Como unas hojas olvidadas en un cajón de agua

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Por Alfredo Saldaña

     Nos encontramos ante un libro que provoca un cierto desasosiego, un considerable malestar, hechos que en todo caso han de verse no como rasgos negativos sino como síntomas de una escritura que ha decidido ubicarse sobre el inquietante filo de la navaja, al borde de un abismo en cuyo fondo se suscitan las cuestiones esenciales, esas que de verdad importan.

   ¿Es posible comprender a través de lo que las palabras callan?, esto es, ¿qué margen de sentido se esconde en la cara oculta del lenguaje, tras el umbral que da paso al tiempo de la callada?

   Nos encontramos ante un poeta que declara —y lo demuestra con los hechos— que le gusta el silencio, ese escenario en el que —precisamente por no haberse afirmado nada— todo puede ser dicho, todo —de hecho— se dice. Sin embargo, casi siempre son las palabras las que nos declaran cuando, con una desaforada osadía, entramos en su particular territorio para intentar descifrar el secreto de la vida; ellas son las que hablan de nosotros cuando hablamos con ellas y nos perdemos en el laberinto de formas e imágenes con el que tratan de ahogar la afonía del mundo, tales parecen haber sido algunos de los presupuestos desde los que se ha escrito este singular y extraordinario Sic (sic), último libro de poesía publicado hasta la fecha por Javier Sanz, un texto que es continuación de una línea poética caracterizada por la exigencia, el rigor y la transgresión de los límites que jalonan a la palabra y que tiene en Palabras, que no amor (1985, con el que obtuvo el premio de poesía Ciudad de Zaragoza), La canción del Once upon Tyne (1992) e Immanere (2009, premio de la Delegación del Gobierno en Aragón) sus entregas anteriores.

    He calificado de extraordinario el libro de Javier Sanz y quiero señalar que, al margen de la calidad y la sugerente plasticidad de los poemas que aquí podemos leer, este libro es extraordinario, de entrada, porque se encuentra en los antípodas de la poesía hoy más extendida y valorada socialmente, esa que cuenta con el apoyo mayoritario de una casta sectaria de poetas y críticos y de una turba acrítica de lectores. Explorador urbano, caminante infatigable, Javier Sanz ha traducido al español El Sol de la Medianoche del poeta griego Kostas Steryópulos. Y más allá de esas actividades, es un amante de las causas perdidas, cualidad que veo representada, por ejemplo, en su pasión por el rastro, ese lugar en el que se encuentran las cosas que ya han cumplido su ciclo vital y por lo tanto desechamos, al que acudimos quizás con la intención de dar sentido a nuestra vida con los despojos y retazos de otras vidas, ese lugar, en fin, que representa como ningún otro la metáfora de que en las pérdidas se encuentra el germen de todas las ganancias. Y fue allí, precisamente, en el rastro, donde el autor de este libro encontró las estupendas ilustraciones de Jordi Sarrà i Rabascall que aparecen en el volumen.

    Escritura —esta que encontramos en Sic (sic)— concebida desde una radicalidad extrema, en la que el lenguaje no sugiere tanto lo que nombra como la amenazante posibilidad de su extinción, el horizonte infinito de un paisaje vacío. Poesía que suma al restar, que avanza al desandar, convencida de que toda eliminación de vocablos innecesarios conlleva una adición de sentidos, palabra que emerge para reconocer la incertidumbre y la inestabilidad de toda contemplación, así es el escenario generado por la escritura que en este libro puede leerse, donde el mundo desaparece detrás de la palabra que lo inscribe, un libro que se abre con un poema titulado “Pregúntale al perro” en el que, en su primer verso, leemos: “El tiempo perdido es solo el principio del tiempo que nos queda”.

    A partir de ese momento, todo es errancia, desolación y desierto (René Char, Edmond Jabès y, entre los nuestros, el Antonio Gamoneda de Descripción de la mentira y el Leopoldo María Panero más apocalíptico se encuentran al fondo), camino por cubrir y no destino alcanzado, ebriedad y exilio en una travesía interminable en la que la poesía —como defendiera Pavese— se presenta como un acto de reparación y defensa frente a las agresiones de la vida, y a una escritura planteada de este modo no le cabe otra opción que abismarse en ese hueco que el lenguaje intenta atravesar, en esa hendidura amenazada por el desgarramiento y la desaparición y surgida para dar cuenta de una perplejidad o una desposesión, una realidad cercada por el vacío que responde a la fórmula “menos es más”. Y junto a esos poemas que funcionan como un disparo certero al corazón, o que destapan lo más abyecto y miserable de la condición humana, hay otros que custodian una especie de milagro y nos reconcilian con el mejor perfil moral de nuestra naturaleza (el memorable “Un hombre que contempla pájaros” es uno de esos poemas).

    Las palabras que leemos en Sic (sic) podrían muy bien servir para recordarnos que la poesía es a veces resultado de conflictos, tensiones y enfrentamientos, surge no tanto para ofrecer respuestas como para plantear preguntas; más allá de su realidad lingüística —y esta es una idea que creo que comparte también Javier Sanz—, la palabra poética arrastra consigo un cuerpo social: es un lugar idóneo para ejercer la crítica de todos los valores y modelos que regulan la vida comunitaria de los grupos y colectivos sociales, es también el escenario en el que medir la intensidad de una travesía en la que inevitablemente hemos de naufragar. En ese sentido, el poeta se encuentra en una posición adecuada —por marginal y periférica— para reflejar con una mirada crítica la sociedad de la que forma parte y, en todo caso, también como discurso social, podría decirse que esta poesía apunta hacia el horizonte de un nuevo escenario político; pérdida, disolución, eliminación de las propias señas de identidad,  apuesta sobre el vacío en la que alguien está dispuesto a perderlo todo sin ganar nada a cambio. Esa es la propuesta radical y al mismo tiempo rigurosa que nos lanza Javier Sanz con este libro, donde el lenguaje vela por lo extinto, da testimonio de lo que carece de garantía y visibilidad social. Y a partir de ahí, vivir en la incertidumbre permanente, rodeados por un silencio y un vacío radicales, convencidos de que si hay una certeza, esa no es otra que aquella que señala que “Todo habrá pasado y no habrá pasado nada / cuando yo ya no esté aquí” (p. 61) .

    En esas circunstancias, en las que escribir es generar un acontecimiento que consiste en escribirse, la propuesta pudiera verse como la disolución en la cifra que ha de dejar constancia de la inscripción, la desaparición entre las líneas trazadas en el papel, como sucede en ese extraordinario poema que comienza con el verso “Madurar, hacerse mayor” (pp. 69-73); en ese contexto, el invierno y el frío son motivos recurrentes de una escritura en gran medida crepuscular. Concebir así el poema como un artefacto expuesto a la intemperie, desprovisto de toda protección, en permanente construcción, orientado por el viento que amenaza con arrastrar las palabras hacia la nada pero dispuesto a levantarse de nuevo frente a todas las adversidades, un artilugio con el que entender los actos comunicativos como flujos marcados por la deriva y el devenir constantes.

    En ese escenario arrasado por la devastación, como un testimonio de las laceraciones y frente a todo tipo de efectos narcotizadores y mecanismos de coerción, Sic (sic) nos enseña que la poesía bien pudiera consistir en la contingencia de que se abra una grieta por la que pueda intuirse algún horizonte utópico, el desdoblamiento de una realidad inicial en una realidad imaginaria que no se deja atrapar, cuyo rostro desaparece al ser contemplado y cuya palabra es solo el anuncio de la posibilidad, por ejemplo, de la diferencia. En ese sentido, los poemas de este libro resultan extremadamente inquietantes, se adentran en la alteridad y la diferencia, vienen a mostrarnos que un sujeto es quien es por aquello que le distingue de los demás, esto es, su identidad se desprende de su diferencia.

   Leer ahí, en ese territorio despojado de certezas, una palabra y entenderla en su manifestación simbólica como una señal inequívoca de la desaparición, una oportunidad para refundar un mundo en el que la muerte y el silencio nos permiten sentir la proximidad de lo lejano. La muerte y el silencio se convocan aquí en el silencio de la muerte, ese silencio que, al decir de Roberto Bolaño, es más la constatación de una impotencia que la marca de un destino. Si bien la escritura finaliza cuando el escritor acaba su trabajo, la poesía no hace sino empezar entonces, cuando comienza la lectura, que habrá de verse como un montaje y que inaugura —por decirlo con una expresión de Blanchot tomada a su vez de Bajtín— esa especie de “diálogo inconcluso” que es la literatura, diálogo abierto y no cerrado, iniciado y condenado a errar permanentemente sin poder encontrar su fin. En esa errancia se encuentra este singular y, repito, extraordinario libro que ha escrito Javier Sanz.

 

Javier Sanz Becerril, Sic (sic), Zaragoza, Sindicato de Trabajos Imaginarios, 2016.

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