In vino veritas


Por Gonzalo del Campo

 

Yo soy de origen humilde

como todo lo que nace

de tierra que pisa el hombre.

Mas la estima en que me tienen

hoy multiplica mis nombres

como a las familias nobles

desgajadas de una rama

tupida, cual la de un roble.

 

Tempranillo, Monastrell,

Garnacha, Merlot, Syrah

Moza Fresca, Moristel

Gwiztraminer, Cabernet…,

suenan en boca del hombre

como familias de alcurnia

que, residiendo en botella,

valen a cojón de fraile.

 

Antes, beber Cariñena

era cosa popular,

lo mismo que Valdepeñas,

Rioja Baja o Campo Borja.

Uno podía mercar

cántaras en garrafón.

Hoy tres cuartos, en botella

y de denominación.

¿Cómo se llama?

Diez euros y si no, no es de fiar

porque es un vino villano

que maltrata el paladar.

Tiene que ser Somontano,

Ribera Duero exquisito

o un buen Rioja elaborado.

Y con tanta tontería

los precios se han disparado.

 

Los jóvenes de este tiempo

se aplican a lo foráneo

güisqui, cerveza y cubata

y si alguna vez se aprestan

a catar vino del año

lo mezclan con cocacola

y así beben calimocho,

primer producto, en verdad,

de la globalización,

bebida por excelencia

del famoso botellón,

donde ahora no se estila

eso de “yankis go home”.

 

Hoy no se ponen de acuerdo,

médicos que nos recetan

beber en toda comida

un vaso de vino tinto,

políticos calvinistas

para los que beber vino

es como pegarse un tiro,

o aquellos que, achispados,

trastabillando su lengua,

se las dan de bebedores,

lenguaraces retadores,

que cuando cogen el coche

son una bomba rodante

y a los que el carné por puntos

se la suda en cualquier trance.

 

Noé cayó por los suelos

de tanto trasegar vino.

Pionero de bebedores

a los que, ya desde entonces,

se les puso en cuarentena

y a los que su “santa” esposa,

cabreada, dejó sin cena

y, repetido el exceso,

también les dejó sin postre.

 

“In vino veritas”, dicen.

Es por eso que banqueros

hombres ricos y empresarios

corren un tupido velo

en su amor por el morapio

y guardan muy bien su lengua,

fuera de toda contienda

que no sea en los Consejos,

donde la primera norma

es acudir bien sereno.

 

Tal vez piensen que eso mismo

debe regir igualmente

cuando uno es presidente,

de un país, pongo por caso.

 

El orondo Boris Yeltsin

en ese estado dichoso,

capaz era de bailar

como si fuese su boda,

o quitarle al director

de la orquesta su batuta

y ponerse a dirigir

como si tuviese un palo

y en un ring improvisado

cazase desaforado

y sin acertar ninguno

los moscones de verano.

 

 

Sarkozy no se dio cuenta

de que hablar tras la comida

no es sensato ni prudente,

pues, aún bien alimentado,

regó con vino abundante

lo mascado y engullido.

Quedó el cerebro obstruido

y la lengua trabucada.

A eso añadió unos chupitos

de vodka bien graduado.

 

No mejoró el resultado.

 

Los ojos hablaban solos

con brillo muy elocuente

la risa, bobalicona,

no le dejó ser solemne.

Más que almuerzo de trabajo,

eufemismo muy manido

para encubrir la lifara,

fue un club de la comedia

un soliloquio menguado

balbuciente, de beodo.

 

Será que ser presidente

es como ser indigente,

sin tirar de tetrabrik.

Y una vez aposentado

en el sillon más preciado,

qué más da ya el pedigrí.

 

Ya puede mostrarse humano

aquel que fue un ogro airado

que soliviantó los barrios

a las puertas de París.

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