Ay, amiga mía… Qué difícil está siendo todo. Total, que ya pensabas tú que la vida estaba resuelta y finiquitada con esa boda maravillosa que tuviste,…

…con ese vestido ideal que pudiste calzarte tras meses de dieta a base de espárragos y acelgas, con ese baile en el que sonó la canción de Titanic, o la de Ghost, o la de November Rain de Guns’n Roses porque tú eres muy heavy… quién sabe. Y luego te fuiste de viaje de novios a un resort de la República Dominicana, o a hacer la ruta 66, o a Londres, a sumergirte de lleno en los rincones poperos de la ciudad, porque tú eres muy alternativa… quién sabe.

    Cuando llegaste de vuelta a tu casa, a vuestra casa, no salías de la habitación porque eso era el paraíso. A veces llegabas al salón para hacer el amor en el sofá nuevo, o al cuarto de baño para hacer el amor bajo la ducha, o a la cocina, para hacer el amor en la encimera o sobre la lavadora en el programa de centrifugado, que molaba mucho. Y hacer el amor era la hostia, porque se parecía mucho a follar, pero con amor. Y era grandioso. Y las conversaciones… ay, amiga mía, las conversaciones… Esas que duraban hasta las cuatro de la madrugada entre copa de vino y cigarrillo a medias, como cantó Paloma San Basilio. O no, porque no fumabais. O ni vino sino Coca-Cola Zero, porque ni siquiera bebíais una copa de vez en cuando… quién sabe. Pero madre mía, qué bonito era aquello.

    Dejasteis de llamar a amigos porque os sobraban. Ellos no hubieran entendido jamás ese amor que vosotros habíais inventado. Eso jamás lo había conocido nadie, lo sabe Dios. De pronto el mundo se volvió vosotros, y como mucho otras parejas que se asemejaban bastante a vosotros y que acababais de conocer, pero que de pronto eran los nuevos mejores amigos, porque solo ellos podían comprender vuestras sensaciones, vuestros sentimientos, vuestra vulnerabilidad ante un ente superior que se había apoderado de vuestras almas gemelas, y eso los hacía cercanos. Estaba claro que los amigos anteriores, que todo lo anterior en general, había sido una amalgama de anécdotas en vuestra vida que solo había servido para, finalmente, uniros en un solo ser, capaz de enfrentarse al mismísimo demonio.
Y todo era perfecto. Y todo iba a ir bien. Hasta que pasó el tiempo.

    El tiempo y el amor romántico son dos conceptos que no son compatibles. Lo has leído y te lo han repetido cien mil veces: es pura biología. El estado de enamoramiento, la idealización de la pareja, la ceguera mental que te impide ver los defectos y carencias del otro son, inevitablemente, transitorios. Hay que tener un cerebro frío y las neuronas trabajadas a base de madurez para aceptar que, un día, esa persona con la que habías planeado el resto de tu vida se va a convertir en la persona con la que tienes que compartirlo todo, que consultarlo todo, que dar tu brazo a torcer en más ocasiones de las que pensabas. Y no te apetece. De pronto ese día te das cuenta de que necesitas de tu individualidad para seguir creciendo, y quieres hablarlo: quieres compartirlo y consultarlo con tu pareja. Y resulta que no ha habido consenso en la conversación porque, de entrada, su cara cuando has empezado a divagar no ayudaba. El asombro se veía en sus ojos y un gesto de “pero qué me estás contando” se había dibujado en su cara. Empezó a hablar, tratando de hacerte entender que todo estaba bien, que las relaciones son así, que la decisión de formar una familia juntos en nombre del amor había sido la más acertada de vuestras vidas, que todas las parejas tienen crisis y que entiende perfectamente cómo te sientes porque es inevitable tener dudas, pero que todo se supera con amor. Otra vez el amor. El amor de las pelis, el de las baladas de rock, ese amor de llama inextinguible. Y tú sonríes, y piensas que tiene razón, que son cosas tuyas. Que sientes el paso inexorable del tiempo y pretendes mantenerte forever young siguiendo en la línea de lo que era tu vida hace diez años, y eso no puede ser. Le coges de la mano y le besas. Sin lengua. Y os vais a la habitación para echar un polvo mientras los garbanzos se terminan de cocer. Todo sigue adelante. Igual. Cómodo. Todos los días de vuestra vida, como dijo el juez.

(*)Crista Navarro:

Crista Navarro. Nacida en Zaragoza en 1973. Estudié en Santo Domingo de Silos y ahí pasé los mejores años, o los peores, según se mire. Me dediqué a ser la secretaria de otros jefes hasta que decidí ser el mío propio. Ganas de complicarme la vida, sin más. Me gusta un escribir y un micrófono para contar cosas más que comer con los dedos, que también. Y soy muy abrazona y cariñosa. Que igual no vale de mucho pero engorda el currículum y el espíritu.

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