Val Ortego o el contraste entre el gesto y la palabra


Por Carlos Calvo

  “¿Es una elección o una necesidad? Pintar, escribir, hacer música, bailar… ¿Es producto de mentes revueltas y rebeldes o de espíritus que buscan aliento?”, se pregunta María José Casas en uno de los textos que integran la reciente exposición del pintor zaragozano Alfonso Val Ortego, titulada ‘Con cuatro líneas’…

…y celebrada en la Biblioteca de Aragón, con la coordinación del comisario Eugenio Mateo. Quince cuadros abstractos (y vivientes) en los que el silencio consciente es signo de sabiduría.

    Ante eso, lo que llamamos felicidad es una tela tan frágil que puede romperla el vuelo de una mosca. Es el pasado acechante que termina acusando recibo. Si el totalitarismo y el fanatismo, al reducir al otro a una abstracción, van contra la vida, el objetivo del arte y la cultura, en general, debe ser mantener al otro con vida y celebrar su complejidad, comprendiendo que no solo es valioso: es necesario (¡ay, qué adjetivo tan molesto!).

  Lo dice, contundente, Fernando Bayo en otro de los textos: “Seis millones de muertos en las guerras de la República del Congo, entre 1996 y 2004”. Acaso “el color de la política cambió desde que Fukuyama nos convenció de que no existían las ideologías”. O acaso “las tomas falsas reflejan la verdad y, en la fábrica de sueños, las imágenes descartadas despiertan”. O simplemente, “al abrir los ojos, una certeza sensible se abre sin palabras, y una abstracción la concreta en forma de pasión atrapada en una tela”, ya sea porque, secretamente, “la ternura se hastiaba del insistente juego mientras aquel viscoso cielo avanzaba con apasionada dignidad”.

  Val Ortego acumula más de medio siglo. Sigue pintando. Sigue en los pinceles con apetito insaciable. Es una pintura de fuerza contenida, de austera llama mística, de búsqueda y temblor, de entusiasmo y desengaño, tan cósmica voluptuosa. Val Ortego mantiene la pintura en alto. Y la pulsión funciona. El deseo ciego encuentra justificación. La primera impresión transmitida como un relámpago por tus sentidos es solo el anticipo de una obra de calidad sorprendente, fascinante en su planteamiento, sin apenas narración.

  Qué manía con tratar de entenderlo todo. Con que todo tenga explicación sensata y venga perfectamente justificado e hilado. Qué pesadilla esta fiebre de fría lógica que cubre los argumentos de cuanto consumimos y lo acaba despojando todo de frescura, espontaneidad y unas gotas de locura. Menos mal que todavía quedan autores con el arsenal bien colocado y las ganas intactas para sorprendernos, maravillarnos y dejarnos con la boca abierta.

  Val Ortego lo explicó en la inauguración: “Lo que menos contiene la pintura, para mí, es narración. Si es abstracta, menos aún. O nada. Para esta exposición en la biblioteca me pareció adecuado colgar piezas abstractas. Para compensar y acotar el significado de los cuadros, por así decir, pensé en acompañarlos de algunos textos de poetas. Al final, para huir de cualquier idea de ilustración, preferí que gentes de distintas y variopintas disciplinas escribieran cuatro líneas breves, lo que quisieran. El resultado, creo, han sido estupendas composiciones llenas de planos, de texturas, de luz, de poesía, de indefinición. En fin, pura pintura abstracta”.

  Con todo y con eso, amigos, libreros, poetas, músicos, politólogos, cineastas, sicólogas, sociólogas, espectadoras, laicistas, coleccionistas de juguetes, maestros de kung-fu e inventoras de santos, ¡uff!, han formalizado una suerte de corpus como contraste entre el gesto y la palabra. Así, ahí están, entre el bien y el mal, los Antonio Tausiet, Santiago Marquina, J.M. Marshall, Diago Lezaun, Cristina Járboles, Isabel Gimeno, Elvira Gavín, Marga Francés, Carlos Cuchi, Merce Bravo, Pedro Borgoñó, Juan Antonio de Blas, el arriba firmante o Paloma González. Atención a esta última: “Bienandante. Bienaventurado. Bienfortunado. Bienhablado. Bienhadado. Bienhallado. Bienhechor. Bienmandado. Bienmesabe. Bienoliente. Bienquerencia. Bienteveo. Bienvenido. Viena. Viento. Vientre”.

  Todos ellos, en cuatro líneas, triangulan sus emociones y cuadran sus necesidades, como baranda que cruza el mar. Y sisean la brisa alrededor y encierran los ojos, intentando ahondar en lo que tienen delante. Todos tienen un propósito, aunque solo sea el de rellenar ceniceros, estantes de libros, papeles de palabras, cubos de vómito, noches de culpa. Se trata, por tanto, de mantener el objeto en su belleza: atrás, en donde aún no ha sido nombrado. Porque los niños, maldita sea, no quieren las coronas de los reyes, solo quieren los sacos de los pajes. Acaso por un exceso de satisfacción inmediata. Sí, vender para comprar y poder seguir comprando. La falta de sentido que mira desde el armario, como peldaños de arena y azul descansillo.

  Como una flor roja siempre lejos del cielo, el arte sirve para llevarte a otro sitio distinto. Te coloca ante la posibilidad de una vida distinta. O, mejor, te permite contemplar tu propia vida desde fuera y, quizá, de forma más clara. La pintura (como la literatura o el cine) cumple ese mismo propósito. Como el ser humano está mal hecho, la pintura de Val Ortego nos hace mejores. Todas las artes se ocupan de lo mismo: de la comunicación entre los hombres. Las pasiones humanas son las mismas en un cuadro de Val Ortego o en una obra de Shakespeare. En palabras de Picasso, “el arte sacude el polvo que la vida cotidiana deja en el alma”.

  Si estamos de acuerdo en que todo progresa en el universo, en la historia, ese progreso se cumple también en el arte. Los abstractos de Val Ortego hay que verlos desde abajo, horizontal, como la tierra a la humanidad, como el mar mira los barcos, como el agua mira el venado. Sus cuadros son el escenario donde los espectadores representan su comedia, el espejo que los refleja solos, inexpertos, convencionales, falsos, torpes para repartirse por los cinco sentidos, sujetos siempre a sí mismos, clavados, reunidos, como el niño desnudo que reúne la ropa y, a la vez, la guarda y se protege con ella.

  Los cuadros de Val Ortego enriquecen la sustancia errátil de la vida. Como lo rojo viaja por la sangre. Como lo verde viaja por el mar. Como lo azul viaja por el cielo. El tiempo (y la huida) trabaja dentro del pintor como el mar dentro de los ahogados. Porque el acto pictórico de Val Ortego es plural y libre, pragmático e imaginativo, sin posibilidad de ajustarse a ningún modelo. La defensa de su pintura supone una artística pretensión apolínea que es la última apelación al idealismo dentro de un cuadro, con todo lo que el idealismo tiene ya de irracionalismo para la dialéctica.

  Frente a pinturas frustradas y adormecidas, pasivas y frígidas, el universo ‘valorteguiano’ es un hecho cultural. Porque desarrolla una seguridad plena y liberada, mental, que ha conquistado su personalidad y carácter. Ahora que la pintura ya no borda, ni cose, ni canta, ni llora, ni suspira, Val Ortego es un ’rara avis’, un producto anfibio y apócrifo. Su pintura abstracta se podría definir como una anarquía con buenos modales. Anarquía dentro de un orden, esto es. Los buenos modales son siempre recomendables, sobre todo cuando no te dejan tener otros. Queramos o no, hoy las ciencias revolucionarias adelantan que es una barbaridad y ya no hay demasiadas probabilidades de que Val Ortego acaba llorando con una decepción metafísica de anís del mono.

  Solo podemos ser libres en lo que nos acoge, nos transforma, nos divide y nos multiplica. Esto lo sabe muy bien Val Ortego y acaso por ello su abstracción es el espejo de la civilización, toda de sangre seca y hormigón fermentado, la cultura, comida de polillas y piorreas, eso que llaman la sociedad tecnológica, con un corazón de azafata y un cielo de estadística. Y, en su pintura, va buscándose en los tumores, caracolas, hongos venenosos, hierbas desconocidas o sueños de marihuana. Como la bruma y la luz se adentran en el bosque. Y escucha el silencio de los cuerpos, la amenaza de los días, la palidez de los políticos, el miedo de los pájaros. La paleta del zaragozano es la metáfora por donde corre el légamo vital y confuso que puede salvarnos.

  Al final de la escapada, sospecho días de lluvia y también algunas risas, ni tantas para aturdirnos ni tontas para perdernos. Y habrá luna llena y pozo oscuro donde se refleje, así le guste al cielo o le disguste, y una ventana azul y un árbol viejo.

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