salomón. Toda época tiene su condición abstracta y su realidad ambigua. Mi amigo el quiosquero lleva tres décadas al frente de esta calma extraordinaria. Pero la calma es confiar, maldita sea, en que algún día los quioscos de barrio vuelvan a ser esa estafeta de energía y afectos que aún fueron no hace tanto. No hay comercio más grande que el pequeño. Son el pulso de una ciudad. Y Zaragoza, que nadie lo olvide, siempre tuvo corazón comerciante. A lo mejor las crisis son cambios necesarios para sentirnos vivos.

  El quiosquero, el otro día, cerraba su establecimiento un poco antes de la hora habitual porque en la filmoteca de la Inmortal programaban ‘Las minas del rey Salomón’ y no se la quería perder. Por enésima vez. Y la buena, la inglesa, la primera versión del original realizada en 1937 por Robert Stevenson, una película muy fiel a esa novela de uno de los grandes escritores del género de aventuras exóticas de la época victoriana. Que la escribe como primera parte de la crónica de las andanzas del explorador Allan Quatermain por tierras africanas. Para ello se basa en los conocimientos adquiridos en los cinco años que es secretario del gobernador de Natal y su incuestionable afición a las culturas y leyendas antiguas.

  Al salir de la filmoteca, y con la sonrisa como un abrazo, el quiosquero entraba en un bar y no veía, en las estanterías, botellas sifón. Ni se oía, maldita sea, el ‘psssfff’ que liberaba el gas carbónico. Mientras pedía una cerveza (mal tirada) al camarero (vestido con vaqueros), el quiosquero de la esquina recordaba aquellos versos tan hermosos de Luis Rosales en su poema ‘Autobiografía’: “Así he vivido yo, / sabiendo que no me he equivocado en nada, / sino en las cosas que yo más quería”.

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