No es ciudad para viejos


Por Carlos Calvo

  Lo bueno de acudir a una feria de libros antiguos es que uno puede recuperar ciertos clásicos que no ha leído o quiere recuperar de nuevo. También en estas ferias hay mucha morralla, pero eso es otro asunto.

    ¿Por qué volvemos una y otra vez a algunos libros? ¿Qué hace de un texto un clásico? Italo Calvino intentó dar respuesta a esta pregunta con catorce argumentos. De todos, uno es irrefutable: “Clásico es un libro que nunca acaba de decir lo que tiene que decir”. Por eso siempre volvemos a él, conscientes de que, en cada nueva lectura, saldremos con las manos llenas y nuevas revelaciones. O nuevos matices.

    Decía César González Ruano que “los libros de viejo es todo un concepto conversacional, un valor entendido que no quiere decir necesariamente que los libros sean viejos, ni antiguos, ni tampoco usados. Exactamente quiere decir que son libros de ocasión, bien por el precio que puedan comprarse respecto al que tienen en una librería de nuevo, bien porque su rareza suponga su inexistencia en estas”. Aquí, en Zaragoza, hay una clientela muy especializada en primeras ediciones o en libros de magia (nada por aquí, nada por allá) o en obras de heráldica. O de botánica, vaya usted a saber. Estos especialistas, en muchos casos, desdeñan lo que no entra en su especialidad, que es una forma de coleccionismo. O de tara.

  En esta feria, en efecto, se venden libros singulares y el público se acerca no solo como lector, sino como coleccionista de un libro objeto. A lo mejor, o a lo peor, tenía razón el abogado Ventura Garcés cuando afirmaba que el coleccionismo es una pasión que roza la enfermedad. ¿Qué es lo que más se vende? Desde el gremio recuerdan que hay temas de moda como la cocina y el vino, especialmente obras del siglo diecinueve, pero también se mantiene el interés por los libros de historia local y por colecciones concretas de ciertos clásicos aragoneses. Algunos apuntan también a que la presencia de turistas ha elevado el número de carteles, pósteres, mapas, tebeos, álbumes de cromos, grabados, postales y otras obras en papel.

  Ahora, la feria del libro antiguo y viejo de Zaragoza cumple quince años, con el catedrático Túa Blesa haciendo de pregonero. Y la primavera en todo su esplendor, con los días más largos, el perfume de los tilos en Independencia y las alergias. Y como se cumple el centenario del nacimiento de Antonio Mingote (de raíces aragonesas, recuerden) los organizadores han rescatado –y actualizado- el cartel de la segunda edición celebrada en 1997, para rendirle pleitesía. O así. Creo que fue Hemingway quien dijo que un relato era como un iceberg, y que la parte que salía a la superficie tenía que estar sustentada por aquella otra que muchos autores no contemplan. Y así les va. En esta fiesta libresca uno se da cuenta del valor de lo ofrecido, de lo bueno y de lo menos bueno. Y uno percibe, del mismo modo, un río de gente de toda catadura, gente veterana (la mayoría) y menos veterana (poca), curiosos impertinentes, bibliófilos que no compran nada, compradores compulsivos y así.

  Así, un tipo con algo de filamento incansable, como de flaco que no encuentra el momento de sentarse a comer, al que acompaña una mujer a la que le suena la sonrisa como la piedra de un afilador, rebusca en el puesto de la librería oscense ‘Prólogo’ (de Gurrea de Gállego) y compra unos aforismos chestertonianos. Al decir de Borges, “la obra de Chesterton es vastísima y no encierra una sola página que no ofrezca una felicidad”. Con este autor, no lo duden, el lector no hace más que hallar ideas sorprendentes, a menudo con tono paradójico, que invitan a repensar lo sabido, a descubrir lo que se consideraba inamovible, dándole otra perspectiva. Vean esta preciosa ingeniosidad: “Cuando era niño y jugaba no estaba engañándome en absoluto; estaba simplemente escribiendo antes de que pudiese escribir”.

  Una mujer de cara angulosamente afilada, como dotada para no dejar de ser un secreto guardado por las horas, adquiere un ejemplar de ‘Las guerras de Artemisa’, de un autor cuya primera decisión importante de su juventud, además de abjurar de todos los dioses y patrones, fue la de cambiarse el apellido. No dudó en elegir el de Sorel, en honor al protagonista de la novela ‘Rojo y negro’. Igual que el héroe de Stendhal, el futuro novelista y ensayista, además de militante comunista durante el franquismo, estaba empeñado en llevar las riendas de su destino. Por lo menos, Andrés Sorel (de nacimiento Andrés Martínez López) lo intentó hasta el final.

  Una veinteañera cuya belleza produce asombro y vértigos, con voz de caramelo líquido, pregunta por un libro titulado ‘El Greco o el secreto de Toledo’. Maurice Barrés, su autor, fallecido en 1923, era nacionalista y conservador, y cayó en un antisemitismo radical que le cegaba para analizar la realidad, pero su lucidez intelectual le llevaba a ser muy crítico con los usos políticos dominantes en la Francia de la tercera república, nacida del desastre de Sedan. Viajaba con frecuencia a España, donde tenía muchos amigos como el pintor Ignacio Zuloaga, que le retrató vestido de negro y con un libro en la mano, en actitud contemplativa con Toledo al fondo. Un claro ejemplo de cómo personas sensibles e inteligentes pueden dejarse arrastrar por los prejuicios hasta rozar la estulticia.

  Un tipo con perfil de clarinete, que cuando habla deja una advertencia flotando, compra la única comedia conocida del escritor y filósofo francés Jean-Paul Sartre, ‘Nekrassov’, una obra sobre la manipulación informativa de algunos medios de derechas que intentaban demonizar el comunismo para preservar así los privilegios de las clases acomodadas. El padre del existencialismo, en su búsqueda del equilibrio entre la libertad personal y la responsabilidad sociopolítica de individuo, se pone divertido.

  Un individuo que parece acumular por dentro mil saberes, pero sin alardear, se hace con una primera edición de la ‘Ética’ de Spinoza. Un filósofo calumniado y despreciado por sus semejantes, tachado de ateo e impío, que no creía en unas normas morales dictadas por los rabinos o los pastores luteranos. Y pensaba que cada hombre debe ser autónomo para actuar según su conciencia. Esto suponía una defensa radical de la libertad de pensamiento en una Europa en la que todavía estaban recientes las guerras de religión. Cuando le preguntaron a Einstein si creía en dios su respuesta fue inmediata: “Sí, creo en el dios de Spinoza”.

  Un cuarentón que parece adornarse de excentricidad, acaso para estar a la altura de sí mismo, compra una extraña edición latinoamericana de ‘La busca’. Con Baroja se empieza pensando que la vida es una aventura y luego te das cuenta de que es una tragedia. Don Pío es tan importante como Mark Twain, como Stevenson, como Tolstói. Quizás como Dostoievski. Pero con una gran ventaja: todos sus personajes son familiares. Y daba poca importancia a los convencionalismos, al prestigio social. Él quería que le dejaran en paz, y escribir. Alguien dijo que si Velázquez pintó el aire, Baroja lo escribió.

  Un tipo que habla de sus aventuras con la sencillez del que se busca la vida habla con un librero de sus preferencias literarias. Entre los abismos de Dostoievski y la grandeza épica de Tolstói nunca tuvo dudas: ‘Los hermanos Karamazov’ siempre por encima de ‘Guerra y paz’. Si en algún momento dudó sobre el mejor escritor de todos los tiempos, el que más dolorosamente escribió sobre el dolor fue entre ese ruso epiléptico y el Camus de ‘La peste’

  Una chica algo rarita, escondida bajo un flequillo abundante y gafas de pasta, intenta pasar desapercibida y, sin embargo, termina metida en problemas al sugerir a un paseante que devuelva el libro que ha robado: un volumen de Félix Romeo Pescador, aquel escritor de dibujos animados o así al que tanta cancha dan todavía los del núcleo duro de las letras zaragozanas. Junto a ella, una mujer bellísima, de las que quitan el hipo, se acerca al mismo puesto y compra una biografía de Coleridge. No lo puedo evitar y me pongo a rebuscar a su lado, entre el follón de libros. Y hablo con ella. Y parece que conectamos. Todo cuento de hadas requiere de una cosa que Coleridge sistematizó a principios del diecinueve: la voluntaria suspensión de la incredulidad. Es decir, yo me hago el tonto para que usted me embelese con aquel romance imposible entre polos opuestos o con ese gol en el minuto noventa del equipo de los perdedores. La vida, a veces (y la literatura más a menudo), es maravillosa. Porque a cada instante puede pasar lo improbable. Eso, la introducción de lo imprevisto en la rutina es la belleza, como el silencio entre dos notas de piano. O el centesimal punto de luz entre dos eternidades de total oscuridad, por decirlo con Nabokov.

  Un tipo de edad sospechosamente indefinida, con la cresta de pelo soplada hacia arriba, la mirada de garduño, las orejas convergentes en el ceño y la tensión del rostro hacia la boca, sellada con una sonrisa socarrona a lo Luis Buñuel, se interesa por la poesía de Raymond Carver. Sus versos están arraigados a la vida y demuestran que este escritor no solo fue un narrador superdotado, sino también un poeta profundo y sensible que sabía explorar los instantes de felicidad y desolación, las flaquezas y la dignidad de los seres humanos, las escurridizas epifanías que asoman en las vidas anodinas. Otro tipo con más años que Matusalén, que habla como un rezo entre dientes, pregunta por el Umbral inconsolable por la muerte del hijo a los seis años del mal azul, pero el librero no tiene nada de mortal. Ni de rosa.

  Una mujer gestual, extraña, rotunda en su inusual delicadeza, compra la novela de Carmen Laforet ‘Nada’, una radiografía de los años medio vacíos, medio angustiados, extrañísimos, de la posguerra, con la que la escritora gana el primer premio Nadal, para agravio de Ruano, a quien le duele no llevarse un galardón que iba a sumar cinco mil pesetas a su maltrecha economía. Y encima no le quitan del acta final, pues no quiere que aparezca su nombre si no gana. Su conclusión es que en España los premios están para dárselos a los amigos.

  Un individuo con voz recia, como de madera buena, compra un texto de Jack London titulado ‘La gente del abismo’. Corría el año 1902 y el escritor norteamericano visitó el barrio East End de Londres para realizar una crónica sobre la miseria imperante. Y describía los horrores sufridos por una fuerza de trabajo desperdiciada por un sistema que primaba la avaricia sobre la productividad. La patria del maquinismo era una máquina de matar, en tiempos de la revolución industrial. Su crónica conserva hoy toda su vigencia, por culpa de la rapiña financiera, el empleo precario y el cuestionamiento del estado de bienestar.

  Acaso el cliente ideal no se cuestiona el estado del bienestar porque vive feliz en su mundo. El cliente ideal, para muchos, es el coleccionista bibliófilo que compra poemarios ilustrados por valor de doscientos euros. Un buen comprador es alguien que adquiere, al menos, un único libro pero sin jugar al regateo. Un mal usuario no compra nada después de manosear los volúmenes. Y un cliente realmente malo saca su móvil para contrastar, sin vergüenza alguna, los precios del tenderete con los de Amazon. Al mismo tiempo, ser un librero requiere claramente la paciencia del santo Job. También hay, no nos engañemos, lectores que aprecian cada vez más los libros tradicionales, sus tapas descoloridas, la textura de las páginas e, incluso, el olor de la tinta. Los ejemplares de papel parecen resistir a la lectura electrónica.

  Un tipo con la cara como enrejada en algún enfado se hace con ‘Los grandes cementerios bajo la luna’, de Georges Bernanos, quien nos previene de la tentación: el humo de los cigarros esconde las tumbas. Otro tipo, con gesto de cuartelillo, un poco jacobino, compra ‘Fanny Hill’, esas memorias de una cortesana escritas por John Cleland mientras estaba en prisión, considerada la primera novela pornográfica en lengua inglesa. Por su parte, un importante hombre de las artes al que conozco, que nunca presume de munición ni de biografía, pues la guarda y dispensa en dosis muy bajas, que es lo elegante, pregunta por un título de William Faulkner, aquel autor de familia aristocrática venida a menos después de la guerra de Secesión, que creció en la atmósfera legendaria del viejo sur, feudal y agrario, contrario al norte, burgués y mercantil.

  Un tipo que se comporta como un boxeador luchando contra el librero, acaso para dotarlo de felicidad a puñetazos, rebusca entre los volúmenes y encuentra a Juan Ramón Jiménez, que le hace pensar acerca de su propia brutalidad: “No fuiste nunca un pájaro, / tú, que desde los cielos el corazón derrama / en profusos acentos, con arte no pensado”. Pero no compra este libro y se decide por ‘Aloma’, la única obra de juventud reconocida por Mercè Rodoreda, en la que narra los sentimientos y la manera de situarse en el mundo de una chica de dieciocho años que entra en la edad adulta. Por medio de su historia, la novela nos habla de la identidad, la familia, el amor, la muerte, las ilusiones… la vida.

  Una pareja que muestra su desatada pasión, ajena al tropel de gente ajena, le pide al vendedor pamplonica “libros traviesos” y, cuando nuestro astuto librero le muestra una colección de erotismo, descubre que lo único que querían los tortolitos era un ejemplar de Enid Blyton, para una de sus sobrinas. A su lado, una mujer muy atractiva y elegante, de pelo negro largo recogido en una bonita coleta que le cae sobre el hombro y enmarca uno de sus turgentes pechos, le pide al mismo librero cualquier cosa de Miguel Mihura. Este autor siempre ha sido objeto y sujeto de contradicción. La sociedad a la que satirizaba leía (y veía) con regocijo sus obras. E inventó el absurdo antes que Beckett e Ionesco y todo lo que le rodea tiene ese aroma. Su público, en realidad, no percibía la sutil sátira social y política de títulos como ‘El sombrero de tres picos’, ‘Melocotón en almíbar’ o ‘Ninette y un señor de Murcia’. O de Albacete, vaya usted a saber.

  Un joven que me mira con unos ojos de oliva negra muy mojados, de buen tamaño, que recuerdan a los de Picasso o a los de Buster Keaton (al que acompaña una cincuentona con voz chillona, acaso de su soltería mal llevada), marea al librero aragonés, al librero valenciano, al librero navarro y al librero madrileño, pero nada de nada. Un pelmazo. Sin embargo, un anciano que habla en voz baja, entre dientes, con una sonrisa de conejo, compra un ‘marx’ (Karl, no Groucho), ese que escribió tesis sobre Epicuro y era un apasionado admirador de Aristóteles, por su arte de racionalizar. De ningún otro hizo tantos elogios con la excepción de Hegel. En ‘El capital’ le llama el máximo pensador de la antigüedad. Y condenó el estilo hinchado, la demagogia y las trampas de los sofistas que cobraban dinero por enseñar a provocar la disputa con métodos capciosos.

  Un setentón de mano fuerte, como hecha de fatigas y agricultura, agarra una biografía sobre Gregorio Marañón y no la suelta. A Ruano, que era un hipocondríaco tremendo, le bastaba saber que ese científico y escritor estaba en la ciudad para sentirse mucho mejor. Aquí, en esta Zaragoza tan heroica e inmortal como puta -esto es de Julio José Ordovás-, uno también puede sentirse bien. De hecho, yo me siento bien, sobre todo sentado en un banco y viendo a la gente mayor manosear los papeles de los tenderetes. Sí, muchos viejos –y viejas, que no quiero líos- se ven por esta fiesta de los libros antiguos. Me alerta un librero: “Tenemos poca clientela joven. No hay dinero y no salen clientes jóvenes. A los jóvenes incluso los libros de cinco o seis euros les cuesta adquirirlos. Los libros son algo de lo que se puede prescindir”.

  Una anciana encorvada y con el pelo cubierto con un pañuelo negro, acompañada de un cincuentón de bigote severo, manos peludas y voz de trueno, como salidos de la prosa detectivesca (y peatonal) de Ordovás –otra vez-, revuelven en el puesto de la zaragozana librería ‘Epopeya’ y los libreros José María y Octavio Diego (padre e hijo) les recomiendan, por si pican, unos volúmenes verdaderamente curiosos, de los que se podría sacar petróleo. Que si unos ‘Mapas de América (y Filipinas) en los libros españoles de los siglos XVI al XVIII’ (1991), de Francisco Vindel. Que si un ‘Viaje ilustrado en las cinco partes del mundo’ (1852), de Ildefonso Antonio Bermejo. Que si unos ‘Recuerdos o diálogos de montería’ (1981), de Alfonso de Urquijo. Que si una ‘Historia de la regencia de María Cristina Habsbourg’ (1905), de Juan Ortega Rubio. Que si ‘Los bandidos célebres españoles’ (1882), escrito por Álvaro Carrillo e ilustrado con cromos de reputados artistas. Que si ‘El círculo de la sabiduría’ (1998), de Ignacio Gómez de Liaño, unos diagramas del conocimiento en el mitraismo, el gnosticismo, el cristianismo y el maniqueísmo. O así.

  Las casetas van cerrando. Debe ser tarde. El ambiente se hace crespo, trágico, febril. Umbrío y legendario. El cielo está raro: un poco rosado con trazos celestes y, más cerca, una espesa nube que se mueve. También hay sol. Me siento en un banco de madera verde con fechas, corazones y nombres grabados con promesas con fecha de caducidad. La nube oscura trae lluvia, así que se mezclan los chaparrones con la luz del atardecer. Este crepúsculo tiñe la plaza Aragón de colores desconocidos, como de panza de burro. La lluvia empieza a mojar fuerte. Parece que pesa más el cielo y cualquier libro de viejo cuando el agua suelta gratis encima de los paseantes sus pies. Regreso con mis trastos de donde vine. Y al final de la estrecha calle, con la casi noche casi encima, ladra un perro.

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