El paseo de las palabras


Por Carlos Calvo

  El cielo encapotado amenaza tormenta, pero la gente pasea, que está bien visto y es barato. También, dicen, saludable. Y sonríe. Y es amable. Y saluda.

    Estoy en la zaragozana fiesta libresca del día del patrón de Aragón –san Jorge, el libertador de la primavera-, en los transitados porches del paseo de la Independencia. La mayoría de los paseantes ojean (y hojean) los libros de los numerosos tenderetes callejeros, a la manera de pacíficas trincheras. Otros compran y hablan con sus escritores favoritos. Un tipo que habla con la austeridad del que acumula en la vista fotogramas de Bergman, y que sonríe con la boca relajada, sin premura por volver a ponerse serio, dice desconfiar de los ‘best sellers’, como si el hecho de haber llegado a muchos fuera sospechoso o fácil.

  La cura de humildad para cualquier escritor es sentarse cerca de Javier Sierra, que no para de firmar ejemplares. Brutal. En cualquier caso, no me parece bien que al autor de ‘El fuego invisible’ se le compare, una vez y otra también, con el escritor americano Dan Brown, el de ‘El código da Vinci’. Le llaman “el Dan Brown turolense”, pero Sierra se acerca más al Umberto Eco de ‘El péndulo de Foucault’ que a la mediocridad literaria de Brown, quien debería empezar a preocuparse no sea que en el futuro se le acabe conociendo como “el Javier Sierra yanqui”.

  Compro a mi hija de siete años ‘Como el perro y el gato’, del autor e ilustrador Edu Flores, y ‘Tirando del hilo’, de Chus Juste y Elisa Arguilé. Mi compañera de fatigas, y madre de la criatura, se hace con ‘Viviendo en tiempo brutal’, de Sergio Royo, y ‘Besos humanos’, de Francisco Ferrer Lerín, para sumergirse con el catalán en un universo narrativo esperpéntico que cuestiona lo convencional, siempre sobrecogedor e inquietante. A mí me regalan la memoria familiar de Cristina Fallarás, las oscuras madres de Patricia Esteban, los consejos y cuidados de María Frisa, la luna rota de Lourdes Fajó, el viaje aragonés de Miguel Mena y el tebeo Labordeta del trío de la bencina. ¿Me estarán sobornando? A mi lado, un borrachín está dando la lata más de la cuenta y el librero que lo sufre le regala ‘Alcohol y literatura’, de Javier Barreiro, con la condición de que desaparezca. Dicho y hecho.

  Dicen los datos publicados por Eurostat que España es el tercer país de la Unión Europea que menos gasta en libros, periódicos y papelería en general. El gasto en lectura solo es menor en Grecia y Bulgaria, e igualamos a Malta. Pero… ¿no le endosamos un doce a cero? Al menos, y en cuanto a ciudades españolas, Zaragoza no es de las peor paradas. Algo es algo. Acaso se deba ese desapego del papel al auge de las nuevas tecnologías. Acaso no, y, simplemente, somos unos burros que no hemos leído mucho más que las recetas de los medicamentos o las etiquetas de los envases. Sin embargo, y a pesar del tiempo, la densidad del tráfico humano en los porches del paseo libresco es difícil de sortear.

  Me cruzo con una escritora que escribe lo que quiere, cuando quiere y que nadie le presiona, mientras un conocido que ha dedicado mucho tiempo a resolver el problema equivocado compra al posmoderno de Daniel Gascón, quien, agradecido, le ofrece un clavel… ¡amarillo! Un tipo que se mueve despacio, con algo de galápago que ya no tiene prisa por (casi) nada, se gasta un dineral en un libro hermosamente encuadernado, y luego otro y otro y otro más, y descubro, perplejo, que tiene el súper poder de cagar billetes. “Toda su formación viene del cómic y los superhéroes”, me chiva otro tipo que fue negro literario para un auténtico soplapollas. Y empieza a lloviznar. Plástico va, plástico viene. Lona va, lona viene. Se palpa la tensión de libreros, editores y escritores. Yo, por si acaso, me compro un helado ‘italiano’, de café y nata. Delante de mí, un cliente pregunta por un cucurucho con sabor a clavel. Hay gente para todo.

  Al parecer, la afición por la literatura puede más que la lluvia (a ratos) y me señalan los libreros a los que consulto que llevan un buen volumen de ventas. Vale. La novela ‘Ordesa’ es el ejemplar que más interés despierta, un texto en el que Manuel Vilas se desahoga en su averiada biografía, como su particular torneo de los recuerdos, ese traje que nos queda siempre corto. También ‘Filek’, de Ignacio Martínez de Pisón, ese estafador que engañó a Franco en la España de mantilla y procesión, con su combustible sintético compuesto por agua, plantas y minerales como sustituto de la gasolina. O ‘El asesino tímido’, de Clara Usón. O ‘Las hijas del capitán’, de María Dueñas. O ‘Los perros duros no bailan’, de Arturo Pérez-Reverte. O ‘Memorias del comunismo’, de Federico Jiménez Losantos. O ‘Patria’, de Fernando Aramburu. O ‘Batallador’, de José Luis Corral (e hijo).

  Un poeta, para quien el libro ya no se encuentra en el corazón de la tormenta perfecta y que no se deja llevar por las corrientes ni forma parte de ninguna tribu, que ni es de aquí ni es de allá, ni tiene edad ni porvenir, me asegura que no le interesa la novela del yo, la de la confesión (y la ocultación), porque solo es una idea eclesiástica o inquisitorial que solo lleva a la truculencia y a darse uno mismo la absolución. Que si autoficción, que si confesiones, que si secretos de familia. Eso por un lado. Y por el otro, ay, personajes históricos, hechos comprobados o cosas así. “Hay más verdad en ese ‘Lazarillo’ inventado que en todo lo otro”, concluye, “y es más real ‘Fortunata’ que la vida verdadera de cualquier novelista, sus divorcios y sus traumas”.

  Otro escritor, ya veterano y admirador de Kafka, y que se puso íntimamente contento cuando un crítico le dijo que todavía escribía aceptablemente -¡a lo peor tiene más oficio del que cree!-, le dice a un editor que mete un tedioso ‘eeeeeh’ cuando la cabeza le corre más rápido que la lengua: “En general, creo que solo debemos leer libros que nos muerdan y nos arañen. Si el libro que estamos leyendo no nos despierta como un golpe en el cráneo, ¿para qué nos molestamos en leerlo?”. Un profesor que siempre ha intentado enseñar a pensar a un burro, y lo único que ha conseguido es perder el tiempo y cabrear al burro, se desata en la compra de libros: ‘El día que se perdió la cordura’, de Javier Castillo; ‘La bruja’, de Camilla Läckberg; ‘Pequeño país’, de Gael Faye; ‘Un andar solitario entre la gente’, de Antonio Muñoz Molina; ‘Sin censura’, de Miguel Ángel Revilla; ‘La llamada de la tribu’, de Mario Vargas Llosa; ‘Morder la manzana’, de Leticia Dolera… ¿Llamará al burro para llevárselos?

  A su lado, jóvenes con aspecto inquieto y discurso crítico repasan varios títulos que ofrecen las distintas librerías: ‘Crónicas de fuego y nieve’, de Vicente Aupí; ‘Fuimos canciones’, de Elisabeth Brenavent; ‘La tierra maldita’, de Juan Francisco Ferrándiz; ‘Piel de letra’, de Laura Escanes; ‘España quedó atrás’, de Ramón Cotarelo; ‘Sapiens’, de Yuval Noah Harari; ‘Nada es tan terrible’, de Rafael Santandreu… Lo terrible, maldita sea, es seguir mi ruta libresca. Y sin paraguas. Veo una (floja) representación de literatura dramatizada a cargo del Teatro de las Esquinas. También veo firmar ejemplares a autores que se sienten acompañados por un día.

  Ciertos lectores, ya saben, van directamente a la caza de sus escritores preferidos. Estos parecen encantadores en el trato y espléndidos en las dedicatorias. Por ahí diviso al concienzudo Mariano García, “el mejor payaso del mundo”. También a David Lozano, Ana Alcolea, Antón Castro, Lorenzo Mediano, Rodolfo Notivol, Fernando Sanmartín, Daniel Nesquens, Michel Suñén, Rosario Raro, Saúl Irigaray, Ángel Petisme, José Antonio Soria, Fernando Jiménez Ocaña, Irene Vallejo, Manuel Martínez Forega, Marta Quintín, Juan Domínguez Lasierra, Jesús Cisneros, José Luis Melero, Fernando Lalana, Inés Plana, María Pilar Clau, Ana Matallana… La liturgia de la dedicatoria permite la relación directa entre unos y otros, aunque algunos escritores pierden mucho vistos de cerca (esto es de Italo Calvino). Los expertos aconsejan gastar tinta. Pero los veteranos no están por la labor: faena de aliño y a correr…

   Si un libro es bueno, leerlo es andar con cinco ojos. Entre las cosas más hermosas de una existencia está el asombro de encontrar un verso memorable, un poema, un párrafo, un diálogo, una descripción, un pensamiento escrito. Pocas revelaciones tan abundantes. Los libros pueden colmar cualquier carencia del espíritu, con creces. Los literatos, sus textos, su expresión, invitan a dudar sin ser dubitativo. Y a acariciar el tiempo. Goya decía que el tiempo también pinta, por eso algunos le sobreviven. Libro y libre, recuerden, tienen una misma raíz.

  La cultura, el saber, es cosa de las últimas coartadas sociales para la multitud. La importancia y necesidad de los grandes conceptos es algo que aprendemos de leer literatura. En las humanidades reside la esencia misma de los seres humanos: la literatura, el lenguaje, el sentido exacto de las palabras para poder detectar quién nos manipula y para qué nos manipulan. Para mejorar hay que ser libre. El lenguaje, no hace falta decirlo, es uno de los rasgos constitutivos de la identidad de los individuos. Julio José Ordovás sabe de lo que hablo, porque su ‘Paraíso Alto’ es uno de los mejores libros de la temporada. Una descarga nada eclesiástica ni inquisitorial. Un auténtico paseo de las palabras.

  El cielo gris y amenazante, al final de la tarde, descarga con fuerza. Cae la de dios. Plástico va, plástico viene. Lona va, lona viene. En la plaza España, el presidente de nuestra comunidad, Javier Lambán, se queda sin espectadores en su discurso (leído) de calado histórico o así, calificando a Aragón de “territorio cervantino”, que incluye hasta las Cortes, pues en la Aljafería situaba el autor del ‘Quijote’ la prisión de doña Melisendra. Un despistado, para quien el libro de papel siempre ganará por goleada al electrónico, cree que se trata de un cuentacuentos. O un recital.

  Me quedo solo como oyente, frente a frente con el presidente y sin paraguas, junto a una chica a medias que parece calada hasta los huesos de compromiso social. Pero después de las lluvias amanecerá una primavera radiante. Porque mi granado se vestirá de hojas púrpuras. Y los sagrados mirlos de azabache brillante, más que volar, danzarán en el aire tibio.

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