Desde el gallinero: Panoja diásporo / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo

   El barrio de la Magdalena se perdió como lágrimas en la lluvia, sin que sepamos muy bien por qué.

     En cierta medida, la muerte de un amigo nos devuelve un poco a este tiempo pasado que no fue mejor, pero sí creíamos, ingenuos, que auguraba tiempos mejores. La vida debe continuar, mientras los muertos callan en sus tumbas. Cuando se cierra un ciclo, maldita sea, solo queda la herida. Y para intentar cerrarla nos consolamos escribiendo unas cuentas líneas, en un vano ejercicio de trascender lo imposible, acaso como reflexión sobre la pérdida y el dolor, la alargada sombra que proyectamos y la abrumadora soledad que nos ofrece el universo entero. Recuerden la cita –que da miedo- de Arthur Clarke: “Puede que estemos solos en el universo y puede que no, y ambas opciones son igual de aterradoras”.

  Tan querido como odiado, Panoja –el alias de José Luis Cortés Alcario- nos ha dejado y nos hemos quedado jodidos. Profesor de biología, articulista y promotor musical, este activista que llegó a Zaragoza desde el sur eterno ha sido una figura fundamental en la cultura aragonesa. Colaboró con ‘Andalán’, fundó ‘Menos 15’ junto a Javier Losilla y fue productor de la banda –nunca mejor dicho- de rumba gitana Los Combays, a quienes llevó desde el barrio de la Magdalena como teloneros del grupo The Cure.

  Impulsor del flamenco en Zaragoza –diásporo lo adjetivaba- a través de la Peña Flamenca y su taberna La Corrala de la calle Heroísmo, con el mítico Tejuela por bandera, Panoja fue programador de innumerables conciertos. En la Expo 2008, aquel evento que todavía estamos pagando, congregó a Björk, Ketama y Buenavista Social Club en torno a la figura de Toumani Diabaté. Y trajo a esta ciudad, inmortal llamada, a unos primerizos Niño de Elche y Rosalía, cada uno en su estilo. Siempre estaba con proyectos. Y los sacaba adelante, como el chico del ‘seiscientos’. Un cabezón, vaya. Que si el ciclo De la Raíz. Que si la Orquesta Popular de la Magdalena. Que si Pirineos Sur, a donde llevó a Peret y a Batttiato y a Paco de Lucía…

  El pintor zaragozano Alfonso Val Ortego, con los pinceles, y el arriba firmante, con la prosa introductoria, colaboramos en el segundo disco-libro de la Orquesta Popular de la Magdalena, reseña que adjunto a continuación de este escrito, titulada ‘Del corazón de la inmortal al gallo que no canta’. Porque siempre que nos pedía algo ahí estábamos todos para participar. Porque Panoja, con sus afectos y desafectos, con sus acordes y desacuerdos, ensanchó la Magdalena. Y nos escribió con su sabiduría en estas páginas de ‘El Pollo Urbano’. Y cuando dejamos el local de la redacción pollera en la calle Palomar, donde pasamos tantos momentos inolvidables, allí se instaló él con su productora y discográfica Panoja Manegement, respetando el logotipo de esta revista en la fachada.

  En cualquier tema de su interés referido al cine o la literatura siempre me involucraba. Como cuando trajo a la filmoteca a Gonzalo García Pelayo, ese cineasta experimental y prestigioso productor musical y locutor de radio y, sobre todo, jugador profesional, creador de un método para desplumar casinos como cuenta la película de Eduard Cortés ‘The Pelayos’ (2012). “Tras concienzudas investigaciones”, nos contó el realizador de ‘Manuela’, ‘Alegrías de Cádiz’ o ‘Copla’, “descubrí un método para ganar a la ruleta consistente en aprovechar sus pequeños defectos de construcción para detectar la frecuencia de los números ganadores, por encima del cálculo de probabilidades. Gracias a esas posibles habilidades, gané millones en el Gran Casino de Madrid, luego en casinos europeos e incluso llegué a Las Vegas”. Toda una demostración de ingenio, sentido de la observación y firme voluntad de superar inconvenientes. Vamos, que ni Panoja.

  Antes de caer enfermo, estábamos preparando un ciclo sobre la copla en el cine y ahí le hice ver, entre otras películas, ‘María Fernanda, la jerezana’ (Enrique Herreros, 1946), de la que quedó fascinado. Y eso que nada tiene que ver con el festival folclórico que promete el título, en realidad un sugestivo policiaco por su búsqueda formal y narrativa, una intriga fílmica que deja paso a un costumbrismo aderezado, a veces, con canciones para lucimiento de Nati Mistral, en el papel de una olvidada cupletera de principios del siglo veinte.

  A quien no olvidaremos, por el amor de dios, es a Panoja, a quien le despedimos los amigos en una ceremonia laica. Y lo celebramos con sus músicas preferidas, hasta las tantas de la noche, en el ‘Vinagre Rock’ y ‘El Gallinero’, dos garitos ‘unidos’ de la calle de las Cortesías, por donde se movía con el orgullo de un dandi extremeño. No podía ser de otro modo, por supuesto, tratándose de José Luis Cortés, siempre con su copa de blanco verdejo entre las manos.

  Panoja, en fin, o el mundo como un enigma o un misterio. A partir de ahí, engarzaba músicas mestizas preñadas de incertidumbres. Porque el mundo es mestizo y la música, no lo duden, el reflejo más visible de esa realidad. Como la inquietud del caminante que no sabe dónde dormirá mañana, tal vez bajo el puente de Piedra o al abrigo de las alas de un ángel que planea por la Magdalena, su barrio de adopción, su particular escondrijo de tropelías mil. Acaso, como diría Borges, estamos solos y no hay nadie en el espejo. Estamos jodidos.

DEL CORAZÓN DE LA INMORTAL AL GALLO QUE NO CANTA

  Hay barrios que tienen el corazón desplazado, o que desarrollan varios corazones, y hay barrios que no tienen corazón, que lo perdieron, porque ya se sabe que las cosas del mundo son siempre complicadas. Los vecinos magdaleneros “hacen” el barrio y los flamencos lo cantan. Me lo dices o me lo cantas. Ya lo advierte el dicho: “Gallo que no canta… algo tiene en la garganta”. A veces, el barrio de la Magdalena se muestra incapaz de hallar la paz ni soñando ni despierto. Otras, el barrio es un gran silencio y se dan las condiciones perfectas para que no ocurra nada. Puede estar en llamas, pero lentamente se apaga, o se enfría, para que mañana pueda arder de nuevo y los acontecimientos sigan su cauce. En el fondo, el barrio de la Magdalena no es un barrio cualquiera, sino el fuego mismo jugando a ser un lugar de fuelles y trapaleras. Pero hagamos un poco de historia.

  Los judíos fueron expulsados por los Reyes Católicos y, luego, los moriscos, que estaban bastante integrados en el tejido social, lo fueron por Felipe III, a partir de 1609. Eso significa que hubo árabes en nuestras tierras durante nueve siglos, un periodo muy largo para que no hayan dejado un legado cultural muy importante. Los cristianos, hasta la época de Alfonso VI, estaban muy impresionados por el nivel de la arquitectura, la ciencia y la organización social de los invasores musulmanes. Creían que el islam era una civilización superior e imitaban a los conquistadores, incluso en el modo de vestir. Los mozárabes, que eran los cristianos en tierra musulmana, adoptaron muchas de las costumbres de sus amos. Y, por el contrario, los mudéjares -que mantuvieron sus costumbres bajo la dominación de los reyes de Castilla y Aragón- asimilaron parte del estilo de vida de sus señores.

  No podemos ignorar que este mestizaje, que debemos ver como una riqueza, ha dejado una gran impronta en nuestra sociedad de la que no somos conscientes. Somos un país mestizo, cruce de civilizaciones, que culturalmente ha permanecido al margen de Europa desde el siglo dieciocho hasta la muerte de Franco. Este idealismo vital lo vemos refrendado en Aragón en sus arquitecturas mudéjares. En la capital del Ebro tenemos las referencias de las iglesias de San Miguel, San Gil o Santa María Magdalena. Esta última da nombre a un barrio del centro histórico zaragozano, de la que también toma el nombre la plaza. La Magdalena es ese lugar que es más que una taberna y menos que un restaurante, pero donde lo sustancial deviene comodidad, el compañerismo efímero, el recurso a una vida urbana intensa en el que los únicos oasis para gente común o vistosa, amiga o desconocida, está en tomarse algo en un sitio acogedor.

  Como Carabanchel, en Madrid, o San Luis, en Sevilla, el barrio de la Magdalena estuvo olvidado. Nadie lo visitaba. Fue peligroso. Acaso un foco de delincuencia. Ahora, sin embargo, ha resurgido de sus cenizas, gracias al empeño de sus vecinos, los magdalenos. Incluso compite con los más monumentales. Y aparece en las guías turísticas. Y lucha para mantener su esencia. La Magdalena, en efecto, se ha convertido en un barrio imprescindible. Nada queda de la Magdalena de la década de 1980, tomada por la heroína. Sí, tener veinte años en los ochenta fue una bendición, pero también un regalo envenenado que a muchos acabó por explotarle. Nos expusimos a un delirio genial y cada uno pagó su precio. La droga dejó a muchos en el camino. La muerte tenía un precio. Hubo mucha pose y mucho rollo, pero también mucho talento. La política utilizó la cultura popular, su brillantez, para envolver lo que se vendió como una maravilla y resultó no serlo. Unos años ochenta del siglo veinte que duraron más de una década.

  La Magdalena, hoy, es el barrio menos solemne de Zaragoza, una feliz bastardía de gentes que lo van organizando a su manera. Bello y variado. Racial y decadente. Ruidoso en ocasiones, silencioso en otras. Porque la Magdalena es no tener nada y tenerlo todo. Asumimos el barrio con apetito de gloria y gastamos suela huroneando por todos los recodos. Y lo fijamos con éxtasis peatonal para desplegarlo como un mapa hecho al capricho. Con aire brincador saltamos de la carnicería de Gabriel a la taberna entaltera de Chus, de la mítica ‘Quiteria Martín’ -caramelos de postín- a la verdulería de Carmina y Jesús, de los drones de Julio a los vinagres con rock de Elena, del vermú de Millán a las alpargatas de los Alfaro, de las casas de las culturas a las universidades populares, de los centros de historias a la historia carcelaria de Mercedes Gallizo, de las imprentas germinales a las bibliotecas de uso del castellano, de la comida vegana de la Birosta al chuletón de buey al fuelle, de los quesos con estudios o con portones al gramófono del Linares, del elegante combinado trapalero a los topos de la radio, de las vías lácteas a las residencias de sopa boba, de los almacenes de trastos viejos a las tiendas vintage, de los canallas de las suelas a los barrios sureños, de la librería del inspector Clouseau al horno de la familia Ordovás.

  En el barrio presumimos de las mejores magdalenas y los mejores cruasanes de la Inmortal. En el heroico horno de la calle Heroísmo cuentan que la forma del cruasán se debe al emperador Leopoldo I, quien ordenó a los panaderos de Viena fabricar este bollo de hojaldre y mantequilla que evoca la media luna para celebrar la derrota de los turcos que asediaban la capital centroeuropea en 1683. Compras el pan y, encima, te ilustran. Más no se puede decir. Es mojar la magdalena o el cruasán en una taza de té y recuperar el tiempo perdido.

  La Magdalena es un luminoso refugio, una bengala desde la que hacer señales. Es cultura alternativa, sólida, diversa. Generalmente los periodistas se juntan con los periodistas, los poetas con los poetas, los cineastas con los cineastas, los pintores con los pintores, los fotógrafos con los fotógrafos, los músicos con los músicos. En el barrio se juntan todos a la vez: periodistas, poetas, cineastas, pintores, fotógrafos, músicos… Primero se hace el roce y luego el cariño. Las amistades surgen de los apretones. Dicen que los magdaleneros tenemos olfato, esa capacidad de desentrañar el último suspiro que revela lo oculto, más misterioso cuanto más evanescente. Nos trae el recuerdo de quiénes somos a través de quiénes hemos sido. En cierto modo, atrapamos la inmaterial esencia del tiempo y desciframos lo constitutivo de nuestra realidad. No nos resta de nosotros mismos sino ese obelisco mudéjar que se funde en la atmósfera dejando recado de lo que fuimos alguna vez.

  Aldo Rossi consideraba que la arquitectura es la clave para la interpretación correcta de cada ciudad, cuya dimensión cualitativa es esencial para comprender el alma y la cultura de quienes la crearon. Y el alma arquitectónica de esta ciudad, en su origen llamada Cesaraugusta, es romana, pero acumula la austeridad visigótica, la sensualidad de lo musulmán, con su irrepetible palacio de la Aljafería, las habilidades de las juderías en el entorno de San Miguel, la arquitectura gremial del barrio de San Pablo y la cristianización reflejada en La Seo de san Salvador sobre lo que había sido la mezquita mayor. Pero también es barroca, en su basílica del Pilar. Y es ilustrada, modernista y con el funcionalismo forjó una alianza. Una ciudad, al fin y al cabo, que se mueve entre lo real y lo ideal, entre el sueño y la razón, entre el pasado y el futuro, viviendo y reivindicando siempre su presente.

  Ese pasado, este presente y el futuro del barrio de la Magdalena se rige por su faro, la torre mudéjar de casi cuarenta y siete metros de altura. Un templo que fue, al principio, una mezquita hasta la reconquista. En esa época se hizo un pequeño culto y fue en el siglo catorce cuando se encontraron fondos para construir la iglesia de la Magdalena, tal y como la conocemos en la actualidad. Era, pues, un barrio que tenía medios. Solo hay que ver el templo que levantaron. Si las paredes de la iglesia hablasen, podrían contar la defensa que desde su torre hicieron valerosos zaragozanos del convento de San Agustín durante el asedio de los Sitios. Y de balazos y casas señoriales entendemos un rato. Una joya, en fin, tan mudéjar como barroca, que ya aparece citada en documentos de 1126.

  Antes que cualquier otra cosa estuvo el arte. Y antes que el arte, los dioses. Y entre unos y otros, el hombre. Fue necesario generar símbolos e imágenes, tener miedo y desconcierto, para poner en pie el largo camino de algo extraordinario. La búsqueda de un lugar en el mundo. La exploración de lo oculto. La vocación y el ánimo de trascendencia de los hombres. Su pasión y su imposibilidad de respuesta. Eso mismo que se puede sintetizar en un puñado de obras imprescindibles. El barrio zaragozano de la Magdalena tiene su itinerario fijado en el flamenco. Y en otras disciplinas, por supuesto. Pero a través del flamenco se puede puntear qué sucede en este territorio. Nada de lo que significa el flamenco se puede interpretar hoy sin su exacta correspondencia en las culturas de unos pueblos. Y ahí es cuando entra en juego la Orquesta popular de la Magdalena. Son nuestros maravillosos gitanos, que funden sus saberes desde lo más hondo del cante.

  Hay algo de road movie en esta orquesta, en este flamenco diásporo que no deja de avivar el asombro. Un viaje que enfila los últimos compases en las voces de Arturo Giménez y David Tejedor, de Laura de San Pío y Juan de Palma, de Beatriz Bernard y Rodrigo Mabuse. O del gran Chanca. Y remonta en las guitarras (Jesús Gareta, Rubén Jiménez, Alberto Gambino, Rafa Domínguez, Luis Clavería), en los rapeos (doctor Loncho), en las percusiones (Buba Barrés, Constantino Pradas, Jonás Gimeno), en los bajos (Juan Caballero), en las trompetas (Carlos Badorrey), en los trombones (Javier García), en los laudes (Sergio Aso, Nacho Estévez), en las palmas (‘Los Apaches’), en las electrónicas (míster Pendejo), en los saxos (Santiago del Campo) y hasta en las imágenes del realizador Javier Estella, siempre rompiendo el muro a su particular declaración de amor. Su cámara, su instinto cinematográfico, busca captar el sentimiento que se desprende no solo de las voces y las guitarras, sino también de los gestos y movimientos. Todo corazón.

  Cada uno de ellos se explica a sí mismo su tránsito, su avatar, en un intento de dilucidar por qué les ha conducido su viaje a donde están. Y Estella los filma. Porque amar el flamenco y su orquesta es como amar al viento, o al cierzo, y no buscar respuestas y tampoco hacer preguntas. El barrio esconde preguntas que no tienen respuesta. Si llegas a la Magdalena y anochece, sumérgete por sus callejuelas celestinas y enamoradas, curiosas y vergonzosas, tímidas y sensuales, y, una vez abandones la calle Mayor -decumano romano y arteria central del barrio-, déjate abrazar por el dibujo del rostro más salvaje y religioso, más turbio y hermoso. Más misterioso.

  Una identidad cultural tiene el mismo valor que una marca: naranjas pueden plantarse en Valencia o en Israel, coches fabricarse en Valladolid o en Corea, pero, tan cierto como que no se pudo escribir el ‘Quijote’ en otra parte, un disco del flamenco en Zaragoza es eminentemente magdalenero. El mismo Cervantes ya dejó rastro del flamenco en La gitanilla, relato impreso por Juan de la Cuesta en 1613, dentro de las Novelas ejemplares. El flamenco viene del pueblo gitano y de no se sabe dónde. El flamenco, como el aire, no dice cuándo viene ni aclara cuándo se irá. Está ahí. Lleva siglos en marcha. Tiene mucho de pulsión atávica, de naturaleza explosiva, también de austeridad o de ascetismo. Y de incógnita. No del lado del secreto, sino, esto es, del misterio. El maridaje entre el flamenco y el barrio de la Magdalena es, en efecto, una evidencia. El mestizaje del barrio casa a la perfección con el flamenco, y la Orquesta popular de la Magdalena lo está verificando sin demora. El flamenco no es una tradición, sino una feliz bastardía de ritmos y voces que vienen de América, de África, de los países árabes. Y que se arraiga aquí. Que combustiona. Que encuentra su sitio por intuición, muy a solas, quizá amargamente. Toda una expresión de gitanos -y de payos- que la transforman en algo más que una pureza de pueblo. Algo más que lo que un aullido dispensa.

  La Magdalena es una estampa flamenca y se asoma a esta fiesta oscura, a la expresión misma del cante. A su calor y a su color. Los vecinos del barrio encuentran entusiasmos en lo jondo y sus afluentes. En la Magdalena el flamenco estalla. Es el frenesí de una expresión tan fascinante como furtiva. El cante y el baile seduce y repele. No es que el flamenco esté vivo: ha sucedido y está sucediendo. Que anda sobrado de futuro gracias a su abundante pasado. El flamenco siempre es el mismo y otro diferente. Un extracto de fuego y de veneno. Porque tiene un algo tan sugerente de matices como alienante de expresión, tan claro como confuso. Tan inesperado que dice más de lo que dice. Enjuaga dolores y aviva alegrías. El barrio de la Magdalena nos deja un flamenco más ancho para crear mejor desde otra necesaria libertad.

  Sí, el flamenco respira y se respira en la Magdalena. Con cierzo o sin él. Es la leña vieja para fuegos nuevos. Como el ser magdalenero es una forma de vida en la que el futuro se sueña sin tiempo para soñar. Una manera de ser que trasciende al propio barrio, pero que sin el barrio sería una mezcla de lo que viene siendo el sacrificio, la autoestima o la perseverancia. Lo que tiene de grande el barrio es que su significado es polisémico y sirve para describir cualquier comportamiento que se caracterice por una actitud permanente de superación ante la adversidad. Y lo que tiene de grande su orquesta flamenca es que pertenece a la estirpe cósmica de los que prefieren hacer de su pasión un riesgo, incluso un extravío. Porque hace fuego con la lengua leñosa de la ortodoxia. Porque da perennidad y velocidad a algo tan viejo como permitir que las fatigas asomen por el gaznate. Porque, digámoslo ya, podría hacer el compás con el goteo del grifo cayendo.

  El flamenco no se aprende, se vive. Se vive el baile. Se vive el cante. Se vive el cajón, Se vive la guitarra flamenca. Como el propio barrio de la Magdalena, caracterizado por su diversidad cultural. José Luis Cortés, alias Panoja, es el curtido factótum de esta sociedad flamenca. Vino de la Extremadura de posguerra, hace más de tres décadas, y se quedó para siempre. Es el que organiza los conciertos, los debates, el sinfín de actividades. Y no entiende estas prácticas artísticas como un acto ajeno a la vida. Su interés siempre ha sido por aprender de una manera amplia: aprender a superar miedos, prejuicios, a poder tener más herramientas tanto para la vida social como para la artística. La gestión es un acto transitorio y constante como todos los que el ser humano puede hacer.

  En el flamenco existe una forma sublime de respeto por sus ritos y sus estructuras. Panoja lo sabe y por eso cree que lo más interesante de esta disciplina son los seres que lo habitan y la periferia que lo circunda. Porque el curtido factótum sabe por dónde van los tiros. Y se queda con su historia. Y no para. Y no marea a la perdiz. Y va al grano. Y cuando lo hace, maldita sea, tampoco se queda quieto. Que se lo digan, si no, a Manuel Albino Jiménez, alias Tejuela, el flamenco en Zaragoza, a donde vino a vivir el siglo pasado e impartió su magisterio en corralas y arrebatos, siempre, por decirlo con Panoja, “con su traje de rayas, persiguiendo el sol que le seque las humedades ribereñas, las mismas de su memoria de ángeles y juncos”.

  Si recordar es fácil para el que tiene memoria y olvidar resulta difícil para quien tenga corazón, al flamenco no hace falta entenderlo. Solo hay que dejarse llevar y tener sensibilidad. La orquesta magdalenera es ese espíritu itinerante, ese vivir bien vivido que sus componentes dispensan en forma de canto, de aullido, de fiebre, de hastío. También de libertad. Viven su brillantez a un irrefrenable anhelo por ir siempre buscando nuevos caminos y, por lógica, conexiones, no solo con otros creadores, sino también con géneros musicales y artísticos en donde poder ampliar sus discursos y conocimientos. Y hablan del amor, de la muerte, de la desesperación. Y del consuelo, de la fuerza inmensa que puede darte el arte y la música en particular. Nada de eso ha cambiado desde que el hombre es hombre.

  Un arte y una música que se han enraizado definitivamente en la Magdalena, uno de los barrios con más historia de Zaragoza, enclavado en su casco histórico, con sus contrastes sociales, económicos, culturales. También llamado del Gallo, por la figura que existe en lo alto de la torre, en el barrio de la Magdalena se produce una transformación importantísima a mediados del siglo veinte, al abrirse la calle San Vicente de Paúl, llevándose por delante casas, iglesias o palacios, y quedar, de este modo, definitivamente separado del centro de la ciudad. Hoy, en pleno siglo veintiuno, gran cantidad de centros sociales, con una amplia programación artística (música, teatro, cine, poesía, danza…) convierten este barrio en una de las zonas más alternativas e interculturales de la capital del Ebro.

  De hecho, es el barrio de Zaragoza que más asociaciones tiene, cada una con sus tendencias o recorridos: Barrio Verde, Sarpantana, Gusantina, Revuelta, Rasmia, Liberación, Envestida, Nogará, Recicleta, Ciclería, Towanda, Arrebato, Peña Flamenca… Este pensamiento, primordial, da a conocer la dinámica de un barrio y sus colectivos dentro y fuera de él, para dar muestra del espíritu contestatario, rebelde, de compromiso. En las calles de La Magdalena se pueden encontrar comercios centenarios, años de reivindicaciones vecinales, edificios con solera y con balazos y personajes que han pasado a la historia de Aragón, todo ello bajo la atenta mirada de un gallo que preside a modo de veleta el emblemático barrio.

    El barrio también presume de una bodega que, a su vez, presume de servir el mejor vermú, con sifón o sin él, pero siempre oloroso. También de las mejores anchoas, del Cantábrico o no, pero siempre sabrosas. En ella los parroquianos tratan de la vida, del tiempo y la memoria del tiempo, y acaban por reflejar el desorden y el caos que es esto. Es una de las pocas tabernas de la ciudad en la que se diferencian los sobrios de los ebrios. Todos en una taberna somos objetores e insurgentes. Y políticamente incorrectos. Ocurre, sin embargo, que en cuanto ponemos pie en polvorosa se nos pasa. Lo que sucede en los garitos se queda en los garitos y se olvida tras la resaca.

  Somos mucho de arreglar el mundo en las barras de los paricios y gallizos, los gallos y policarpos, los crápulas y potocas, los saputos y pozales, las flamas y pequeñas europas, los entaltos y detalles, las otras y las de más allá, los fuelles y heroísmos, los cabezudos y pantagrueles, los garetas y barrios sureños. La vida, en efecto, se antoja demasiado vulgar para no sorprendernos de, precisamente, eso: el profundo lirismo de lo banal. O el recorrido por todo lo que duele. Porque cualquier veterano recuerda la demolición de la antigua universidad de Zaragoza y de cómo esta curiosa ciudad, inmortal llamada, comenzó a llorar el edificio justo cuando no existía. Esto es, en el preciso momento en que el patrimonio se convirtió en ceniza. Solo lo que hace sangre, recuerden, importa.

    El barrio del Gallo, en fin, se ha adaptado perfectamente a los tiempos, aunque el lenguaje no ayuda en la búsqueda de la igualdad. Se dice que “gallo que no canta, algo tiene en la garganta”. O bien que “no puede haber dos gallos en el mismo gallinero”. O, mejor, aquello de que “no cantan dos gallos en un gallinero”. En cambio, nadie se pregunta cuántas gallinas caben en un gallinero sin que se arme la de Troya y lo refleje en una frase redonda. Al parecer, caben gallinas infinitas, aunque digo yo que de vez en cuando las gallinas se pelean y, como el gallo de la Magdalena, mejor no estar en medio ni organizar peleas con apuestas, que son ilegales. O me lo dices o me lo cantas.

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