Desde el umbral playero del quiosquero / Carlos Calvo

PCalvoCarlos1
Por Carlos Calvo

     Las obsesiones se fabrican a la sombra y con un vaso de horchata. El quiosquero de la esquina nunca ha entendido el feminismo mal entendido. Como tampoco entiende el folletín, o sea, el melodrama mal entendido.

    Y recuerda cómo las mujeres se echaron a la yugular de Francisco Umbral, aunque acaso el escritor se lo ganara a pulso. En sus placeres y sus días, a la manera de Proust (“los días con su fluir aniquilan los placeres”), Umbral justificaba a los torturadores y a los asesinos de mujeres e, incluso, mostraba complicidad con ellos: “A uno le parece que tanta zurrapa no puede ser más que amor”. Y, claro, provocó el rechazo de unas féminas que se sintieron humilladas y ofendidas. Sostiene el quiosquero, empero, que el periodismo de Umbral era literario, jugaba con las palabras -su sonoridad- y los conceptos para conseguir un efecto estético, metafórico.

    “El odio violento”, escribía Umbral, “es la manera más pacífica que tiene de expresar su amor un marido, un amante, un enamorado”. Y añadía: “A uno, la violación le parece el estado natural/sexual del hombre. El violador del Ensanche llevaba navaja para persuadir a sus víctimas, si es que puede llamarse así a la beneficiaria de un polvo inesperado, azaroso, forajido y juvenil. La hembra violada parece que tiene otro sabor, como la liebre del monte. Nosotros ya solo gozamos mujeres de piscifactoría”.  El mal entendido juego deslumbrante y provocador de la prosa umbraliana. Lo decía el propio escritor: “Siempre que alguien, por más puro o más impuro que los otros, se arriesgue a decir la verdad, a tocar lo intocable, a plantear lo que otros callan, se le acusa, se le ataca y ha de pagar caro el gran delito de la sinceridad”. No olvidemos, constata el quiosquero, que un escritor es importante por el legado literario que deja, no por las opiniones que emite.

    El quiosquero cree que el machismo es cosa también de las mujeres. Esas muestras intolerables las alimentan, muchas veces, las propias mujeres. Un hombre, dice el quiosquero que dicen ellas, lleva mal estar por debajo en estatus y sueldo de su pareja.  Y tampoco es eso. Más bien, lo que llevaría mal el quiosquero es una pareja que se dedicara a cuidarle, porque se cuida solo. De todos modos, entre nosotros, ¿hay algo más masculino, sin ser proxeneta –eso es muy feo-, que te subvencione tu pareja, mujer de éxito? ¿Es que, acaso, enorgullece más tener una pareja mediocre al lado? La buena vida está por encima de prejuicios, clichés y bobadas. El quiosquero duda que los hombres lleven mal el éxito profesional de su pareja. Es, al contrario, una muestra fehaciente de que tú le gustas por lo que eres, no por lo que vales.

    Como Umbral, el quiosquero siempre ha pretendido ser sutil, elegante, claro, profundamente instructivo. Es verdad que, a veces, incurre en contradicciones, pero no puede evitar esa su razón en la tesis y en la antítesis. Y en su discurso intercala sentencias de mármol sin afectación y jamás cede al lugar común, al cliché, al tópico. Donde la verdad es suficiente para llenar la mente, la ficción es peor que inútil. Bienvenido, quiosquero. Tu vuelta es la recompensa de una golosina cualquiera, una chocolatina o cualquier dulce del gusto de la chiquillería. Pero la buena vida para el quiosquero no sería lo mismo sin el agua del mar en verano. En sus finiquitadas vacaciones de playa, la primera misión del quiosquero era bajar a primera hora –todos los días- y colocar las sombrillas y las sillas y las toallas.

    Conquistar la primera línea de mar en temporada alta es una tarea masculina que, sin embargo, no acarrea fama de machista. Puede acarrear fama de gilipollas, pero eso lo piensan los resentidos que bajan a media mañana a la playa y ya no encuentran espacio ni a nadie bajo las sombrillas plantadas en primera línea de mar. El quiosquero recuerda cómo se conquistó el Perú, la isla de Luzón o la dependienta de Movistar. También recuerda, ay, aquellas maravillosas vacaciones de soltería y desenfreno, en el centro de África, un suponer, en una de las selvas de Burkina Faso, donde el león aparentemente estaba muerto, pero al sentir la presencia del quiosquero, alzó la cabeza y después de soltar un estremecedor rugido, mirándole a los ojos, le dijo: “A ver si disparamos mejor, imbécil”.

    Cualquier tiempo pasado pudo ser mejor. O tal vez no. En sus finiquitadas vacaciones, me cuenta, el quiosquero clavaba la sombrilla a la profundidad debida y dejaba las sillitas y toallas con gracia de forma que el decorado tuviese vida y anunciase la presencia de una pareja bien avenida y su niñita y sus cubos y sus flotadores, y que charla en la playa, y participa de la construcción del castillo de arena, y juega entre risas a palas, y se baña al unísono. Y, entre tanto trajín, aún le daba el tiempo para leer la prensa mediterránea, nacional, deportiva, económica, comprada a sus sufridos competidores.

    “Soy mujer y estoy aquí”. Este era el titular del reportaje de un diario deportivo. Se puede decir más alto pero no más claro. “Conchita Martínez”, leía el quiosquero en primera línea de mar, “se plantó en su presentación para defender a los tenistas españoles a los que el anterior presidente de la federación, José Manuel Escañuela, y la excapitana de Copa Davis, Gala León, habían acusado reiteradamente de machismo por enfrentarse al estamento al rechazar el nombramiento de León como seleccionadora”. La aragonesa, que lo ha sido todo en el tenis femenino, sí que tiene el recorrido, la experiencia y el conocimiento que pedían los jugadores para su nuevo técnico. El talento, pues, ni se compra ni se vende: no hay que confundirlo con términos tan ambiguos como feminismo o machismo. El quiosquero tuvo en sus tiempos de estudiante una profesora de literatura decididamente imbécil, que detestaba a Umbral, y le acusaron de misógino. O de machista. Nada le dijeron, los imbéciles, cuando no soportaba al profesor de historia del arte, un auténtico patán para enmarcar.

    Misógino o no, machista o no, Francisco Umbral obtiene la posteridad por el estilo, que es un ir detonando metáforas. Ya en León, necesitaba la bufanda prisionera y afilaba la tinta de su máquina y dejaba para los insomnes de aquella ciudad sentenciada por el frío las primeras metáforas de quien llegara a ser el príncipe de las letras. Lo ha vuelto a leer el quiosquero en primera línea de mar y lo ha gozado, otra vez, por su dominio de la adjetivación, su perspicaz mirada sobre el costumbrismo de la vida cotidiana, su descripción de la vida cultural en provincias y la decisión con la que forjaba su tono sentencioso y categorizador, desdeñoso y contundente, lírico y arrebatador. Escribía como meaba.

    Porque fue el mayor cronista de la segunda mitad del siglo veinte. Porque fue el heredero de la tradición periodística de Larra y de Ruano, en un estilo aderezado con ecos de Quevedo, Valle-Inclán y Gómez de la Serna. Porque fue el cronista de la llamada ‘movida’, y acaso se la inventó él. Porque en sus columnas, siguiendo la tradición cervantina de las armas y las letras, literaturizaba lo cotidiano, lo subía a los altares de la poesía, y ahí residía lo novedoso, el tratamiento que el autor hacía de la realidad y su capacidad para reducir a la esencia misma una idea compleja.

    Umbral vivía la urgencia como inspiración, sentía la necesidad de inventarse pasiones al escribir, y le podía, es cierto, su postura arrogante y algún tic machista, propio, en todo caso, de su generación. Pero fue un admirador y continuo defensor de la mujer y de sus causas. Su obra es un valioso documento literario para conocer y comprender mejor la política, la cultura y la sociedad de un país llamado España desde la muerte de Franco, ese hombre, hasta los inicios de este siglo veintiuno. Y es que a Umbral no le pagaban para satisfacer. El feminismo es una forma de literalidad, como lo es el ecologismo o el localismo. Lo peor no es que vivamos una época posirónica que vuelve a imponernos la solemnidad. Lo peor es que ni siquiera distinga cuándo bromea y cuándo está declarándose.

    Umbral, sí, y sus más características obsesiones leídas en primera línea de mar: el tedio de los domingos, la desesperación de los suicidas, la inextinguible sed de los bebedores, el modernismo juanramoniano, el universo quevedesco, la luz de Velázquez, el decadente romanticismo o, siempre, el misterio de las mujeres, violadas o no, beneficiarias o no de un polvo inesperado, azaroso, forajido y juvenil. Las obsesiones, lo sabe el quiosquero, se fabrican a la sombra y con un vaso de horchata. O con el tintineo de los cubitos de hielo en la copa de la mejor ginebra.

Artículos relacionados :