El Cielo amenazante


Por Liberata

    Tal vez me equivoque, pero creo que desde ayer al mediodía no ha cesado de llover con la misma constancia. Y son casi las ocho de la tarde.

   Aquí y ahora, no estamos acostumbrados a tanta agua y, pese a que ella ha aliviado la pertinaz sequía que sufríamos, llevamos los días o las semanas suficientes saliendo a la calle impermeabilizados como para que la racha influya  en algunos ánimos. De cualquier modo, nos hemos jugado buena parte de la primavera, sin duda la estación más hermosa del año. ¡Con la falta que nos hace una buena dosis de optimismo! Al menos, yo contemplo así el panorama.

  El cielo amenazante se ha cernido unos días más sobre nuestras cabezas, permitiendo que varios de nuestros ríos se salieran de madre -como diría un cántabro- y hoy mismo, de repente, se ha producido un brutal ascenso de las temperaturas, quién sabe si duradero o no.   La Naturaleza se muestra alterada, o quizá enfurecida a costa de los desmanes cometidos por sus descuidados pupilos. Por otra parte, éstos nos movemos girando en torno a sí mismos, quizá en busca de una milagrosa estrella que nos oriente.

   Los foros de la política y el poder adquieren semblanzas de mafias sicilianas… Europa parece desconcertada y América es capitaneada por un no menos  desconcertante personaje. Entretanto, en desafortunadas tierras las batallas se suceden y tras ellas se multiplican las calamidades. El sueño de la paz y el desarme mundiales, se perfila como la más irrealizable de las utopías. Sin embargo, a veces necesito recrearme fugazmente imaginando  una hipotética manifestación universal y simultánea: o sea, siendo ocupadas las calles, planicies o lo que fuere en cada rincón de cada continente, de día o de noche, cuando toque allí la hora acordada. Siempre me he dicho -y lo sostengo- que me encantaría ser partícipe de la misma si se llevara a cabo, aunque me tocara hacerlo a las cinco de la mañana. A fe que lo haría. Todo el mundo portando pequeñas luminarias y gritando “¡No a las armas!” Por supuesto, incluyendo el uso incidental de las mismas. Vivimos en una sociedad saturada de violencia, que estalla en cualquier momento y en cualquier lugar, en que ellas adquieren un siniestro protagonismo. Me pregunto si son necesarias para que los humanos coexistamos. Supongo que no está tan claro, salvo que se considere el peso de su poderosa industria en la economía mundial. Ahí nos duele. Pues a discurrir, majos, y a destinar fondos y talento a ocuparse en otras cosas, como potenciar la Ciencia y el Humanismo. En desterrar la corrupción del poder, corregir las ofensivas desigualdades sociales, combatir lacra de las adicciones fomentadas por la codicia, conceder a los proliferantes desórdenes del ánimo la importancia que merecen…

    Hay que poner en práctica políticas serias que configuren un régimen de justicia y bienestar percibido por la ciudadanía. “Menos rescates y más educación pública”, por ejemplo, frase captada durante una manifestación hace unos meses. Pues eso, que hay mucha tela que cortar para que nos durmamos en los laureles. Por cierto, estaría bien  promocionar con el debido entusiasmo la audición y el aprendizaje de música clásica desde la infancia, ya que a ésta se reconoce la virtud de abrir los cauces de la sensibilidad humana. Así pues, ¿es extraño que, siendo víctima de éstas y otras importantes carencias, la confundida Humanidad sienta que la incomunicación se extiende sobre ella como un pernicioso manto?

   Acabo de recibir la triste noticia del dramático fallecimiento de un antiguo y querido amigo, que, en realidad, lo era de mis hijos. Y me ha dolido muchísimo. Habíamos quedado en que nos reuniríamos en cuanto el tiempo mejorara. Y mi propósito era hacerlo; lo que sucede, es que a estas alturas mis propósitos se realizan cada vez con menor dinamismo.

    Pese a todo, los árboles florecen, las aves gorjean y efectúan sus habituales vuelos migratorios y los frutos que no están ya en cámaras y han resistido las lluvias, madurarán de repente colmando los campos de aromas y colores.  Llegarán los largos días de mayo, mes pródigo -como los siguientes- en festejos patronales. Y el vértigo seguirá presente en los peligrosos traslados nocturnos, en los excesos, en las imprudencias… El sosiego está desapareciendo de las vidas. Se va deprisa a todas partes. Al trabajo, a recoger a los niños al colegio, a comprar, al cinematógrafo… Esto es como una universal y disparatada carrera con una sola meta conocida por todos. ¿Acaso reflexionamos sobre el modo de llegar a ella sintiéndonos acosados por la agitación que preside nuestras existencias? ¿Sin haber aprendido a disfrutar de cuanto el hábitat terrenal puede ofrecernos? Para ello, no es necesaria preparación específica alguna, ni siquiera pedir una cita. No mucho más que escuchar la voz del propio instinto. Si acaso, predisponernos a percibir cuanto nos rodea. Un agradable paseo, tal vez la contemplación de algún niño que corra tras una pelota y muestre su satisfacción al alcanzarla, de una mirada en los ojos de alguien con quien nos crucemos, de la que interpretemos el mensaje de tristeza, de resolución, u optimismo; o de la actitud entre tierna y apasionada que muestre una pareja cercana. Las notas de un violín pueden acariciar nuestros oídos al volver una esquina.  Tal vez nuestra memoria nos traiga a la mente versos de Antonio Machado o de Miguel Hernández, poetas realmente enamorados de la primavera. Ambos cantaron al florecer del espíritu cada llegada de la citada estación, iluminando los sucesivos  tramos de cada ciclo vital…  

   Bajo este cielo amenazante que a veces sentimos levitar sobre nuestras cabezas, deberíamos pensar que todos somos sensibles a la soledad imperante y que, lejos de aposentarnos en ella sintiéndola como una enemiga, podríamos potenciarla como una amigable aliada. Cada cual hallará su modo de hacerlo, de acuerdo con las propias  características. En el fondo de toda existencia suele habitar el deseo de superación de una cotidianeidad quizá no demasiado satisfactoria. Se trata de nuestra más intrínseca reserva emocional; un intransferible patrimonio al que durante el desarrollo deberíamos aprender a prestar la debida atención. 

 

EL LUTO

En la estancia del duelo,

prestaban los velones

tenues irisaciones

al negro terciopelo.

Y al fondo, se movía

aquel blanco impoluto

de que, a modo de luto,

el cortejo vestía.

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