Colchón de púas: «Aunque gorda y muy vieja, la quiero»

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Por Javier Barreiro

     Esta página, dedicada en la actualidad a acoger las deposiciones de un inadaptado, tuvo durante el verano un contenido más alentador.
    En ella se hablaba de amor y, por tanto, de entelequias, esperanzas, transferencias, frustraciones, márgenes desdibujadas, etílicas entrevisiones y otras flores que cultiva el bípedo autocalificado de racional, cuando se dedica a este tipo de vocación y lo habita el desenfreno. Lo habitan asimismo otras pulsiones, ampliamente estudiadas desde la antigüedad que hacen el acto de escribir bastante problemático. No es solamente que se aflojen ciertos músculos mientras se tensan otros, esa difusa ansiedad que a un tiempo nos vuelve obsecuentes y rebeldes, modificando el ritmo cardiaco y la fluidez circulatoria, ese creer y descreer, ese estado antitético que tan bien ejemplifican algunos sonetos de Lope de Vega, esa pugnaz sintomatología que el exhaustivo Burton recoge en su Anatomía de la melancolía. Es que también uno se vuelve decididamente lerdo y resulta el estado menos recomendable para acometer un test de inteligencia. Inteligencia que demostraron algunos de los que actuaron aquí, lo que me lleva a pensar que a estaban en el reflujo. Por cierto que se echaban en falta las impresiones de algún bujarra. Carencia más extravagante aún teniendo en cuenta el espacio que ocupan en la televisión pública, en los ámbitos culturales y en la propia calle.

      Uno, quizá por pudibundez, acaso por orgullo espiritual, se resistió a dejar constancia de sus avatares en este terreno. Hoy, forzado por leonino contrato a rellenar la página, diré que ELLA, incluso hoy, que en la UVI y entubada tuerce el rictus en desaforadas convulsiones, ostenta un rostro tan atrayente como el canto de las sirenas, como el de la trasgresión, como el de nuestro monarca enmarcado en violeta rodeado de firmas y de cifras de tipo 1W9540413.

     Hoy – que ya se llama machista a todo aquel que gusta de las mujeres e incluso parece que hubiera de andar disculpándose por ello de la misma manera que antes había que confesarlo en sacramento – diré que mi relación con ella ha soslayado las prepotencias. Me dio y le di. Le tomé y me tomó. Le entregué muchas horas y ninguna fue igual a otra, con lo que nada perdí en el envite. Nos acostumbrábamos a soñar juntos, a querer juntos, a asaltar lo imposible desde el cuenco de un sillón, desde el plano de una mesa, desde el mullido tapiz de la hierba, desde el orbe de una cama, Dije que le di pero nada me pidió. Acaso, tiempo. Pero el que le entregué me rejuveneció y me hizo más agudo, más sensual, más tolerante y diverso.

    Supe por ella de las covachas y albañales del alma, de los diáfanos espacios que, a la vez, alberga de himnos intemporales entre los que costaba escoger el de mayor belleza. Y esa belleza refulgía también en los labios que los entonaban. Pero también accedí con ella a la vileza del mundo, a la convicción de que el hombre puede ser un gran y patético miserable, a la comprobación de su estrellarse pertinaz contra los mismos muros, contra los mismos misterios.

   Juntos nos sentimos cómplices en lo descabellado, actores de nuestras propias cencerradas a la realidad. Me había enseñado que esta no reside en las leyes, sino en las excepciones a esas leyes, y nos proponíamos un mundo que no sólo vencía o se salía de la apariencia sino que se autodesintegrara constantemente, que vomitase las ideas adquiridas para bucear en el desconcierto, para perseguir lo disparatado, para cultivar el individualismo, la libertad, la vida. Coincidimos en el esfuerzo por un imprescindible despojamiento de una identidad que, empezábamos a ver, era prestada. Había que mofarse de sí mismos para que el sarcasmo ante los otros pareciera mero ejercicio introductor de una autocrítica devastadora. Coincidimos en valorar la dignidad de fracasado, en fracasar, en magullar el pragmatismo, en tundir la eficacia. Supimos del difícil deslindamiento de los límites entre libertad y buscada dependencia, de su imposible equilibrio.

    Ya dije que llevamos tiempo juntos y atesoramos la certeza de que es imposible el abandono. Verdaderamente, yo cada día pierdo más, pero ella no cesa en nutrirme. Por otro lado, nos alentamos en nuestras defecciones. Volvemos más ricos o defraudados, pero volvemos siempre. Otras veces nos juntamos con más gente y allí mi niña es siempre la reina. Algunos la discuten, otros la niegan, en vez de declarar avergonzados que la desconocen, alguno trata de sustituirla por otra que, al poco rato se revela insustancial, profundamente aburrida.

    Cuando nos vamos repasamos juntos las cosas que han dicho de ella. A veces, hasta se aprende algo. Eso sí, cada vez tenemos menos amigos comunes. Es difícil entenderse con nosotros dos juntos.

     Por supuesto, la quiero. Quizá, como siempre, egoístamente. Nadie me ha dado más felicidad y me la de todavía, nadie me ha dado menos disgustos. La quiero.

    Mi niña es muy gorda, muy vieja, atraviesa por una mala época y su futuro está, por lo general, en las zarpas de indocumentados, de muy atosuficientes badulaques. Mi niña, la pobre, con tantas virtudes tiene un nombre muy feo. Se llama Literatura.

Nota: Este artículo, titulado “La fiera de mi niña”, fue publicado en El Día el 8 de noviembre de 1987. Le cambiaron el título y ahora pienso que, tal vez, tenían razón.

Más información: http://javierbarreiro.wordpress.com/javierbarreiro/

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